lunes, 22 de julio de 2013

EL FACHA MARTEL SIN GOOGLE

Seguro que no falta tanto para el aniversario de la muerte del facha Martel. Podría corroborarlo en Google pero prefiero quedarme -por lo menos por esta vez-, con la idea que mi intuición tiene más peso que lo concreto o, mejor dicho,  que tiene más peso que Google.
Cuando yo era apenas un niño sabía más sobre la vida del facha o de algún integrante del elenco de no toca botón que de cualquier otra cosa, incluso de cosas que me enseñaban en la escuela primaria. A menudo se escuchaba a mis padres hablar sobre los amoríos de los famosos, sobre el dinero que habían logrado hacer. Hablaban sobre la vida en general de personas que veíamos en televisión. Cuando se hablaba acerca de la muerte, o de un accidente que había sufrido algún personaje televisivo, o de algún famoso, cualquiera hubiera sido el problema, todos se ponían serios, como si realmente les afectara. Yo tenía la sensación que de alguna u otra forma, por el motivo que fuera, todos teníamos que sufrir. Si no era por mí, o por mis padres, o por mis hermanos, tenía aunque sea que sufrir por lo que le había pasado, por ejemplo, a Beatriz Salomón. Siempre se intentaba hacer causa común con las desgracias del mundo. No era casualidad que la televisión estuviera todo el tiempo encendida.
En mi casa no había muchos libros, salvo algunos que mi madre conservaba de forma muy extraña, como objetos que en algún momento de su vida habían sido útiles para algo y, por alguna razón, ya no servían más. Libros que se usaban para nivelar alguna mesa, para hacer de base y poder dibujar sin problemas  la tabla de la generala. Libros que cumplían decenas de funciones menos la que sus autores, seguramente, habían imaginado.
Siempre que iba a la casa de mi amigo Pedro me llamaba la atención la enorme biblioteca que tenía en el comedor. Pedro me contaba que el escritor preferido de su padre era Cortázar, incluso, sabía de memoria pasajes de relatos cortos porque su padre le había leído desde muy chico. Cortázar era un amigo y guía invisible de la familia de Pedro.
Nuestro amigo y guía invisible era el facha Martel.
Mi imaginación era bastante limitada. Yo me daba cuenta porque en la escuela, en las clases de actividades prácticas,  mientras mis compañeros se lucían entregando trabajos realmente elaborados, yo entregaba trabajos que parecían de un pibe, como mínimo, dos grados más chico. Nunca pude dibujar mejor que la casita con el arbolito. Lo hacía todo, por supuesto, en dos dimensiones. Nunca imaginé en tercera dimensión.
Había momentos que sí despertaban mi imaginación. Mientras mirábamos los sketches de no toca botón, antes de que apareciera alguna actriz semi-desnuda, mi madre me ponía las manos en los ojos y me decía que no podía mirar. La mayoría de las veces le hacía caso y yo mismo ayudaba cerrando bien los ojos hasta que ella me sacaba la mano y me decía que ya podía volver a mirar. Lo que seguramente ella no sabía era que lo que pasaba por mi mente con su mano induciendo mi repentina ceguera, era más retorcido que la simple imagen de Silvia Pérez mostrando el culo.
Para mí el facha siempre estaba en Mar del plata. No importaba si lo veía actuando en esos decorados berretas que se destruían con algún manotazo del negro Olmedo, o en alguna escena en exteriores. El facha siempre llevaba Mar del plata, como dice el tango, como un destino del corazón.
Tal vez el facha odiaba Mar del plata, o le resultaba indistinto. No lo sé, no conozco ningún detalle del facha que no vaya más allá de mi recuerdo televisivo. Insisto, no voy a usar Google. No voy a usar Google porque no necesito nada más para querer al facha como a un amigo.

 Amigo facha

Sacame el domingo eterno que quedó fundido en mi alma

Llevátelo con vos que nada mal te queda la carga del mundo

Llevátelo allá donde las cenizas no se desintegran con la sal

No me dejes caer con la mano ancha sobre la pasta amarilla peruana

Dejame por favor un poco de amor, de sol, de seca ansiedad

Mandame eso que nunca se muere así yo lo quemo y reparto el humo por la casa de    Mamá.

Arrancame el miedo a levantar la frente cuando la patada vaya y venga a mil por hora

Amigo facha

Saludame y ahora sí

por favor

llevate para siempre este domingo eterno.


lunes, 15 de julio de 2013

CUANDO SEA VIEJO QUIERO SER

Como ya hacía unos días, lo despertó el llanto de su bebé. Era siempre así: la cama se movía un poco y ese integrante nuevo, ya instalado en la diminuta casa de Villa Ortúzar, callaba como si le hubieran dado anestesia. Era un domingo frío, cargado de neblina. Eduardo giró en la cama, abrió los ojos y observó a Silvia amamantar a su hijo Hernán. Después le hizo un comentario burdo sobre lo bien que se sentiría él haciendo eso. Silvia sonrió, algo agotada, con el gesto asexuado que trae aparejado una mujer diez días posteriores a los de un parto.
—Acordate que hoy nos espera tu Papá a almorzar —le dijo Silvia, como si hubiera sido el primer pensamiento consciente al despertar.
Él también lo tenía presente. Cada vez que Eduardo visitaba a su padre con Silvia, a pesar que Silvia lo conocía hacía más de cuatro años, a él le seguía dando vergüenza su padre.
Viudo hacía ocho años, don Rubén atravesaba una degradación lenta y dolorosa que empezaba a vislumbrarse apenas uno entraba a la casa de la calle Sunchales. La mochila del inodoro no funcionaba, por eso tenía un balde al lado de la bañadera, o mejor dicho al lado del juntadero de hongos, como solía llamar Silvia al baño de su suegro. Los techos del baño, cocina- comedor, estaban todos carcomidos por la humedad. Su fiel compañero Tobi, un perro atorrante y cariñoso que le faltaba un ojo, se permitía cagar y mear en cualquier rincón de la vivienda ya que era muy rara la ocasión en que don Rubén lo sacaba a pasear. Afortunadamente, una vez cada tanto iba una vecina a limpiar, en realidad iba cada vez que Eduardo podía pagarle, es decir, cada dos meses.     
Silvia terminó de amamantar al bebé y le pidió a Eduardo que lo tuviera mientras ella dormía un poco más. Lo levantó con el cuidado y la inexperiencia de un padre primerizo y fue hasta la cocina. Lo dejó en el cochecito. Prendió la hornalla y puso a calentar el café que, para su agrado, ya estaba preparado. Pensó, como casi todos los domingos, que al día siguiente arrancaba la semana. Eso era lo peor: otra vez ir al taller de su tío donde trabajaba como ayudante. Otra vez las órdenes de aquel tipo que sabía hacer absolutamente todo, una especie de reparador del mundo con palabras. Un tipo que nunca se quedaba callado, todo tenía una explicación y, peor aún, todo tenía una solución diseñada por él, siempre una solución que no consideraba bajo ningún aspecto el sentimiento de las personas. Un tipo que creía que la viveza criolla era lo más importante, que las personas que no la tenían eran unos inútiles. El último viernes habían tenido un entredicho cuando su tío hizo un comentario acerca de un cliente al que a Eduardo le caía simpático. Este puto es un vivo bárbaro, había dicho su tío, entonces Eduardo, bastante enojado, le contestó que ningún puto tiene viveza criolla porque los que la tienen, justamente, son casi siempre los que intentan matar a los putos. ¡Ay, la viveza criolla mata a los putos! Andá, gil, intentá descansar el fin de de semana así te venís menos boludo. Así había terminado la semana.
Controló su computadora, tenía dos mensajes, uno de venta de viagra y otro de un amigo que se había radicado en Barcelona hacía unos años. Eliminó el primero y leyó con atención el segundo. Por fin su gran amigo Cesar había encontrado trabajo. Prendió la tele, le bajó todo el volumen como para no perturbar al bebé que amagaba con dormirse de nuevo. Empezó a hacer zapping de un lado para el otro. Se detuvo en un documental de volcanes del mundo y se quedó mirando fijo el televisor, casi sin pensar en lo que estaba mirando.
Silvia se despertó y, acto mecánico, fue hasta la cocina a mirar el cochecito donde estaba durmiendo Hernán. Saludó a Eduardo y no tuvo respuesta. Fue al baño y volvió a la cocina a calentar agua para prepararse un café.
—¿Te pasa algo?
—No, ¿por?
—Nada, qué sé yo. Te saludé y ni siquiera me contestaste. Tal vez está muy interesante el documental y no me escuchaste.
—No estaba prestando atención a la tele.
—Entonces, ¿te pasa algo?
—No.
Silvia no dijo nada. Creyó saber lo que Eduardo sentía, en qué estaba pensando. Llenó una tasa grande de café y fue hasta la habitación. Abrió las ventanas y se sentó en la cama a tomarlo. Después volvió a la cocina.
—¿Es por tu viejo, amor? De verdad, no seas tonto, ni vos ni yo ni nadie va a cambiarlo. A tu viejo no lo va a ayudar nadie porque él no se deja ayudar, es así de simple.
—Tenés razón.
Claro que Silvia tenía razón, pero lejos estaba de saber lo que pasaba por la cabeza de Eduardo. Más allá de toda la vergüenza ajena que le producía don Rubén, ese domingo, que ahora dejaba ver una extraña oscuridad matutina, casi como si fuera de noche, Eduardo había tomado una decisión. Sí, es ahora, es el momento, se dijo, y se fue a duchar con una sonrisa de paso que contagió también la de Silvia.
Encontraron a su padre en la puerta de su casa. Habían llegado al mismo tiempo. Don Rubén tenía una bolsa de plástico transparente donde llevaba un bife con hueso cocinado con algunas verduras y fideos. Eduardo le preguntó de dónde había sacado eso y le respondió que la vecina se lo había dado para el perro, aunque Silvia, con gran instinto, supuso que era para comérselo él.
Comieron un guiso de mondongo que Silvia había dejado congelado antes del parto. Estuvieron unas horas y volvieron a su casa.
Al entrar, Silvia fue directamente a pasar al bebé del cochecito a la cuna. Después se sentó en la cama. Eduardo se sentó al lado y le puso una mano en la rodilla:
—Voy a renunciar al taller, amor. Ya está, no quiero saber más nada.
—No me parece mal, Edu, pero necesitamos la plata. Tenés que encontrar otro empleo antes de renunciar.
Eduardo la miró fijo. Se le acercó y le dio un abrazo. Después la soltó y, con el extraño gesto que adoptaba su cara cada vez que se ponía serio, le dijo:
—Quiero ser jugador de fútbol.
Ella le exigió que, alguna vez en su vida, le hablara en serio.
—Dale, Edu, no me jodas.
—Quiero ser jugador de fútbol —le repitió, esta vez levantando más la voz—. Recibí un mail de Cesar, dice que esta jugando al fútbol y que gana bien. Allá es distinto, te pagan por jugar en cualquier categoría. Quiero ir para Barcelona a ver si puedo ser futbolista.
Silvia, ahora que sabía que Eduardo hablaba en serio, no sabía que decir hasta que explotó:
—¡Pero tenés treinta y cuatro años, pelotudo! Dejá de decir estupideces, te pido por favor. Acabamos de tener un hijo, dale, no seas tan inmaduro.
Eduardo no contestó. Fue hasta la entrada y agarró las llaves. Salió y se puso a caminar por el barrio. Lo angustiaba el paso del tiempo, su existencia y, sobre todo, haber tenido un bebé con Silvia. Se sentó en el banco de una plaza y pensó en su padre, ¿qué le hubiera gustado ser a mi viejo? Seguro que nada de lo que hoy es, concluyó.
Regresó a su casa y Silvia estaba mirando la tele. Estuvieron un rato sin hablar hasta que ella le dijo que había llamado su tío pidiéndole que por la mañana fuera media hora antes a recibir un auto de un cliente importante. Perfecto, ahí estaré como todos los días, le contestó, sintiéndose extrañamente entusiasmado. Por fin se había resignado.
  


