Lo habíamos planeado hace mucho, no sé cuánto, quizás cuatro años, o diez. La idea de viajar, de sacarle chispas a las rutas, fue siempre un deseo que tuvimos con mi amigo el Ruso. Combinamos, después de algunos mails, que iríamos de Córdoba a Cataratas. Llegué a fines de diciembre a Buenos Aires. Pasé una semana con mi familia y fui a la provincia de Córdoba, a la casa del Ruso. Desde la capital cordobesa teníamos que ir a las sierras a buscar el auto, un Renault sandero con apenas doce mil kilómetros que, muy gentilmente, nos prestarían sus viejos. El micro llegó media hora antes de lo previsto. Eran las seis de la mañana y ya me encontraba en Córdoba. No tenía su dirección y como era muy temprano no quise llamarlo. Sólo aguanté unos minutos sin hacerlo hasta que le mandé un mensaje, esperando que me lo respondiera apenas se despertara. La respuesta fue casi instantánea. El Ruso ya estaba despierto, esperándome. Tomé un taxi que me costó unos catorce pesos. Pagué con veinte y le dije que se quedara con el cambio. El tipo me cayó bien de entrada. Cuando bajé del taxi escuché un grito desde un balcón. Levanté la vista y vi al Ruso revolear las manos, lleno de alegría. Acto reflejo comencé a mover los brazos a la par. Luego bajó y nos fundimos en un lindo abrazo. Mi gran amigo, el Ruso. Le dije que el chofer me había contado unos chistes, se los conté. “Ya la conozco esa, tanito. En esta ciudad de mierda todo se tapa con el chiste. El cordobés es flor de turro. ¿Te cuento una? El otro día iba un Bondi lleno, era temprano, todo el mundo iba a laburar. De golpe una pasajera se cayó al piso. Estaba completamente inconciente. El chofer decidió cambiar el recorrido y encaró directo para el hospital. Cuando la gente empezó a darse cuenta que el tipo se estaba yendo por otro camino, empezaron a cagarlo a pedos. Algunos decían que preferían que la tipa muriera antes que llegar tarde al laburo. ¿La podés creer?”. Luego hablamos de nuestro inusual contacto con el deporte. Al Ruso se le había dado por empezar a correr hacía ya algunos meses, yo andaba en la misma, pero lo de él fue un poco más complejo, ya que a los pocos meses de entrenar sintió un dolor muy fuerte en las rodillas. “Acá, ¿ves? Un vecino me aconsejó hacer bicicleta para fortalecer los músculos de las piernas, así que ahora hago unos cinco kilómetros diarios. Me compré una bici de carreras, vení al cuarto que te la muestro.” Era muy linda. Al verla, pensé en el Tour de France, y en que le faltaría al ruso para participar de la competición. Era verdad que había fortalecido los músculos. Incluso hacía un par de días que había vuelto a correr. Para mostrarme los resultados, se bajó los pantalones de jogging y se señaló las piernas. Me quedé sorprendido. Parecían dos garrafas. Eran tan anchas y duras que estaban al límite de la deformidad corporal de un culturista. Se pegó varias veces en las piernas, nos reímos y salimos para la sierra en búsqueda del auto. Nos tomamos una de las combis que salen de la estación. Durante el trayecto, me dijo que él hacía el mismo con su bici. Al mirar por la ventana me di cuenta que se trataba de una locura: los autos pasaban a velocidades muy altas, no se veía ninguna bicisenda . Le pregunté si no le parecía peligroso ir por ahí. Me respondió que sí, pero que no le quedaba otra porque las calles de la ciudad estaban destruidas. A veces pienso que el Ruso no le teme a nada. También sé que mi pensamiento es erróneo. Mejor diría que el Ruso es la persona que menos teme en el mundo, eso está bien. Pasando por salsipuedes, recordé algunos pasajes de los capítulos de “Carlo” y me invadió una extraña melancolía. Le comenté esto al Ruso y me dijo: “El arte es como el amor, tanito. Cuando se va, pensás que no lo vas a recuperar más.” Caminamos por la granja rumbo a la casa de sus viejos. Pasamos todo el día con su familia. Decidimos encarar el viaje antes de la media noche para, por lo menos, hacer la mitad del recorrido sin sufrir calor. Por la tarde dormimos una siesta. Cerca de las once de la noche cargamos el auto y salimos. El Ruso prefirió ser el primero en agarrar el volante.
