lunes, 22 de julio de 2013

EL FACHA MARTEL SIN GOOGLE

Seguro que no falta tanto para el aniversario de la muerte del facha Martel. Podría corroborarlo en Google pero prefiero quedarme -por lo menos por esta vez-, con la idea que mi intuición tiene más peso que lo concreto o, mejor dicho,  que tiene más peso que Google.
Cuando yo era apenas un niño sabía más sobre la vida del facha o de algún integrante del elenco de no toca botón que de cualquier otra cosa, incluso de cosas que me enseñaban en la escuela primaria. A menudo se escuchaba a mis padres hablar sobre los amoríos de los famosos, sobre el dinero que habían logrado hacer. Hablaban sobre la vida en general de personas que veíamos en televisión. Cuando se hablaba acerca de la muerte, o de un accidente que había sufrido algún personaje televisivo, o de algún famoso, cualquiera hubiera sido el problema, todos se ponían serios, como si realmente les afectara. Yo tenía la sensación que de alguna u otra forma, por el motivo que fuera, todos teníamos que sufrir. Si no era por mí, o por mis padres, o por mis hermanos, tenía aunque sea que sufrir por lo que le había pasado, por ejemplo, a Beatriz Salomón. Siempre se intentaba hacer causa común con las desgracias del mundo. No era casualidad que la televisión estuviera todo el tiempo encendida.
En mi casa no había muchos libros, salvo algunos que mi madre conservaba de forma muy extraña, como objetos que en algún momento de su vida habían sido útiles para algo y, por alguna razón, ya no servían más. Libros que se usaban para nivelar alguna mesa, para hacer de base y poder dibujar sin problemas  la tabla de la generala. Libros que cumplían decenas de funciones menos la que sus autores, seguramente, habían imaginado.
Siempre que iba a la casa de mi amigo Pedro me llamaba la atención la enorme biblioteca que tenía en el comedor. Pedro me contaba que el escritor preferido de su padre era Cortázar, incluso, sabía de memoria pasajes de relatos cortos porque su padre le había leído desde muy chico. Cortázar era un amigo y guía invisible de la familia de Pedro.
Nuestro amigo y guía invisible era el facha Martel.
Mi imaginación era bastante limitada. Yo me daba cuenta porque en la escuela, en las clases de actividades prácticas,  mientras mis compañeros se lucían entregando trabajos realmente elaborados, yo entregaba trabajos que parecían de un pibe, como mínimo, dos grados más chico. Nunca pude dibujar mejor que la casita con el arbolito. Lo hacía todo, por supuesto, en dos dimensiones. Nunca imaginé en tercera dimensión.
Había momentos que sí despertaban mi imaginación. Mientras mirábamos los sketches de no toca botón, antes de que apareciera alguna actriz semi-desnuda, mi madre me ponía las manos en los ojos y me decía que no podía mirar. La mayoría de las veces le hacía caso y yo mismo ayudaba cerrando bien los ojos hasta que ella me sacaba la mano y me decía que ya podía volver a mirar. Lo que seguramente ella no sabía era que lo que pasaba por mi mente con su mano induciendo mi repentina ceguera, era más retorcido que la simple imagen de Silvia Pérez mostrando el culo.
Para mí el facha siempre estaba en Mar del plata. No importaba si lo veía actuando en esos decorados berretas que se destruían con algún manotazo del negro Olmedo, o en alguna escena en exteriores. El facha siempre llevaba Mar del plata, como dice el tango, como un destino del corazón.
Tal vez el facha odiaba Mar del plata, o le resultaba indistinto. No lo sé, no conozco ningún detalle del facha que no vaya más allá de mi recuerdo televisivo. Insisto, no voy a usar Google. No voy a usar Google porque no necesito nada más para querer al facha como a un amigo.

 Amigo facha

Sacame el domingo eterno que quedó fundido en mi alma

Llevátelo con vos que nada mal te queda la carga del mundo

Llevátelo allá donde las cenizas no se desintegran con la sal

No me dejes caer con la mano ancha sobre la pasta amarilla peruana

Dejame por favor un poco de amor, de sol, de seca ansiedad

Mandame eso que nunca se muere así yo lo quemo y reparto el humo por la casa de    Mamá.