lunes, 24 de junio de 2013

YA NUNCA MÁS SONARÁS A BANDONEÓN

Está seco el frío y la avenida huele a maní tostado.
Bajo:
En el subte mi tía pide ayuda con mi primo discapacitado en silla de ruedas.
—Tía, tía, soy yo, Miguel. Me abraza.
—Dale un beso a tu primo, Miguel. Estoy segura que te reconoce.
Mi primo me deja en la cara un hilo de saliva con olor agrio.
—Tía, creo que es mejor si vas a un centro de asistencia social, ahí te pueden ayudar.
—Ayudar, já. ¿Hace mucho que volviste?
—Maso, menos de un año.
—Miguel, haceme un favor, cuando veas a tu Papá decile que me llame, me gustaría hablar con mi hermano.
—Mi viejo murió hace dos años, tía.
Me pregunta de qué y se queda callada. Gira la cabeza mirando por la puerta hacia las vías.
Subo:
Tengo tiempo. Tengo ansiedad. Tengo hambre.
Dos porciones de muzzarela.
—Paso al baño, jefe.
Entro. Trabo la puerta y me siento. Está toda escrita:
Enrique masajea tu escroto 15-5…, Aguante el rojo. Aquí yacen los restos de este gran sorete que luchó valientemente para salir del ojete. Capacidad máxima de este inodoro: 3 teresos medianos. A Julito lo mató la policía. Vencedores vencidos.
Me incomoda que “máxima” esté escrito con acento, y que haya dos puntos. Los que escriben con acentos y sin faltas de ortografía en un baño público no tienen alma. Pura estética, una basura.
Sigo:
Esta vez camino por la calle para evitar la vereda, en dirección contraria al tránsito. Buenos Aires está superpoblada, por donde uno mire hay gente, mucha gente.
Como tantas otras veces, me acuerdo de aquella charla con mi compañero de trabajo marroquí, cuando vivía en el extranjero:
—¿Por qué volvés a Buenos Aires?
—Tengo ganas de tener cerca a mi familia y a mis amigos.
—Los amigos no te dan de comer, mon ami. Me parece que no entendiste nada.
 Jujuy y Alsina:
—Quiero aunque sea llorar para ver si puedo mover un pedazo de mi corazón paralizado. Quiero una chica que haya llevado su hippismo hasta el punto más boludo y se haya avergonzado. Una piba que me cuente la historia desde adentro. Que se ría de su tatuaje de los Guns and Roses mal hecho en la espalda. Que haya pateado los eneros de parque patricios. Que se burle de mí con cariño y me abrace.
—Yo tengo todo eso, pero también tengo manija.
Pitulín, pitulín, pitulín, que lindo que tú eres travestín.
Chacarita:
A media cuadra de la entrada del edificio la veo a mi Mamá salir. Camina en mi misma dirección. No me ve. Se está poniendo viejita. Me dan ganas de hacer un pique corto e ir a abrazarla. No lo hago. Ahora puedo abrazar a mi madre cuando quiero, vieja querida.
Puerta del edificio:
El vecino Ricardo me reconoce. Asegura verme siempre igual.
—Por fuera, claro. Uno nunca sabe qué pasa por dentro. ¿Cuánto tiempo estuviste allá, cerca de diez años si no me falla la memoria, no?
—Por ahí. ¿Vos, en qué andás?
—Estoy viviendo con mi novia en San Justo. Vengo a ver a mi Mamá una vez por semana. Qué va a hacer, no se muere más la vieja. Vos sabés muy bien que a mí esta tipa me cagó la vida.
Pero yo no sé nada. Ricardo se confunde, cree haberme contado algo acerca de su madre. Nos despedimos sin contacto físico.
Departamento:
Se escucha desde otro departamento un bandoneón. Me acerco a la ventana. Es el tango desencuentro de Troilo, cantado por el polaco Goyeneche. Reconozco el disco porque lo escuché miles de veces: colección de oro del polaco, con Juanjo Domínguez. No me produce nada. Con el bandoneón no manifiesto ni siquiera un mínimo goce, tampoco con la voz del polaco. Me siento en la cama que me improvisó mi madre en su minúsculo departamento. No escuches a tu corazón si querés ser feliz, anoto en la computadora y, después de un punto y aparte, arranco una historia que empieza con un tipo soportando los delirios de una treintañera que le dice que sólo basta saltar y bailar para ser feliz. El personaje intenta saber algo más, la pincha un poco para saber qué piensa de los prejuicios sociales que hay sobre las treintañeras que todavía no se casaron y no tuvieron hijos, pero la mina patea la pelota para el lado del sol, de la luna,  de la belleza del universo. En un momento, el tipo se dice: “Tolerar, tolerar mucho para garchar más”, y ahí nomás se da cuenta que tolerar mucho para garchar más representa en su esencia lo mismo que sólo basta cantar y bailar para ser feliz. A medida que voy escribiendo me aburro de los personajes, entonces abandono, borro todo. Todo no, acá hay algo escrito.