Tomamos algunas rutas provinciales que estaban en perfectas condiciones, no había casi nada de tráfico. Hacíamos largos trayectos sin ver absolutamente nada. Campo, campo, campo y más campo. Soja, soja, soja y más soja. “¿A quién mierda le venden tanta soja estos hijos de puta?” “A los chinos y a los franchutes. Los franceses la usan para darle de comer a los chanchos y acá se la morfan los boludos que quieren cuidar la silueta. Acá morfamos la comida que los franceses le dan a los chanchos.” Algunos cabarulos al costado de la ruta nos hicieron pensar en la posibilidad de parar, echarnos un polvito, dormir un rato y seguir el recorrido. No lo hicimos. Sólo bastó con imaginarnos la situación. El Ruso recordó cuando se había enamorado de una prostituta misionera. Casi siempre que nos vemos, de alguna u otra forma, la recuerda. “Quería formar una familia, tanín.” Cuando empezó a cansarse, paramos en una estación de servicio y cambiamos. Con el amanecer a cuestas, fuimos detenidos en uno de los controles que estaba haciendo la policía caminera de Corrientes. Bajé la ventanilla, saludé al policía, me preguntó a dónde íbamos. Le dije que a Corrientes, entonces me preguntó si podíamos llevar a un colega suyo a un pueblo que quedaba a unos 30 km. Aceptamos. El tipo era un correntino alto, con gran cantidad de cabello. Habló poco. Nos advirtió sobre los radares que encontraríamos más adelante. “Antes del semáforo, les recomiendo ir despacio. Cuando lo pasan, vayan a la velocidad que quieran.” Lo dejamos al borde de la ruta, justo al lado de un caballo muy flaco, parecía que moriría en cualquier momento. Lo saludamos con la mano en alto, sin estar muy convencidos de agradecerle por el dato del radar. “Allá en Suiza se da mucho eso de que los policías te recomienden en que parte de la ruta cometer infracciones de transito, ¿no tanito?” Resistencia era una caldera. Paramos para cargar nafta y fuimos directo a comprar una botella de agua, hacía unas nueve horas que no tomábamos nada. Pasando el hermoso puente que une el chaco con Corrientes, nos quedamos impresionados con el gran río Paraná. La costa correntina se veía ordenada, con poca gente, muy linda. “Si algún día vivo acá, voy a andar en bicicleta allá, ¿ves? Voy a levantarme temprano y voy a entrenar a la par de todas las correntinitas que corren con la calza enterrada en el ojete. Las voy a perseguir en bici, les voy a decir cositas lindas al oído.” Le sugerí que tenga cuidado, que primero se asegure que ninguna de las chicas tenga a su novio o a su padre cerca. Los correntinos te sacan el cuchillo al toque. “Es verdad. A mi ya me la dijeron esa. El correntino es cuchillero.” Entrando a Corrientes, bajé la ventanilla diciéndole a una chica que me parecía muy linda. Apenas terminé, el Ruso me gritó ¡guarda con el cuchillo! y estallamos de una carcajada. El primer lugar de parada iba a ser paso de la patria, así que nos quedaban unos 40 km. Volvimos a parar en una YPF para comprar más agua. Al volver al auto, el Ruso me dijo que el cajero de la estación de servicio tenía dos cuchillos colgados en la pared, detrás del mostrador. Hicimos el resto del recorrido en silencio, escuchando sólo el ruido del motor. Afuera daba la impresión que los pastizales levantarían llamas de un momento a otro. En paso de la patria no logramos sentirnos cómodos. Después de dar muchas vueltas, muy cansados por el viaje, fuimos a parar a un hotel bastante berreta que nos costó caro. Cerca de las ocho de la noche dimos unas vueltas por el centro, paramos en un locutorio a chequear mails. El Ruso me dijo que se había contactado con un amigo que estaba en Resistencia. El pibe le dijo que esa misma noche había una fiesta de modelos chaqueñas en un boliche cerca de su casa. Algo disgustados con el lugar, agarramos el auto y nos fuimos a Resistencia, a la casa del amigo del Ruso. La entrada de la casa parecía un pequeño garage destruido, como si hubiera sufrido