Ambulancia:
Los intentos de mi amigo Luca para que no corriera, fracasaron. Eran cerca de las cinco de la mañana, estábamos saliendo de un bar lleno de lesbianas, y tuve la necia idea de intentar patinar sobre el piso congelado de la vereda. Aquella muchacha mía, pensé, al estrellarme la nuca en el piso frío, luego escuché una vos que pedía por una ambulancia, yo intentaba gritar: ¡Ambulancia no! ¡Ambulancia no!, dándome cuenta a los pocos días que mi vos no salía, que mis gritos sólo los había escuchado yo. Después de pasar algunos días en el hospital, se podría decir que no me duele nada, aparentemente no debía morir con el recuerdo de una dama. Aquella muchacha mía no fue una imagen nítida, parecía más bien una caricatura pecosa que se iba deformando, esfumándose dentro de una circunferencia llena de colores. De nuevo en casa podría agregar que estoy pensando en sacar un crédito para pagar la ambulancia, que las estufas son pocas, y que mis hijos quizás sean los hijos de otros, que la mañana es humo de tabaco y el sexo una melena larga y brillosa pinchándome la cara. Que, más allá de mi estatura de un metro ochenta, cago sentado con los pies en el aire, y que es verdad. Y que hoy lavé la ropa y me siento muy bien por ello.
Cosas serias:
No planeaba salir sino hubiera sido por la invitación de una compañera de trabajo, una alemanita bastante rellenita que se volteó a casi todos los tipos del hotel donde laburo. En alguna ocasión me despertó un leve deseo sexual que fue eliminado por la brutal imaginación de José el colombiano, adjudicándole un fuerte olor a salchicha en los pezones. Casi a punto de irme a dormir recibí un mensaje, “te espero en el Java, estoy con Cindy, una amiga que te quiere conocer”. Llegué al lugar bastante cansado, Cindy era una hermosura, una rubia esbelta realmente bella. Propuse pagar la primer ronda de tragos sin darme cuenta que el monto era de casi cien dólares. Comenzamos a charlar y ella puso gran énfasis en su amor por el deporte, era fácil de entender su amor ya que le daba excelentes resultados. “Vos tendrías que prestar más atención a esto”, me dijo, señalando mi barriga. “Sí, es verdad, pero con mi barriga puedo hacer esto”, retruqué, moviendo toda la grasa de mi panza hasta su vientre. Giré el cuerpo hacia la barra en búsqueda de una cerveza y cuando quise volver a hablarle, observé que mi lugar lo había ocupado un joven apuesto, muy bien vestido, todos sus pelitos bien parados con gel, un tipo a la moda, y sin barriga. A los pocos segundos empezaron a besarse, entonces decidí irme a fumar. Cuando regresé el joven ya se había ido, así que aproveché para poner la carne con el fuego ya hecho. “Sólo te digo que yo no quiero nada serio”, me dijo. Nos fuimos del lugar y mientras íbamos caminando repitió: “Yo no quiero nada serio, ok?”, le pasé la mano por la cara y, sin decir una palabra, comencé a caminar solo calle adentro. Cuando llegué a mi casa por fin encontré la respuesta: Yo tampoco.
Las cosas en su lugar:
“Uno, dos, tres, cuatro, son los pasos hasta la mesita donde están el teléfono y el router. ¡Esto es extraño!, la antena no está en la misma posición que ayer, ¿cómo es posible? Ah, ¡el viento quizás la movió! ¿el viento? si yo no suelo abrir las ventanas, y las persianas permanecen siempre bajas. ¡Migas de pan! ¡no! ¡no!, las soplaré hasta quedarme sin aire, no vaya a ser cosa que las vea de nuevo. El piso tiene una mancha, voy a buscar el papel higiénico, le doy un escupitajo, y lo soluciono. ¿Por qué pasan meses y no lavo ni las toallas ni las sábanas? ¿Tal vez he perdido el olfato? Creo que unas de las facturas para pagar a fin de mes está en la primer solapa de la carpeta negra, debería ponerla en la segunda, así está más organizado.
Pienso en la suiza de clase media que me dijo que llenaba la heladera todos los días porque tenía miedo de quedarse sin comida. En nuestra segunda cita, habíamos quedado que yo pasaría por su casa, finalmente llegué dos horas tarde diciéndole que me había demorado eligiendo un regalito que le quería hacer. Cuando vio que el regalo eran dos bandejas de lasaña congeladas supe, por la expresión triste en su rostro, que estábamos jodidos.
Acabo de ir a la cocina y la persiana no estaba del todo baja, enfrente hay un tipo que conozco demasiado bien, cierro la ventana completamente, no me gusta que nadie me vea con los labios pintados de rojo, disfrazado de mujer española. Lleno la bañadera tirando un poco de shampoo al agua, me sumerjo alegre. No pasan más de tres minutos y salgo, quizás alguien me espera.
¡Mierda!, era una vez más yo.
¿Cómo estará la antena del router?”