martes, 8 de mayo de 2012

ZURDO


Ponele que se llama Laura, o Julia, no sé, el nombre que quieras. Indudablemente atraviesa esa particular edad en donde tiene la conchita húmeda todo el tiempo. Dale, vamos con Laura, ¿la ves?, es esa que ahora está cruzando Pasteur. Qué linda que es, qué lo parió. Camina por la avenida Corrientes a un ritmo moderado. Vos te la bancás, claro que te la bancás, y encarás, porque entendés que la aureola de transpiración dibujada en el pantalón, ahí, donde está la conchita, o la conchota, se formó para que vos tengas una misión en la vida. La aureola está ahí para que vos te hagas cargo.
Dejás el sanwich de vacío al que apenas le diste dos mordiscos, le comprás una rosa y cruzás la calle. Laura te da cabida porque sos bueno en esto, porque no andás diciendo esas giladas que a las minas hay que mentirles y boluces así. Te da cabida porque sabés tratar a las chicas. Porque la hacés reír con algún defecto propio, y sabés muy bien que marcarle un defecto con simpatía la pone contenta, zurdito picarón. También sabés que esa la podés hacer pocas veces, que marcarle un defecto dos veces puede secar al instante la aureola.
Sale bien. Muchas veces sale bien. Te estás acostumbrando a ganar. A Laura le gustás. Anotás su teléfono sintiéndote cómodo, como si ya hubieran garchado lindo un par de veces. El partido es esa misma noche. Cancha neutral para asalariados: telo con olor a desodorante de ambiente. La aureola siempre está ahí. Te confunde, llegando a pensar que quizás sea un dibujo. Nada de eso. Es espesa y está mucho más caliente de lo que pensabas. No resulta más sabrosa que nada. Es única y ahora descansa. Te sentís bien porque cumpliste con un polvo extenso sin altibajos en la dureza del pene. Laura te dice que tu pija es grande, ella también sabe jugar. Manoteás el control remoto y Laura irrumpe con una acotación: “Mirá vos, sos zurdo, dicen que son más inteligentes, ¿no?”
Conocés esa frase, la usaba tu vieja para levantarte el ánimo cuando tenías veinte años y todavía no sabías agarrar bien los cubiertos. Tal vez algún padre futbolero te ilusionó con que tu zurda iba a ser tapa de diarios, llevando a la selección a lo más alto del podio.  O aquella maestra que te hizo sentir orgulloso de tu condición porque desde hace décadas ningún profesor te revienta la mano izquierda a reglazos, o te ata el brazo. Incluso te nombraron grandes artistas zurdos, como Da Vinci. Pero vos, mi querido zurdo, sabés que el que te dice esto lo hace para ocultar con algo de culpa su verdadero pensamiento: “Es zurdo, sólo es un deforme”.
Laura quiere coger otra vez. Ahora que te considera un deforme bombeás más rápido y le cacheteás el culo sacando una bronca pelotuda que lo único que hace es apresurar tus ganas de acabar. No querés acabar todavía: las oficinistas hijas del marketing  te arrancaron casi  toda capacidad de goce durante tu orgasmo. Qué cagada, zurdito, no podés acabar a los pocos minutos tranquilo. Sabés bien que la importancia de la eyaculación precoz en el hombre es un logro del feminismo berreta y, sin embargo, seguís pensando en otras cosas para retardar el orgasmo. Bajás el ritmo pero ya es tarde, las cosquillas en las pelotas se multiplican como gremlins en el agua. Agarrás el hilo de la última conexión con tu mente e imaginás al parrillero donde almorzás en pelotas para no acabar. Te acordás cuando mientras cagabas en la cancha de Racing se te cayó la billetera a la letrina y tuviste que meter la mano para recuperarla. Parece que vas a aguantar. Tu cabeza se fue a otro lado y el pene sigue duro. Querés conectarte con su cuerpo pero si el parrillero desnudo desaparece de tu mente echás todo a perder. El pantalón de Laura tirado en el piso todavía deja ver la aureola de transpiración. Ahora tu mente sólo piensa en la aureola. La televisión quedó encendida en un programa de cocina. Escuchás la vos del cocinero explicando:
“Receta para hacer una rica aureola de transpiración vaginal:
Dentro de un recipiente de plástico colocar:
Dos cucharadas de pis.
Un trozo de carne, preferiblemente vacuna.
Cuatro lágrimas humanas, preferiblemente proveniente de momentos felices. Si no las consigue reemplácelas por agua de mar.
Un sueño, no más porque corre el riesgo de perder sabor.
Una pizca de miedo.
Luz y transparencia a gusto.
Revolver todos los ingredientes durante aproximadamente diez minutos. Dejar una media hora al sol, y lista para comer. Hay gente que le gusta con mucha luz y transparencia. El otro día preparé una aureola de transpiración vaginal en casa y le puse bastante luz y transparencia, a mi mujer le encantó, yo en cambio la prefiero lo más oscura posible. Comerla con mucha luz me cae pesado al estómago…
Las cosquillas en los huevos te ganan. Conectás de golpe con el cuerpo de Laura y estallás en un orgasmo conmovedor. Estuviste más tiempo con el parrillero y en la cancha de Racing que con Laura. Suena el timbre anunciando el final del turno. Acompañás a Laura a la parada del colectivo. Sube y gira la cabeza para mirarte, vos la saludás con tu mano izquierda en alto.  







martes, 3 de abril de 2012

EL MANGAZO SIN SENTIDO

  Katrin me miraba esperando una respuesta, más que una respuesta, la justificación de mi mail invitándola a mi casa. Quería que le dijera con palabras lo que le había escrito, me conoce, sabe que me refugio en dos o tres párrafos para no echar todo a perder cuando le hablo. Me levanté y puse a Bach para darme coraje. Me volví a sentar a su lado. Pensé algo rápido para decirle y mi acotación fue torpe, sin sentido, tal vez le hablé del clima o de alguna anécdota laboral; frases que ya conoce, frases de un treintañero que le pesa la vida. Me dijo que leyó mi mail, que ella me había escrito algunos, pero que nunca pudo enviármelos. Después me preguntó si salgo con alguna mina. No, le respondí, y ahí nomás me contó que ella probó con otros tipos. No sentí mucho más que una leve intriga por verla coger con otro. Después hablamos de algunos buenos momentos que vivimos durante nuestro noviazgo y, de golpe, el mangazo, necesito guita. Nunca se hubiera imaginado que le pediría plata, me lo repitió varias veces. Prometió darme una respuesta en unos días. Nos quedamos entre dormidos después de un buen polvo. Tuve muchas dificultades para dormir.
  Las luces intermitentes del cabaret de enfrente atravesaban la persiana, pintando de violeta la cara de Katrin. A medida que la luz se apagaba y se prendía, su cara iba transformándose en otras caras. Conté decenas de caras distintas, ninguna me gustaba, no quería que durmieran a mi lado. Intenté encontrar la verdadera cara de Katrin, de la que yo me había enamorado alguna vez. No la encontré. A veces el amor que se va es tan parecido a la muerte que me confunde. Ya entregado al sueño, la pasé mal con algunas pesadillas: estaba en el hotel donde trabajo y tomaba uno de los ascensores de servicio. Sonia, una de las empleadas del bar, subía algunos pisos antes de mi destino y cruzábamos algunas palabras. Estaba contento, con ganas de hablarle, de divertirme. El ascensor llegaba al piso de Sonia, y cuando se disponía a salir, yo le pegaba un empujoncito, y por esa cosa maldita de los sueños, Sonia se caía al vacío. Mientras caía me miraba como diciendo, “te mandaste cualquiera, boludo”. Recuerdo pedirle perdón, choqueado por sus dos muñones, había perdido las dos piernas por mi culpa, me sentía destrozado.
  Por la mañana, Katrin se fue al psicólogo. A las pocas horas me llamó, diciendo que su terapia había sido anulada porque su analista tuvo algunos inconvenientes, que estaba tomando sol y fumando un cigarrillo. Un cigarrillo, cómo me hubiera gustado que fumara durante nuestra convivencia. También me hubiera gustado que los cuestionamientos a su padre hayan sido en esa época, seguramente el hombre especialista en todo no hubiera venido tantas veces a romper las pelotas, queriendo reparar todos los desperfectos que encontraba en la casa. La invité a almorzar a mi departamento. Estaba a punto de ducharme cuando llegó. La noté preocupada por mi pedido, vino a tratar de razonar conmigo por qué debería prestarme el dinero. La situación me agotó, le terminé diciendo que no me prestara nada. En realidad no necesitaba el dinero, sólo buscaba generar un nuevo vínculo que me hiciera recuperar o transformar lo que, irrecuperablemente, ya se ha perdido.
  Algunas semanas pasaron. Katrin decidió no llamarme más. Yo tampoco, es mejor así. Ahora ya casi no me acuerdo de la pesadilla cuando veo a Sonia en el trabajo. El viernes, Paulo me sacó de mi habitual encierro. Hace tiempo que vengo trabajando la posibilidad de salir a tomar una cerveza. Por suerte, Paulo tiene una alta capacidad perceptiva, y el viernes me llamó, justo cuando estaba solo en mi casa, repitiendo mentalmente una situación del pasado, en donde les decía a mis sobrinos que la base de la vida es puro sufrimiento. Soy un boludo, un irresponsable, a veces no me doy cuenta lo importante que son mis palabras para mis sobrinos, no tengo derecho a decirles semejante pelotudéz, de la que ni siquiera estoy seguro. Lo que pasa que me gusta pincharlos para ver con que saltan, que lindos que son mis sobrinos, cómo los quiero. Me llamó justo ese viernes que andaba contrariado, que las horas se iban con diálogos imaginarios entre amigos. Pensando que cuando vuelva a Baires voy a ir a visitar al Gaby, un tipazo sin maldad, igual que mi hermano. A los tipos que carecen de maldad habría que librarlos de cualquier sufrimiento. Tendrían que tener algunas cosas aseguradas desde su nacimiento. Habría que homenajearlos por desconocer cualquier artimaña para joder a la gente. Este mundo de mierda está lleno de giles, egoístas, paranoicos que temen que los caguen todo el tiempo. Paulo andaba por mi barrio, así que pasó por casa y nos fuimos a caminar. Hacía varios meses que no lo veía. Fuimos a un bar del centro de Ginebra, uno de los que solía frecuentar, hace unos años, cuando podía hacerme amigo del ritmo que imponía mi pija dura. Me dio un gran gusto volver a ver a Paulo.
  Hace unos días salgo un poco más, impulsado por el solcito de primavera. Anduve caminando por el centro, hasta me dormí una siesta al borde del lago. Pasaron algunas cosas extrañas en un puesto de salchichas alemanas a la parrilla, a unas cuadras de casa, cosas que me gustaría contar, pero, tal vez, en otro texto. Ahora voy a leer el último mail que acabo de recibir de Katrin. En el asunto está escrito “C’est fini”.