un incendio. Luisito, el amigo del Ruso, salió a recibirnos, me saludó casi al mismo tiempo de darme una copa con cerveza. Estaba muy fría, y él estaba muy duro. Pasamos por un comedor ancho y luego por una cocina hasta desembocar en un patio largísimo, lleno de plantas, muy iluminado, con las mismas lámparas que usan para iluminar parques y plazas públicas. Había una mesa con algunas personas. Apenas nos vieron nos miraron. Un tipo de unos cuarenta años se levantó para darnos la bienvenida. Me abrazó fuerte, pegándose un ratito a mi cuerpo. Parecía que me había extrañado mucho, a pesar de ser la primera vez que lo veía. Sentía como el latido de su corazón rebotaba contra mi pecho. Me dijo que era un orgullo recibirnos en su casa. El tío de Luisito, un duro sentimental. A su lado, el padre, un cantante de Tango también adicto a la cocaína. A su lado estaba la esposa, como no podía ser de otra manera, dura. Después de que el padre del tío de Luisito contara unas historias, el tío de Luisito pidió literalmente la palabra. “Quiero decir algunas cosas. En algún momento de la noche, es muy probable que llore. También quiero agradecerle a la esposa de mi padre, que para mí ya es una madre, por cuidarme y consolarme cuando llego borracho a la madrugada. Sé que tengo algunos vicios, mi padre también lo sabe, y también me entiende.” Observé al padre aceptar aquello con un gesto. A los pocos minutos nos despedimos. El tío de Luisito se puso a llorar mientras se despedía del padre, tal cual lo había anunciado. La fiesta de las modelos chaqueñas se trató de un gran fiasco. Era el cumple años de una amiga de Luisito, en un bar bastante mal ubicado, al costado de una calle de alto tránsito. Es cierto que las mujeres eran hermosas, pero las pocas que había estaban acompañadas o muy compenetradas en sus diálogos. Para colmo el cansancio empezaba a apretar, así que nos volvimos a paso de la patria. A la mañana siguiente volvimos a tomar la ruta, esta vez en dirección de Ituzaingó, Corrientes. Llegamos alrededor de las once de la mañana. El pueblo costeaba el río Paraná, era hermoso. Coincidimos rápidamente en quedarnos por lo menos una noche. Paramos en un buen hotel a un precio razonable. La costa contaba con muy poca gente. Nos tiramos en la arena, luego nos metimos al río, fantaseamos con la posibilidad de vivir en el pueblo. Estábamos contentos, habíamos llegado a un buen lugar. Antes de abandonar el sol calcinante del mediodía e ir a comer al balneario, bromeamos con la posibilidad de hacer un book del Ruso y repartirlo en el pueblo.
Fuimos cautos a la hora de ordenar nuestro almuerzo. El Ruso se inclinó por una ensalada. Yo fui un poco más atrevido y me lancé con dos empanadas, con otra ensalada. Después de los treinta la zapán llega desafiante, proponiendo un combate a sangre fría. La camarera nos advirtió que en caso de encontrarse un poco distraída, supiéramos entenderla. “Hoy es un gran día para mí. Estoy muy feliz por algo que me pasó. Y es normal en mí, distraerme cuando me siento tan contenta.” Se le notaba tanto la felicidad que nos contagió enseguida. Pocas veces recuerdo haberme puesto contento por la felicidad de un desconocido. Las empanadas eran fritas. Días después descubriría que servir las empanadas directamente fritas se trataba de una costumbre de la región. Una vez finalizado el almuerzo, decidimos ir a dormir una siesta y regresar a la playa cuando el sol nos lo permitiera, es decir, después de las cuatro. La recepcionista del hotel era un ejemplar más de las fabulosas mujeres del lugar. Antes de dormirnos, conversamos sobre la gran cantidad de tipos con cicatrices que deambulaban por la calle. Pensé en todas las hermosas mujeres del pueblo, le comenté al Ruso que, seguramente, sería normal defender con un cuchillo a alguna de estas minas. “Sí. Yo si me tengo que acuchillar por alguna de esas nenas, lo hago sin problema.” Llegamos a la playa a eso de las cinco.