Arrancame el miedo a levantar la frente cuando la patada vaya y venga a mil por hora

Amigo facha

Saludame y ahora sí

por favor

llevate para siempre este domingo eterno.


lunes, 15 de julio de 2013

CUANDO SEA VIEJO QUIERO SER

Como ya hacía unos días, lo despertó el llanto de su bebé. Era siempre así: la cama se movía un poco y ese integrante nuevo, ya instalado en la diminuta casa de Villa Ortúzar, callaba como si le hubieran dado anestesia. Era un domingo frío, cargado de neblina. Eduardo giró en la cama, abrió los ojos y observó a Silvia amamantar a su hijo Hernán. Después le hizo un comentario burdo sobre lo bien que se sentiría él haciendo eso. Silvia sonrió, algo agotada, con el gesto asexuado que trae aparejado una mujer diez días posteriores a los de un parto.
—Acordate que hoy nos espera tu Papá a almorzar —le dijo Silvia, como si hubiera sido el primer pensamiento consciente al despertar.
Él también lo tenía presente. Cada vez que Eduardo visitaba a su padre con Silvia, a pesar que Silvia lo conocía hacía más de cuatro años, a él le seguía dando vergüenza su padre.
Viudo hacía ocho años, don Rubén atravesaba una degradación lenta y dolorosa que empezaba a vislumbrarse apenas uno entraba a la casa de la calle Sunchales. La mochila del inodoro no funcionaba, por eso tenía un balde al lado de la bañadera, o mejor dicho al lado del juntadero de hongos, como solía llamar Silvia al baño de su suegro. Los techos del baño, cocina- comedor, estaban todos carcomidos por la humedad. Su fiel compañero Tobi, un perro atorrante y cariñoso que le faltaba un ojo, se permitía cagar y mear en cualquier rincón de la vivienda ya que era muy rara la ocasión en que don Rubén lo sacaba a pasear. Afortunadamente, una vez cada tanto iba una vecina a limpiar, en realidad iba cada vez que Eduardo podía pagarle, es decir, cada dos meses.     
Silvia terminó de amamantar al bebé y le pidió a Eduardo que lo tuviera mientras ella dormía un poco más. Lo levantó con el cuidado y la inexperiencia de un padre primerizo y fue hasta la cocina. Lo dejó en el cochecito. Prendió la hornalla y puso a calentar el café que, para su agrado, ya estaba preparado. Pensó, como casi todos los domingos, que al día siguiente arrancaba la semana. Eso era lo peor: otra vez ir al taller de su tío donde trabajaba como ayudante. Otra vez las órdenes de aquel tipo que sabía hacer absolutamente todo, una especie de reparador del mundo con palabras. Un tipo que nunca se quedaba callado, todo tenía una explicación y, peor aún, todo tenía una solución diseñada por él, siempre una solución que no consideraba bajo ningún aspecto el sentimiento de las personas. Un tipo que creía que la viveza criolla era lo más importante, que las personas que no la tenían eran unos inútiles. El último viernes habían tenido un entredicho cuando su tío hizo un comentario acerca de un cliente al que a Eduardo le caía simpático. Este puto es un vivo bárbaro, había dicho su tío, entonces Eduardo, bastante enojado, le contestó que ningún puto tiene viveza criolla porque los que la tienen, justamente, son casi siempre los que intentan matar a los putos. ¡Ay, la viveza criolla mata a los putos! Andá, gil, intentá descansar el fin de de semana así te venís menos boludo. Así había terminado la semana.
Controló su computadora, tenía dos mensajes, uno de venta de viagra y otro de un amigo que se había radicado en Barcelona hacía unos años. Eliminó el primero y leyó con atención el segundo. Por fin su gran amigo Cesar había encontrado trabajo. Prendió la tele, le bajó todo el volumen como para no perturbar al bebé que amagaba con dormirse de nuevo. Empezó a hacer zapping de un lado para el otro. Se detuvo en un documental de volcanes del mundo y se quedó mirando fijo el televisor, casi sin pensar en lo que estaba mirando.