jueves, 8 de marzo de 2012

LA CURA DEL ACNÉ


   Pisando los dieciséis años empecé a consultar al doctor Cordera. Era un reconocido dermatólogo que, comentaban los recuperados, te hacía desaparecer el acné en poco tiempo. Atendía en el hospital de clínicas todos los martes, a un máximo de veinte personas, con lo que uno estaba obligado a ir cerca de las tres de la mañana a conseguir un turno. A las consultas iba con mi amigo Mauro, el que definía su propia cara como una bandera flameando, una manera bastante extraña de explicar su problema. La primera consulta fue algo incómoda, ya que el doctor contaba con la compañía de estudiantes de medicina que tomaban apuntes mientras él me revisaba. “Bueno, contame que te pasa”. “Pasa que tengo la cara a la miseria, doctor”, y uno veía a los estudiantes que detrás de su mirada seria y comprometida, escondían un sentimiento de burla que seguro lo escupían a carcajadas una vez que uno salía del consultorio. “A ver, que te gustaría estudiar cuando termines la secundaria”. “Arquitectura”. “Entonces hiciste muy bien en venir a verme. No es lindo que un arquitecto sea calvo”. “¿Pero… yo no vine por un problema de calvicie, yo vine por el acné”. “Sí, lo sé, pero también estás perdiendo pelo”. Esa mañana dejé el hospital pensando que el acné producía calvicie. Fuimos unas cinco veces, hicimos los tratamientos tal cual nos dijo, pero no hubo caso, nada funcionó. Según Cordera sólo quedaba una opción: pulido quirúrgico. Nos negamos, aprenderíamos a convivir con granos, y la mejor manera era agrandando nuestros músculos.
   Encontramos un gimnasio que nos quedaba en la mitad del recorrido, entre la casa de Mauro y la mía. El instructor nos armó una rutina de cuatro veces por semana. Era un tipo muy macanudo que sabía mucho del tema. Siempre nos corregía las malas posturas al hacer los ejercicios. Casi todos los días hacíamos fierros bajo sus instrucciones porque íbamos en su turno. Un día feriado fuimos en un horario que no era el habitual, el instructor no estaba. Había muy poca gente. Me llamó la atención un tipo de unos cuarenta años que se tomaba pausas larguísimas entre cada sesión de ejercicio. Se quedaba con la mirada perdida hacia un espejo y, de a ratos, soplaba fuerte hinchando los cachetes. Tuvimos un cruce de miradas y se me acercó, me dijo que se llamaba Omar al mismo tiempo de darme la mano. Después, sin que yo dijera una palabra, dijo: “Lo que tenés que hacer es comer muchas bananas, eso te va a dar potasio. Yo como alrededor de cuarenta y cinco bananas diarias, no me cuesta demasiado trabajo hacerlo, me gustan mucho, entonces lo disfruto. Lo más difícil es la cantidad de pedos que me tiro, sobre todo cuando estoy con gente. De todas formas no existe ningún alimento mágico. Sacar músculos es una tarea que lleva tiempo, esfuerzo, y dedicación”. Omar volvió hacia unas de las máquinas. Observé que su cuerpo era bastante flaco, casi no se le veía ningún músculo. A medida que fueron pasando las semanas, empecé a ver a Omar más grandote, su cuerpo había sufrido un cambio violento. Nos contó que se había inclinado por un ciclo de anabólicos. Lo que para nosotros significaba un avance lento y aburrido, a Omar le daba una enorme satisfacción: se había convertido en un tipo musculoso. Lo único que lo preocupaba era un dolor que había empezado a tener en los pezones.
   Como si se lo hubiera tragado la tierra, Omar dejó de frecuentar el gimnasio. Pasamos varios meses sin tener noticias suyas, hasta que un día el instructor nos contó que a veces lo veía, y que se acordaba de nosotros, incluso nos hizo llegar unos saludos. Nos dijo que en los próximos días había una reunión de amigos en la casa de Omar. Nos invitó y aceptamos.
   Tocamos el timbre del piso octavo un poco antes de la media noche. Para mi sorpresa, el que nos bajó a abrir fue un pibe de nuestra edad, tal vez unos años menos, quince, o catorce. El pobre también tenía la cara llena de granos. Una vez que llegamos al octavo piso, abrimos la puerta del ascensor y entramos directamente al comedor principal. Era enorme, las luces estaban bajas, podía ver algunas personas desparramadas por el ambiente. Mauro me dijo que le llamaba la atención la cantidad de pibes de nuestra edad. Eché un vistazo y lo confirmé. Apenas nos vio, el instructor vino a saludarnos. Se lo veía contento, medio en pedo. Omar llegó a la brevedad. Nos saludó dándonos la mano. Era extraño verlo con campera ya que hacía un calor insoportable. Después de agradecernos nuestra presencia, nos dijo que necesitaba hablar en privado con nosotros. Nos señaló una habitación del entre piso, pidiéndonos que fuéramos en diez minutos y se fue a hablar con un grupito de pibes. Nos empezamos a sentir algo incómodos. No tuve miedo, nuca tenía miedo cuando estaba con Mauro. Subimos las escaleras y nos paramos al lado de la puerta de la habitación. Omar sacó unas llaves, abrió la puerta, y entramos. “Siéntense en esas sillas” dijo, sentándose en una cama de dos plazas. “Tal vez le resulte un poco extraño que los haya hecho venir hasta acá. Estuvieron pasando algunas cosas estos últimos meses y, realmente, no pude dejar de pensar en ustedes. No crean que es fácil tenerlos en mi habitación, jamás hubiera pensado que esto sucedería. Todos estos meses en el gimnasio pensé en agrandar mis músculos, como ustedes ven, lo logré. A veces pienso que mis metas deberían ser…” Omar hizo una pausa bastante larga, se quedó pensando, mirando el techo, “sustentables en el tiempo, eso es, deberían ser sustentables en el tiempo. Necesito contarles algo: Desde mis primeros dolores en los pezones comencé a barajar la idea de no ir más al gimnasio. Recuerdo que las últimas sesiones de entrenamiento fueron una tortura. ¿Alguna vez sintieron que la remera que llevaban puesta les rozaba los pezones hasta lastimarlos?” “sí”. “Bueno, esto es mil veces peor. Con el correr del tiempo el dolor fue aumentando, hasta que un día me desperté y lo primero que vi fue una barra fina de carne que sobresalía de mi pectoral. Pensé que estaba soñando. Estiré la mano, la agarré y empecé a girarla haciendo movimientos laterales. Sentí la piel de mi pecho desplazarse en la misma dirección de la barra de carne. Me levanté de golpe y ahí estaban mis dos pezones largos como un tenedor, rígidos, con las puntas muy húmedas. Me volví a acostar con la cabeza a mil. Intenté imaginar mi vida con semejantes pezones. Lloré. Los apreté bien fuerte hasta que un chorro de pus líquido salió despedido, manchándome la cara, justo en una de mis mejillas más afectadas por los pozos que me dejó el acné en mi adolescencia. Me pasé la mano para limpiarme y sentí un fuertísimo ardor en la cara. Me levanté de la cama y me paré frente al espejo. Vi mis propias lágrimas deslizarse sobre mi cara absolutamente lisa, sin ningún pozo. Me acerqué más al espejo y una piel nueva y joven se había instalado de repente en mi cara. Me estaba volviendo loco, ¿es acaso el pus de mis pezones el que me hizo una especie de cirugía estética en las mejillas? Me bajé los pantalones y apreté mis pezones una vez más, apuntando a las verrugas que tengo en los testículos hace años. Otra vez el mismo ardor y, unos segundos después, las verrugas ya no estaban”. Omar hizo una pausa, se quedó mirándonos. Después se paró y se sacó la campera gruesa y una remera. Me quedé inmóvil. Eran tan largos como había dicho. Rarísimos. Estaban demasiado rojos, como si en cualquier momento empezaran a sangrar. Omar se volvió a sentar en la cama. “Lo único que tienen que hacer es apretármelos con toda su fuerza y desparramarse el pus en la cara. No me pidan que lo haga yo, ya estoy harto de maltratarme. Todos estos pibes que hay en mi casa curaron su acné con el pus que escupen mis pezones. Sé por lo que están pasando, por favor, háganlo. Eliminen de una buena vez por todas el picadillo de carne que tienen en la cara”.
   Mauro envolvió con sus manos el pezón izquierdo de Omar. Me apuntó a la cara y empezó a hacer presión con los dedos, como sacándole lo último a un tubo de dentífrico. Yo estaba sentado, pegado a Omar que lloraba del dolor. Unas primeras gotas se asomaban cuando Omar pareció no aguantar el dolor y puso su cabeza en el hombro de Mauro, que también lloraba por estar lastimándolo. De repente, un chorro fuerte pegó en mi frente y Omar me lo desparramó por la cara. Sentí un ardor horrible. Omar me dijo que no me tocara, que me mirara en el espejo cuando él me lo ordenara. Fui hasta el espejo cuando Mauro saltó muy exaltado. Tenía la cara perfecta, ni un sólo grano. Me pasé la palma de la mano desacostumbrado a no sentir relieves, había funcionado. Después de hacérselo a Mauro, dejamos la habitación. Cuando bajamos, Omar gritó “¡funcionó una vez más!” y decenas de jóvenes alzaron las copas “¡vivan tus pezones y tu amor siempre adolescente, Omarcito! ¡Viva!