El Ruso no controló su impulso y se puso a trotar, persiguiendo a dos criaturitas que paseaban por la playa. Yo tenía tantos nervios que ni siquiera me atreví a mirar. Quería cerrar los ojos y abrirlos con el Ruso a mi lado, pasándole crema por la espalda a las nenas. Que me dijera, “Dale tanín, vos pasale cremita por acá, y yo le paso por allá.” Y que a las nenas, acostaditas boca abajo, se les erizara la piel producto del roce frío de la crema contra las nalgas. El Ruso volvió sin las chicas. Nos metimos al río. Dentro del agua pensé en la película “adiós a las vegas”, se lo conté. “¿Por qué tenés que pensar en esa película tan deprimente en este hermoso lugar? Te regocijás en lo miserable pensando que es lo único que te queda, ¿no?, pura mierda. A nosotros los desarraigados alguien nos debería haber avisado como venía la mano. ¿Qué te parece si vamos a la otra playa?, las chicas me dijeron que estaba buena…” Y lo estaba. Era una playa aún más repleta de mujeres. En el balneario había un puesto de tragos. Nos acercamos a ver de qué se trataba: vasos de un litro de trago a cuarenta pesos. El bar-man contaba con un ayudante, una especie de pasante que lo único que hacía era limpiar y recibir órdenes. El bar-man se limitaba a mezclar unas frutas enlatadas y a meter a ojo un poco de alcohol. Se notaba que no conocía casi nada de la profesión, pero no le importaba. Podía decorar los vasos con una mandarina entera clavada en el sorbete, o con un pedazo de melón dentro del vaso. Le pedí que me armara algo lo menos dulce posible y con la mayor cantidad de alcohol. Cuando lo terminó, me obligó a probarlo delante de él. El Ruso también lo hizo. No estaba mal. Volvimos al puesto una vez más, lo que significó chuparnos unos dos litros. Dentro del río, ya borrachos, nos agitábamos a la par de unas chicas que jugueteaban al lado nuestro. El Ruso no paraba de moverse, de contarme cosas imaginarias con mucho humor, me hacía cagar de risa. Nadaba dejando círculos que rodeaban a las chicas, como marcando los límites del espacio de cacería. Tuve ganas de ayudarlo a hablar con esas hermosuras y no pude. Me miró sorprendido, diciéndome que no podía creer la cara de limado que tenía. Cuando me lo dijo, me di cuenta que había estado un buen rato con la cara doblada. Aquellas nenas me estaban volviendo loco. Le comenté al Ruso que a la soledad no podía elegirla más, que se había instalado en mi vida como única opción. “¡Vamos Tano! Antes eras tan chévere!, ¡jajajaja!” Tiene razón, antes era más chévere. Nos dimos un abrazo antes de que el Ruso le dijera a una chica que era muy linda. Ella se lo agradeció con simpatía.