Silvia se despertó y, acto mecánico, fue hasta la cocina a mirar el cochecito donde estaba durmiendo Hernán. Saludó a Eduardo y no tuvo respuesta. Fue al baño y volvió a la cocina a calentar agua para prepararse un café.
—¿Te pasa algo?
—No, ¿por?
—Nada, qué sé yo. Te saludé y ni siquiera me contestaste. Tal vez está muy interesante el documental y no me escuchaste.
—No estaba prestando atención a la tele.
—Entonces, ¿te pasa algo?
—No.
Silvia no dijo nada. Creyó saber lo que Eduardo sentía, en qué estaba pensando. Llenó una tasa grande de café y fue hasta la habitación. Abrió las ventanas y se sentó en la cama a tomarlo. Después volvió a la cocina.
—¿Es por tu viejo, amor? De verdad, no seas tonto, ni vos ni yo ni nadie va a cambiarlo. A tu viejo no lo va a ayudar nadie porque él no se deja ayudar, es así de simple.
—Tenés razón.
Claro que Silvia tenía razón, pero lejos estaba de saber lo que pasaba por la cabeza de Eduardo. Más allá de toda la vergüenza ajena que le producía don Rubén, ese domingo, que ahora dejaba ver una extraña oscuridad matutina, casi como si fuera de noche, Eduardo había tomado una decisión. Sí, es ahora, es el momento, se dijo, y se fue a duchar con una sonrisa de paso que contagió también la de Silvia.
Encontraron a su padre en la puerta de su casa. Habían llegado al mismo tiempo. Don Rubén tenía una bolsa de plástico transparente donde llevaba un bife con hueso cocinado con algunas verduras y fideos. Eduardo le preguntó de dónde había sacado eso y le respondió que la vecina se lo había dado para el perro, aunque Silvia, con gran instinto, supuso que era para comérselo él.
Comieron un guiso de mondongo que Silvia había dejado congelado antes del parto. Estuvieron unas horas y volvieron a su casa.
Al entrar, Silvia fue directamente a pasar al bebé del cochecito a la cuna. Después se sentó en la cama. Eduardo se sentó al lado y le puso una mano en la rodilla:
—Voy a renunciar al taller, amor. Ya está, no quiero saber más nada.
—No me parece mal, Edu, pero necesitamos la plata. Tenés que encontrar otro empleo antes de renunciar.
Eduardo la miró fijo. Se le acercó y le dio un abrazo. Después la soltó y, con el extraño gesto que adoptaba su cara cada vez que se ponía serio, le dijo:
—Quiero ser jugador de fútbol.
Ella le exigió que, alguna vez en su vida, le hablara en serio.
—Dale, Edu, no me jodas.
—Quiero ser jugador de fútbol —le repitió, esta vez levantando más la voz—. Recibí un mail de Cesar, dice que esta jugando al fútbol y que gana bien. Allá es distinto, te pagan por jugar en cualquier categoría. Quiero ir para Barcelona a ver si puedo ser futbolista.
Silvia, ahora que sabía que Eduardo hablaba en serio, no sabía que decir hasta que explotó:
—¡Pero tenés treinta y cuatro años, pelotudo! Dejá de decir estupideces, te pido por favor. Acabamos de tener un hijo, dale, no seas tan inmaduro.
Eduardo no contestó. Fue hasta la entrada y agarró las llaves. Salió y se puso a caminar por el barrio. Lo angustiaba el paso del tiempo, su existencia y, sobre todo, haber tenido un bebé con Silvia. Se sentó en el banco de una plaza y pensó en su padre, ¿qué le hubiera gustado ser a mi viejo? Seguro que nada de lo que hoy es, concluyó.
Regresó a su casa y Silvia estaba mirando la tele. Estuvieron un rato sin hablar hasta que ella le dijo que había llamado su tío pidiéndole que por la mañana fuera media hora antes a recibir un auto de un cliente importante. Perfecto, ahí estaré como todos los días, le contestó, sintiéndose extrañamente entusiasmado. Por fin se había resignado.