miércoles, 1 de febrero de 2012

RUTEANDO CON EL RUSO



Lo habíamos planeado hace mucho, no sé cuánto, quizás cuatro años, o diez. La idea de viajar, de sacarle chispas a las rutas, fue siempre un deseo que tuvimos con mi amigo el Ruso. Combinamos, después de algunos mails, que iríamos de Córdoba a Cataratas. Llegué a fines de diciembre a Buenos Aires. Pasé una semana con mi familia y fui a la provincia de Córdoba, a la casa del Ruso. Desde la capital cordobesa teníamos que ir a las sierras a buscar el auto, un Renault sandero con apenas doce mil kilómetros que, muy gentilmente, nos prestarían sus viejos. El micro llegó media hora antes de lo previsto. Eran las seis de la mañana y ya me encontraba en Córdoba. No tenía su dirección y como era muy temprano no quise llamarlo. Sólo aguanté unos minutos sin hacerlo hasta que le mandé un mensaje, esperando que me lo respondiera apenas se despertara. La respuesta fue casi instantánea. El Ruso ya estaba despierto, esperándome. Tomé un taxi que me costó unos catorce pesos. Pagué con veinte y le dije que se quedara con el cambio. El tipo me cayó bien de entrada. Cuando bajé del taxi escuché un grito desde un balcón. Levanté la vista y vi al Ruso revolear las manos, lleno de alegría. Acto reflejo comencé a mover los brazos a la par. Luego bajó y nos fundimos en un lindo abrazo. Mi gran amigo, el Ruso. Le dije que el chofer me había contado unos chistes, se los conté. “Ya la conozco esa, tanito. En esta ciudad de mierda todo se tapa con el chiste. El cordobés es flor de turro. ¿Te cuento una? El otro día iba un Bondi lleno, era temprano, todo el mundo iba a laburar. De golpe una pasajera se cayó al piso. Estaba completamente inconciente. El chofer decidió cambiar el recorrido y encaró directo para el hospital. Cuando la gente empezó a darse cuenta que el tipo se estaba yendo por otro camino, empezaron a cagarlo a pedos. Algunos decían que preferían que la tipa muriera antes que llegar tarde al laburo. ¿La podés creer?”. Luego hablamos de nuestro inusual contacto con el deporte. Al Ruso se le había dado por empezar a correr hacía ya algunos meses, yo andaba en la misma, pero lo de él fue un poco más complejo, ya que a los pocos meses de entrenar sintió un dolor muy fuerte en las rodillas. “Acá, ¿ves? Un vecino me aconsejó hacer bicicleta para fortalecer los músculos de las piernas, así que ahora hago unos cinco kilómetros diarios. Me compré una bici de carreras, vení al cuarto que te la muestro.” Era muy linda. Al verla, pensé en el Tour de France, y en que le faltaría al ruso para participar de la competición. Era verdad que había fortalecido los músculos. Incluso hacía un par de días que había vuelto a correr. Para mostrarme los resultados, se bajó los pantalones de jogging y se señaló las piernas. Me quedé sorprendido. Parecían dos garrafas. Eran tan anchas y duras que estaban al límite de la deformidad corporal de un culturista. Se pegó varias veces en las piernas, nos reímos y salimos para la sierra en búsqueda del auto. Nos tomamos una de las combis que salen de la estación. Durante el trayecto, me dijo que él hacía el mismo con su bici. Al mirar por la ventana me di cuenta que se trataba de una locura: los autos pasaban a velocidades muy altas, no se veía ninguna bicisenda . Le pregunté si no le parecía peligroso ir por ahí. Me respondió que sí, pero que no le quedaba otra porque las calles de la ciudad estaban destruidas. A veces pienso que el Ruso no le teme a nada. También sé que mi pensamiento es erróneo. Mejor diría que el Ruso es la persona que menos teme en el mundo, eso está bien. Pasando por salsipuedes, recordé algunos pasajes de los capítulos de “Carlo” y me invadió una extraña melancolía. Le comenté esto al Ruso y me dijo: “El arte es como el amor, tanito. Cuando se va, pensás que no lo vas a recuperar más.” Caminamos por la granja rumbo a la casa de sus viejos. Pasamos todo el día con su familia. Decidimos encarar el viaje antes de la media noche para, por lo menos, hacer la mitad del recorrido sin sufrir calor. Por la tarde dormimos una siesta. Cerca de las once de la noche cargamos el auto y salimos. El Ruso prefirió ser el primero en agarrar el volante.