Dejamos la playa y caminamos bastante hasta encontrar el auto. En un momento pasamos por la discoteca del pueblo y nos quemamos la cabeza pensando cómo se pondrían las chicas en el lugar. Me sentí tan aturdido por la necesidad sexual que tuve que pedirle al Ruso que aflojáramos con el tema. Ya en el hotel, me pegué una ducha y fui al bar del hotel que tenía algunas mesitas afuera. La temperatura era muy agradable. Mientras esperaba al Ruso me tomé un litro de cerveza. Estaba muy cansado. Terminamos de comer y nos fuimos a dar unas vueltas por el pueblo. Volvimos temprano, teníamos que descansar. Al día siguiente partiríamos para los esteros del ibera. El lugar más cercano se llamaba Lagarza. Según un mapa que la recepcionista del hotel no quiso regalarnos, era un pueblo con algunas hosterías y un camping. Parte de la ruta la hicimos asfaltada, pero, faltando 60 km para llegar, era todo arena. El auto coleteaba quedando en el aire todo el tiempo. Mientras entrábamos al pueblo, dándole unas secas a un porro, detuvimos la mirada en los enormes testículos de un toro que mordía el pasto de la vereda. “¿Quién habrá sido el primer enfermo en comerle los huevos al toro? ¿Se los habrá cortado o directamente se los chupó desde atrás y le gustó?” El pueblo estaba casi desierto. Un hombre nos sugirió ir a la casa del guardaparques, tal vez nos podría orientar sobre dónde conseguir alojamiento y hacer un par de excursiones. Era cerca de la una del mediodía. El ruso bajó del auto y empezó a aplaudir para que saliera alguien. Yo me quedé en el auto. Vi como hacía un gesto pasándose la mano por la cabeza, se estaba derritiendo. El guardaparques tardó lo que puede tardar un correntino al que se le interrumpe la siesta. No sabía nada. Nos dijo que mejor siguiéramos por la ruta de arena hasta Pellegrini. La ruta cada vez era más difícil de transitar. Esperábamos que no lloviera, si no, difícilmente podríamos salir. Finalmente llegamos a Pellegrini. Nos metimos en un camping que bordeaba la laguna, era bastante grande. Tenía un sector con algunas lanchas estacionadas con las que hacían excursiones. A pesar de haber bastantes carpas, solo una captó mi atención. Una de las más antiguas, color verde militar con sobretecho naranja. Me pregunté quién podía a esta altura usar algo tan pesado, tan poco práctico. El Ruso bajó del auto y fue directo al borde del agua. Yo me quedé estirando los músculos al costado del auto. Cuando llegó al muelle me llamó. “Te presento a un amigo”. Era la primera vez que veía a un caimán tan cerca. Buscamos información sobre las excursiones. El tipo nos dijo que una lancha salía en cinco minutos, así que nos mandamos.
Éramos cerca de nueve personas. Entre el Ruso y yo estaba sentado un tipo de unos sesenta años. Le faltaba un brazo. Durante todo el recorrido nos habló sin parar. Había sido cazador. Cada vez que veíamos un animal nos contaba si era sabroso o no, si la piel se cotizaba bien, si era fácil de atrapar, y cosas por el estilo. A pesar de hacer un gran esfuerzo para ignorarlo, no pude. Tenía ganas de escuchar el sonido del lugar, tampoco pude hacerlo. La sobrina de nuestro amigo cazador también era habladora como su tío. Era una pendeja que emanaba sexo por todos los poros de su cuerpo. Se notaba que había pegado un estirón. Tenía un shorcito muy corto y una musculosa. Algunos pelitos negros en la cintura le marcaban el camino a la cola húmeda. En algunos tramos, el tío manco metía el muñón en la laguna y salpicaba a su sobrina, dejándole aún más en evidencia los enormes pezones negros. Una pareja de mendocinos hablaban todo el tiempo de lo mucho que habían conducido para llegar al lugar. El tipo se recostaba en el bote con anteojos negros puestos. Su mujer lo tocaba todo el tiempo. Se me ocurrió pensar que tal vez era una adicta a la pija, o que sólo era su luna de miel. El pibe que manejaba la lancha, al escuchar la cantidad de estupideces que hablaban, decidió mantenerse en silencio. Una lástima, era el que más sabía. En un momento, la pendeja, hasta llegó a proponerle colocar una radio dentro de la lancha. A su entender era demasiado aburrido el sonido de la fauna. Pasada una media hora de excursión, el lanchero se acercó muchísimo a un caimán que mantenía la boca abierta al rayo del sol. El reptil pareció enojarse y respiró fuerte. Al verlo, la esposa del manco le preguntó al lanchero si era posible acariciarlo. Un tipo, justo detrás de mí, le advirtió que no se le ocurriera hacerlo. El Ruso me miraba serio, algo irritado por tal banda de pelotudos. Encima la nena se había acostado a su lado, justo donde se había formado un mini charquito. En un momento la escuché decirle “esta mojado acá, ¿viste?” Regresando al muelle del camping, observé la barba pelirroja del Ruso, me hizo acordar a su viejo. De regreso, en las oficinas del camping, nos inscribimos para hacer una caminata nocturna por la selva. Luego fuimos al pueblo y alquilamos una habitación en la casa de una oriunda del lugar.
A la caminata nocturna llegamos unos veinte minutos antes. Fuimos al muelle. El camping estaba desierto hasta que llegaron dos tipos. Uno de ellos se presentó como nuestro guía, Matías. El otro no dijo nada. Nos colocamos los salvavidas, nos subimos a la lancha y salimos hasta otro muelle. Había cielo por todos lados, por cualquier dirección que tomara mi mirada. Mucho cielo, muchas estrellas. El ruso le comentó a Matías que por la tarde nos había tocado una lancha con boludos que no paraban de hablar, el pibe se lamentó. Al llegar, se acercó una mujer y nos dio una linterna a cada uno. Más atrás se veía una casa. Luego nos mostró una gata montés que estaba tirada, boca arriba en el pasto. Nos dijo que estaba en esa posición porque había tenido crías. Desconfié un poco de la caminata pensando que sólo había un par de animalitos domesticados en la casa de la mina. Me equivoqué, porque más adelante nos metimos en la selva. Matías era un apasionado de su tierra, se mostraba dispuesto a explicar cada detalle de la vegetación y la fauna del lugar. Por momentos intentaba introducir alguna palabra que, se notaba, le resultaba incómoda. Me imaginé que alguien le había exigido leer algún texto y reproducirlo exactamente. Por suerte eran pocos lo momentos que se distraía pensando en las palabras. En un momento hicimos silencio, apagamos la linterna y comenzamos a caminar en esa gran bola espacial. Era una sensación maravillosa. De repente fuimos alcanzados por otro grupo. Se trataban de dos familias con hijos. Uno de los pibes le decía a otro en vos alta que no le gustaría ser animal. Los padres conversaban acerca de ventajas y desventajas de distintos tipos de tarjeta de crédito. Nuestro guía Matías se frenó de golpe, dejando lugar a que siguieran ellos solos. De vuelta en el camping le agradecimos el gesto. El guía Matías nos preguntó cómo seguía nuestro viaje y, después de que le respondiera, nos dijo: “Ya que van a Cataratas, pueden llevar a aquel tipo a posadas” Aquel tipo se llamaba Ricardo, era el propietario de la vieja carpa y no tenía auto. Matías lo llamó y vino hacia nosotros. Quedamos en pasar a buscarlo a la mañana siguiente.
A las ocho de la mañana fuimos a buscar a Ricardo. Todavía estaba desarmando la carpa. Durante el viaje cebó unos mates y habló poco. Era un tipo de unos cuarenta y pico de años que vivía desde su temprana edad en Buenos Aires. Casi todos los años agarraba la carpa y se iba para algún lado. En un tramo de la ruta vimos una manada de vacas que se nos venía de frente. Con el Ruso nos preocupamos por la integridad del auto, por el contrario, a Ricardo se lo notaba disfrutando del acontecimiento. “Esta es una experiencia única”.
Dejamos a Ricardo en la estación de micros de posadas. Antes de despedirse nos dijo que podíamos pasar a visitarlo en cuanto quisiéramos. Nos dijo que en la casa tenía un sillón para invitados. “Sillón para invitados, que hijo de puta” dijo el Ruso al irnos. La idea era parar un par de horas en Las Ruinas De San Ignacio y seguir camino hasta Puerto Iguazú. Entrando a las ruinas nos paró un chico de unos diez años que nos dio un folleto de un restaurante justo enfrente. Nos pidió que, si íbamos, dijéramos su nombre. Una vez instalados, no decidimos por un dorado. El mozo tardó casi una hora y media en servirlo. Después vino el chico a preguntarnos si habíamos dicho su nombre. El mozo salió y le dio un fajo de billetes en donde habría unos cien pesos. El pescado estaba bueno. Pagamos para entrar a las ruinas. Vimos las viejas construcciones jesuitas. El ruso hizo una parodia de un jesuita rascándose los huevos en la puerta de su casa. Después, un poco más serio, se autodefinió como un buen imitador. Asentí. Volvimos a agarrar la ruta.