Tomamos algunas rutas provinciales que estaban en perfectas condiciones, no había casi nada de tráfico. Hacíamos largos trayectos sin ver absolutamente nada. Campo, campo, campo y más campo. Soja, soja, soja y más soja. “¿A quién mierda le venden tanta soja estos hijos de puta?” “A los chinos y a los franchutes. Los franceses la usan para darle de comer a los chanchos y acá se la morfan los boludos que quieren cuidar la silueta. Acá morfamos la comida que los franceses le dan a los chanchos.” Algunos cabarulos al costado de la ruta nos hicieron pensar en la posibilidad de parar, echarnos un polvito, dormir un rato y seguir el recorrido. No lo hicimos. Sólo bastó con imaginarnos la situación. El Ruso recordó cuando se había enamorado de una prostituta misionera. Casi siempre que nos vemos, de alguna u otra forma, la recuerda. “Quería formar una familia, tanín.” Cuando empezó a cansarse, paramos en una estación de servicio y cambiamos. Con el amanecer a cuestas, fuimos detenidos en uno de los controles que estaba haciendo la policía caminera de Corrientes. Bajé la ventanilla, saludé al policía, me preguntó a dónde íbamos. Le dije que a Corrientes, entonces me preguntó si podíamos llevar a un colega suyo a un pueblo que quedaba a unos 30 km. Aceptamos. El tipo era un correntino alto, con gran cantidad de cabello. Habló poco. Nos advirtió sobre los radares que encontraríamos más adelante. “Antes del semáforo, les recomiendo ir despacio. Cuando lo pasan, vayan a la velocidad que quieran.” Lo dejamos al borde de la ruta, justo al lado de un caballo muy flaco, parecía que moriría en cualquier momento. Lo saludamos con la mano en alto, sin estar muy convencidos de agradecerle por el dato del radar. “Allá en Suiza se da mucho eso de que los policías te recomienden en que parte de la ruta cometer infracciones de transito, ¿no tanito?” Resistencia era una caldera. Paramos para cargar nafta y fuimos directo a comprar una botella de agua, hacía unas nueve horas que no tomábamos nada. Pasando el hermoso puente que une el chaco con Corrientes, nos quedamos impresionados con el gran río Paraná. La costa correntina se veía ordenada, con poca gente, muy linda. “Si algún día vivo acá, voy a andar en bicicleta allá, ¿ves? Voy a levantarme temprano y voy a entrenar a la par de todas las correntinitas que corren con la calza enterrada en el ojete. Las voy a perseguir en bici, les voy a decir cositas lindas al oído.” Le sugerí que tenga cuidado, que primero se asegure que ninguna de las chicas tenga a su novio o a su padre cerca. Los correntinos te sacan el cuchillo al toque. “Es verdad. A mi ya me la dijeron esa. El correntino es cuchillero.” Entrando a Corrientes, bajé la ventanilla diciéndole a una chica que me parecía muy linda. Apenas terminé, el Ruso me gritó ¡guarda con el cuchillo! y estallamos de una carcajada. El primer lugar de parada iba a ser paso de la patria, así que nos quedaban unos 40 km. Volvimos a parar en una YPF para comprar más agua. Al volver al auto, el Ruso me dijo que el cajero de la estación de servicio tenía dos cuchillos colgados en la pared, detrás del mostrador. Hicimos el resto del recorrido en silencio, escuchando sólo el ruido del motor. Afuera daba la impresión que los pastizales levantarían llamas de un momento a otro. En paso de la patria no logramos sentirnos cómodos. Después de dar muchas vueltas, muy cansados por el viaje, fuimos a parar a un hotel bastante berreta que nos costó caro. Cerca de las ocho de la noche dimos unas vueltas por el centro, paramos en un locutorio a chequear mails. El Ruso me dijo que se había contactado con un amigo que estaba en Resistencia. El pibe le dijo que esa misma noche había una fiesta de modelos chaqueñas en un boliche cerca de su casa. Algo disgustados con el lugar, agarramos el auto y nos fuimos a Resistencia, a la casa del amigo del Ruso. La entrada de la casa parecía un pequeño garage destruido, como si hubiera sufrido un incendio. Luisito, el amigo del Ruso, salió a recibirnos, me saludó casi al mismo tiempo de darme una copa con cerveza. Estaba muy fría, y él estaba muy duro. Pasamos por un comedor ancho y luego por una cocina hasta desembocar en un patio largísimo, lleno de plantas, muy iluminado, con las mismas lámparas que usan para iluminar parques y plazas públicas. Había una mesa con algunas personas. Apenas nos vieron nos miraron. Un tipo de unos cuarenta años se levantó para darnos la bienvenida. Me abrazó fuerte, pegándose un ratito a mi cuerpo. Parecía que me había extrañado mucho, a pesar de ser la primera vez que lo veía.  Sentía como el latido de su corazón rebotaba contra mi pecho. Me dijo que era un orgullo recibirnos en su casa. El tío de Luisito, un duro sentimental. A su lado, el padre, un cantante de Tango también adicto a la cocaína. A su lado estaba la esposa, como no podía ser de otra manera, dura. Después de que el padre del tío de Luisito contara unas historias, el tío de Luisito pidió literalmente la palabra. “Quiero decir algunas cosas. En algún momento de la noche, es muy probable que llore. También quiero agradecerle a la esposa de mi padre, que para mí ya es una madre, por cuidarme y consolarme cuando llego borracho a la madrugada. Sé que tengo algunos vicios, mi padre también lo sabe, y también me entiende.” Observé al padre aceptar aquello con un gesto. A los pocos minutos nos despedimos. El tío de Luisito se puso a llorar mientras se despedía del padre, tal cual lo había anunciado. La fiesta de las modelos chaqueñas se trató de un gran fiasco. Era el cumple años de una amiga de Luisito, en un bar bastante mal ubicado, al costado de una calle de alto tránsito. Es cierto que las mujeres eran hermosas, pero las pocas que había estaban acompañadas o muy compenetradas en sus diálogos. Para colmo el cansancio empezaba a apretar, así que nos volvimos a paso de la patria. A la mañana siguiente volvimos a tomar la ruta, esta vez en dirección de Ituzaingó, Corrientes. Llegamos alrededor de las once de la mañana. El pueblo costeaba el río Paraná, era hermoso. Coincidimos rápidamente en quedarnos por lo menos una noche. Paramos en un buen hotel a un precio razonable. La costa contaba con muy poca gente. Nos tiramos en la arena, luego nos metimos al río, fantaseamos con la posibilidad de vivir en el pueblo. Estábamos contentos, habíamos llegado a un buen lugar. Antes de abandonar el sol calcinante del mediodía e ir a comer al balneario, bromeamos con la posibilidad de hacer un book del Ruso y repartirlo en el pueblo.

Fuimos cautos a la hora de ordenar nuestro almuerzo. El Ruso se inclinó por una ensalada. Yo fui un poco más atrevido y me lancé con dos empanadas, con otra ensalada. Después de los treinta la zapán llega desafiante, proponiendo un combate a sangre fría. La camarera nos advirtió que en caso de encontrarse un poco distraída, supiéramos entenderla. “Hoy es un gran día para mí. Estoy muy feliz por algo que me pasó. Y es normal en mí, distraerme cuando me siento tan contenta.” Se le notaba tanto la felicidad que nos contagió enseguida. Pocas veces recuerdo haberme puesto contento por la felicidad de un desconocido. Las empanadas eran fritas. Días después descubriría que servir las empanadas directamente fritas se trataba de una costumbre de la región. Una vez finalizado el almuerzo, decidimos ir a dormir una siesta y regresar a la playa cuando el sol nos lo permitiera, es decir, después de las cuatro. La recepcionista del hotel era un ejemplar más de las fabulosas mujeres del lugar. Antes de dormirnos, conversamos sobre la gran cantidad de tipos con cicatrices que deambulaban por la calle. Pensé en todas las hermosas mujeres del pueblo, le comenté al Ruso que, seguramente, sería normal defender con un cuchillo a alguna de estas minas. “Sí. Yo si me tengo que acuchillar por alguna de esas nenas, lo hago sin problema.” Llegamos a la playa a eso de las cinco.
El Ruso no controló su impulso y se puso a trotar, persiguiendo a dos criaturitas que paseaban por la playa. Yo tenía tantos nervios que ni siquiera me atreví a mirar. Quería cerrar los ojos y abrirlos con el Ruso a mi lado, pasándole crema por la espalda a las nenas. Que me dijera, “Dale tanín, vos pasale cremita por acá, y yo le paso por allá.” Y que a las nenas, acostaditas boca abajo, se les erizara la piel producto del roce frío de la crema contra las nalgas. El Ruso volvió sin las chicas. Nos metimos al río. Dentro del agua pensé en la película “adiós a las vegas”, se lo conté. “¿Por qué tenés que pensar en esa película tan deprimente en este hermoso lugar? Te regocijás en lo miserable pensando que es lo único que te queda, ¿no?, pura mierda. A nosotros los desarraigados alguien nos debería haber avisado como venía la mano. ¿Qué te parece si vamos a la otra playa?, las chicas me dijeron que estaba buena…” Y lo estaba. Era una playa aún más repleta de mujeres. En el balneario había un puesto de tragos. Nos acercamos a ver de qué se trataba: vasos de un litro de trago a cuarenta pesos. El bar-man contaba con un ayudante, una especie de pasante que lo único que hacía era limpiar y recibir órdenes. El bar-man se limitaba a mezclar unas frutas enlatadas y a meter a ojo un poco de alcohol. Se notaba que no conocía casi nada de la profesión, pero no le importaba. Podía decorar los vasos con una mandarina entera clavada en el sorbete, o con un pedazo de melón dentro del vaso. Le pedí que me armara algo lo menos dulce posible y con la mayor cantidad de alcohol. Cuando lo terminó, me obligó a probarlo delante de él. El Ruso también lo hizo. No estaba mal. Volvimos al puesto una vez más, lo que significó chuparnos unos dos litros. Dentro del río, ya borrachos, nos agitábamos a la par de unas chicas que jugueteaban al lado nuestro. El Ruso no paraba de moverse, de contarme cosas imaginarias con mucho humor, me hacía cagar de risa. Nadaba dejando círculos que rodeaban a las chicas, como marcando los límites del espacio de cacería. Tuve ganas de ayudarlo a hablar con esas hermosuras y no pude. Me miró sorprendido, diciéndome que no podía creer la cara de limado que tenía. Cuando me lo dijo, me di cuenta que había estado un buen rato con la cara doblada. Aquellas nenas me estaban volviendo loco. Le comenté al Ruso que a la soledad no podía elegirla más, que se había instalado en mi vida como única opción. “¡Vamos Tano! Antes eras tan chévere!, ¡jajajaja!” Tiene razón, antes era más chévere. Nos dimos un abrazo antes de que el Ruso le dijera a una chica que era muy linda. Ella se lo agradeció con simpatía.