Fuimos directo a la oficina de turismo en cuanto llegamos a Puerto Iguazú. Nos dijeron que la plaza hotelera estaba completa. Unos tipos en la entrada ofrecían alojamiento. Los turros tenían todo arreglado para hacerle pasar a la gente un mal momento y romperle el culo por una habitación berreta. Algunas personas se quejaban porque les habían cobrado por excursiones fantasmas. El lugar más peligroso para el turista resultó ser la oficina de turismo. Estábamos molestos por el cansancio. Fuimos hasta el centro. Estacioné el auto y el Ruso fue hasta un hotel a averiguar si tenían disponibilidad. Mientras lo esperaba, me entretuve mirando a una chica que compraba algunos dulces dentro de una panadería. Estaba con su familia. Como al principio tuve la impresión que me había mirado, me quedé casi todo el tiempo siguiéndola con la mirada. El ruso volvió con malas noticias. Después entramos a una hostería que también estaba completa, pero una amiga de la recepcionista, que estaba tomando mate en el lugar, nos ofreció su casa. Margarita nos contó algunas cosas del lugar mientras íbamos los tres en el auto a ver su casa. Era gentil, joven y viuda. Contaba con mucho tiempo libre y algunas propiedades que le había dejado el finado. La casa era grande y llena de ruidos. Después de comer en el centro, volvimos a la casa de Margarita. Apenas entramos al cuarto encontramos una enorme cucaracha sobre una de las camas individuales. Moví la sábana dejándola caer y la aplasté. Tardamos un poco más de lo habitual en dormirnos. El despertador sonó a las siete de la mañana. Las cataratas estaban desbordadas de gente. Ni siquiera uno podía detenerse a apreciar el paisaje si ser rozado por algún gringo. En reiteradas oportunidades, me crucé en los senderos con la chica que había estado visto en la panadería. En ningún momento me devolvió la mirada, lo que me hizo entender que, en realidad, nunca lo había hecho. Más tarde hicimos una caminata donde nos dijeron que encontraríamos algunos monos. Como no aparecía ninguno, nos dimos cuenta que aún era temprano, hacía demasiado calor, seguramente estarían durmiendo, por lo menos esto es lo que nos había dicho Matías en los esteros. También nos había dicho que cuando los monos envejecen se apartan del resto y se esconden solos en la selva. No supo responder cuando le preguntamos por qué el mono viejo se aleja. Caminamos un buen rato hasta llegar a una ollita con una cascada. Había un montón de gente bañándose. Después de unas horas fuimos a buscar el auto para volver a tomar la ruta. Esta vez, de regreso a posadas, pararíamos en alguno de los pueblos a pasar nuestra última noche.
En gruta del indio encontramos un hotel aceptable. Al otro día nos despertamos temprano y fuimos hasta las grutas. Nos quedamos más de cinco horas descansando en las cascaditas del río.
Cerca de las cuatro de la tarde decidimos partir. Manejamos en intervalos de tres horas cada uno. Uno manejaba y el otro dormía. En un tramo de la ruta, mientras dormía, el Ruso me despertó para decirme que iba a parar porque venía cabeceando. Dormimos en la playa de estacionamiento de una estación de servicio. En Córdoba, mientras conducía, calculé mal la distancia al pasar a un camión y casi chocamos de frente. Le pedí disculpas al Ruso, hubiera sido una cagada morir sin volver a enamorarse. Llegamos a las sierras para devolverle el auto a los padres. Después tomamos una combi de regreso a la casa del ruso. Subí un rato a pegarme una ducha. Nos despedimos como ya tantas otras veces. El micro de regreso no tardaría en salir. Al subir, abrí las cortinas dejando que el sol me diera en la cara. Pensé que tal vez, después de algún tiempo sin escribir, lo haría sobre este viaje.