Dejamos la playa y caminamos bastante hasta encontrar el auto. En un momento pasamos por la discoteca del pueblo y nos quemamos la cabeza pensando cómo se pondrían las chicas en el lugar. Me sentí tan aturdido por la necesidad sexual que tuve que pedirle al Ruso que aflojáramos con el tema. Ya en el hotel, me pegué una ducha y fui al bar del hotel que tenía algunas mesitas afuera. La temperatura era muy agradable. Mientras esperaba al Ruso me tomé un litro de cerveza. Estaba muy cansado. Terminamos de comer y nos fuimos a dar unas vueltas por el pueblo. Volvimos temprano, teníamos que descansar. Al día siguiente partiríamos para los esteros del ibera. El lugar más cercano se llamaba Lagarza. Según un mapa que la recepcionista del hotel no quiso regalarnos, era un pueblo con algunas hosterías y un camping. Parte de la ruta la hicimos asfaltada, pero, faltando 60 km para llegar, era todo arena. El auto coleteaba quedando en el aire todo el tiempo. Mientras entrábamos al pueblo, dándole unas secas a un porro, detuvimos la mirada en los enormes testículos de un toro que mordía el pasto de la vereda. “¿Quién habrá sido el primer enfermo en comerle los huevos al toro? ¿Se los habrá cortado o directamente se los chupó desde atrás y le gustó?” El pueblo estaba casi desierto. Un hombre nos sugirió ir a la casa del guardaparques, tal vez nos podría orientar sobre dónde conseguir alojamiento y hacer un par de excursiones. Era cerca de la una del mediodía. El ruso bajó del auto y empezó a aplaudir para que saliera alguien. Yo me quedé en el auto. Vi como hacía un gesto pasándose la mano por la cabeza, se estaba derritiendo. El guardaparques tardó lo que puede tardar un correntino al que se le interrumpe la siesta. No sabía nada. Nos dijo que mejor siguiéramos por la ruta de arena hasta Pellegrini. La ruta cada vez era más difícil de transitar. Esperábamos que no lloviera, si no, difícilmente podríamos salir. Finalmente llegamos a Pellegrini. Nos metimos en un camping que bordeaba la laguna, era bastante grande. Tenía un sector con algunas lanchas estacionadas con las que hacían excursiones. A pesar de haber bastantes carpas, solo una captó mi atención. Una de las más antiguas, color verde militar con sobretecho naranja. Me pregunté quién podía a esta altura usar algo tan pesado, tan poco práctico. El Ruso bajó del auto y fue directo al borde del agua. Yo me quedé estirando los músculos al costado del auto. Cuando llegó al muelle  me llamó. “Te presento a un amigo”. Era la primera vez que veía a un caimán tan cerca. Buscamos información sobre las excursiones. El tipo nos dijo que una lancha salía en cinco minutos, así que nos mandamos.
Éramos cerca de nueve personas. Entre el Ruso y yo estaba sentado un tipo de unos sesenta años. Le faltaba un brazo. Durante todo el recorrido nos habló sin parar. Había sido cazador. Cada vez que veíamos un animal nos contaba si era sabroso o no, si la piel se cotizaba bien, si era fácil de atrapar, y cosas por el estilo. A pesar de hacer un gran esfuerzo para ignorarlo, no pude. Tenía ganas de escuchar el sonido del lugar, tampoco pude hacerlo. La sobrina de nuestro amigo cazador también era habladora como su tío. Era una pendeja que emanaba sexo por todos los poros de su cuerpo. Se notaba que había pegado un estirón. Tenía un shorcito muy corto y una musculosa. Algunos pelitos negros en la cintura le marcaban el camino a la cola húmeda. En algunos tramos, el tío manco metía el muñón en la laguna y salpicaba a su sobrina, dejándole aún más en evidencia los enormes pezones negros. Una pareja de mendocinos hablaban todo el tiempo de lo mucho que habían conducido para llegar al lugar. El tipo se recostaba en el bote con anteojos negros puestos. Su mujer lo tocaba todo el tiempo. Se me ocurrió pensar que tal vez era una adicta a la pija, o que sólo era su luna de miel. El pibe que manejaba la lancha, al escuchar la cantidad de estupideces que hablaban, decidió mantenerse en silencio. Una lástima, era el que más sabía. En un momento, la pendeja, hasta llegó a proponerle colocar una radio dentro de la lancha. A su entender era demasiado aburrido el sonido de la fauna. Pasada una media hora de excursión, el lanchero se acercó muchísimo a un caimán que mantenía la boca abierta al rayo del sol. El reptil pareció enojarse y respiró fuerte. Al verlo, la esposa del manco le preguntó al lanchero si era posible acariciarlo. Un tipo, justo detrás de mí, le advirtió que no se le ocurriera hacerlo. El Ruso me miraba serio, algo irritado por tal banda de pelotudos. Encima la nena se había acostado a su lado, justo donde se había formado un mini charquito. En un momento la escuché decirle “esta mojado acá, ¿viste?” Regresando al muelle del camping, observé la barba pelirroja del Ruso, me hizo acordar a su viejo. De regreso, en las oficinas del camping, nos inscribimos para hacer una caminata nocturna por la selva. Luego fuimos al pueblo y alquilamos una habitación en la casa de una oriunda del lugar.

A la caminata nocturna llegamos unos veinte minutos antes. Fuimos al muelle. El camping estaba desierto hasta que llegaron dos tipos. Uno de ellos se presentó como nuestro guía, Matías. El otro no dijo nada. Nos colocamos los salvavidas, nos subimos a la lancha y salimos hasta otro muelle. Había cielo por todos lados, por cualquier dirección que tomara mi mirada. Mucho cielo, muchas estrellas. El ruso le comentó a Matías que por la tarde nos había tocado una lancha con boludos que no paraban de hablar, el pibe se lamentó. Al llegar, se acercó una mujer y nos dio una linterna a cada uno. Más atrás se veía una casa. Luego nos mostró una gata montés que estaba tirada, boca arriba en el pasto. Nos dijo que estaba en esa posición porque había tenido crías. Desconfié un poco de la caminata pensando que sólo había un par de animalitos domesticados en la casa de la mina. Me equivoqué, porque más adelante nos metimos en la selva. Matías era un apasionado de su tierra, se mostraba dispuesto a explicar cada detalle de la vegetación y la fauna del lugar. Por momentos intentaba introducir alguna palabra que, se notaba, le resultaba incómoda. Me imaginé que alguien le había exigido leer algún texto y reproducirlo exactamente. Por suerte eran pocos lo momentos que se distraía pensando en las palabras. En un momento hicimos silencio, apagamos la linterna y comenzamos a caminar en esa gran bola espacial. Era una sensación maravillosa. De repente fuimos alcanzados por otro grupo. Se trataban de dos familias con hijos. Uno de los pibes le decía a otro en vos alta que no le gustaría ser animal. Los padres conversaban acerca de ventajas y desventajas de distintos tipos de tarjeta de crédito. Nuestro guía Matías se frenó de golpe, dejando lugar a que siguieran ellos solos. De vuelta en el camping le agradecimos el gesto. El guía Matías nos preguntó cómo seguía nuestro viaje y, después de que le respondiera, nos dijo: “Ya que van a Cataratas, pueden llevar a aquel tipo a posadas” Aquel tipo se llamaba Ricardo, era el propietario de la vieja carpa y no tenía auto. Matías lo llamó y vino hacia nosotros. Quedamos en pasar a buscarlo a la mañana siguiente.
A las ocho de la mañana fuimos a buscar a Ricardo. Todavía estaba desarmando la carpa. Durante el viaje cebó unos mates y habló poco. Era un tipo de unos cuarenta y pico de años que vivía desde su temprana edad en Buenos Aires. Casi todos los años agarraba la carpa y se iba para algún lado. En un tramo de la ruta vimos una manada de vacas que se nos venía de frente. Con el Ruso nos preocupamos por la integridad del auto, por el contrario, a Ricardo se lo notaba disfrutando del acontecimiento. “Esta es una experiencia única”.

Dejamos a Ricardo en la estación de micros de posadas. Antes de despedirse nos dijo que podíamos pasar a visitarlo en cuanto quisiéramos. Nos dijo que en la casa tenía un sillón para invitados. “Sillón para invitados, que hijo de puta” dijo el Ruso al irnos. La idea era parar un par de horas en Las Ruinas De San Ignacio y seguir camino hasta Puerto Iguazú. Entrando a las ruinas nos paró un chico de unos diez años que nos dio un folleto de un restaurante justo enfrente. Nos pidió que, si íbamos, dijéramos su nombre. Una vez instalados, no decidimos por un dorado. El mozo tardó casi una hora y media en servirlo. Después vino el chico a preguntarnos si habíamos dicho su nombre. El mozo salió y le dio un fajo de billetes en donde habría unos cien pesos. El pescado estaba bueno. Pagamos para entrar a las ruinas. Vimos las viejas construcciones jesuitas. El ruso hizo una parodia de un jesuita rascándose los huevos en la puerta de su casa. Después, un poco más serio, se autodefinió como un buen imitador. Asentí. Volvimos a agarrar la ruta.
Fuimos directo a la oficina de turismo en cuanto llegamos a Puerto Iguazú. Nos dijeron que la plaza hotelera estaba completa. Unos tipos en la entrada ofrecían alojamiento. Los turros tenían todo arreglado para hacerle pasar a la gente un mal momento y romperle el culo por una habitación berreta. Algunas personas se quejaban porque les habían cobrado por excursiones fantasmas. El lugar más peligroso para el turista resultó ser la oficina de turismo. Estábamos molestos por el cansancio. Fuimos hasta el centro. Estacioné el auto y el Ruso fue hasta un hotel a averiguar si tenían disponibilidad. Mientras lo esperaba, me entretuve mirando a una chica que compraba algunos dulces dentro de una panadería. Estaba con su familia. Como al principio tuve la impresión que me había mirado, me quedé casi todo el tiempo siguiéndola con la mirada. El ruso volvió con malas noticias. Después entramos a una hostería que también estaba completa, pero una amiga de la recepcionista, que estaba tomando mate en el lugar,  nos ofreció su casa. Margarita nos contó algunas cosas del lugar mientras íbamos los tres en el auto a ver su casa.  Era gentil, joven y viuda. Contaba con mucho tiempo libre y algunas propiedades que le había dejado el finado. La casa era grande y llena de ruidos. Después de comer en el centro, volvimos a la casa de Margarita. Apenas entramos al cuarto encontramos una enorme cucaracha sobre una de las camas individuales. Moví la sábana dejándola caer y la aplasté. Tardamos un poco más de lo habitual en dormirnos. El despertador sonó a las siete de la mañana. Las cataratas estaban desbordadas de gente. Ni siquiera uno podía detenerse a apreciar el paisaje si ser rozado por algún gringo. En reiteradas oportunidades, me crucé en los senderos con la chica que había estado visto en la panadería. En ningún momento me devolvió la mirada, lo que me hizo entender que, en realidad, nunca lo había hecho. Más tarde hicimos una caminata donde nos dijeron que encontraríamos algunos monos. Como no aparecía ninguno, nos dimos cuenta que aún era temprano, hacía demasiado calor, seguramente estarían durmiendo, por lo menos esto es lo que nos había dicho Matías en los esteros. También nos había dicho que cuando los monos envejecen se apartan del resto y se esconden solos en la selva. No supo responder cuando le preguntamos por qué el mono viejo se aleja. Caminamos un buen rato hasta llegar a una ollita con una cascada. Había un montón de gente bañándose. Después de unas horas fuimos a buscar el auto para volver a tomar la ruta. Esta vez, de regreso a posadas, pararíamos en alguno de los pueblos a pasar nuestra última noche.
En gruta del indio encontramos un hotel aceptable. Al otro día nos despertamos temprano y fuimos hasta las grutas. Nos quedamos más de cinco horas descansando en las cascaditas del río.

Cerca de las cuatro de la tarde decidimos partir. Manejamos en intervalos de tres horas cada uno. Uno manejaba y el otro dormía. En un tramo de la ruta, mientras dormía, el Ruso me despertó para decirme que iba a parar porque venía cabeceando. Dormimos en la playa de estacionamiento de una estación de servicio. En Córdoba, mientras conducía, calculé mal la distancia al pasar a un camión y casi chocamos de frente. Le pedí disculpas al Ruso, hubiera sido una cagada morir sin volver a enamorarse. Llegamos a las sierras para devolverle el auto a los padres. Después tomamos una combi de regreso a la casa del ruso. Subí un rato a pegarme una ducha. Nos despedimos como ya tantas otras veces. El micro de regreso no tardaría en salir. Al subir, abrí las cortinas dejando que el sol me diera en la cara. Pensé que tal vez, después de algún tiempo sin escribir, lo haría sobre este viaje.

viernes, 30 de septiembre de 2011

BUSCANDO LA CARNE

Las tardes de enero en Buenos Aires eran aburridas, y sobre todo para tres adolescentes que no habían descubierto el sexo. Casi siempre nos quedábamos a dormir en la casa de Máximo. Era el único que contaba con una habitación sólo para él. Una de aquellas tardes decidimos que de algún modo teníamos que debutar sexualmente. Ya habíamos agotado todos los recursos construyendo semejanzas humanas para enterrar el pene: Máximo llegó a  masturbarse hasta con un muñeco Alf de arcilla que él y un amigo de la primaria habían hecho en la clase de actividades prácticas. Al pobre Alf le tocó tragarse varios lechazos. Raúl sufría una alocada ansiedad que lo hacía masturbarse más de siete veces por día. Cuando uno le preguntaba a dónde había ido, era casi seguro que, cualquiera haya sido el acto, se había hecho una paja. Una vez buscó un árbol de la plaza San Martín porque las minas que había visto en retiro lo dejaron en llamas. “Necesito un árbol muchachos” “¿Te estás meando?” “No, es que si no me masturbo no puedo seguir”. Yo le hacía un agujero a una almohada de gomaespuma que me había encontrado en la calle, absolutamente todos mis amores los encontré ahí. Bien podría decir que mi primer amor estaba hecho de gomaespuma. Las noches que pasaba en mi casa esperaba que todos se durmieran para entrar con mi almohada al baño. Una vez instalados en el inodoro, el acto sexual era breve y poco cariñoso, pero sin duda muy reconfortante.

Una de aquellas tardes Máximo recibió una llamada, era Gabriela, una amiga de su infancia. Le dijo que por la noche había una fiesta en la casa de su mejor amiga Andrea. Nosotros sabíamos de qué se trataba. Gabriela estaba de novia con un fanfarrón que cada vez que nos veía nos contaba cómo se la montaba. Una vez, el muy idiota, me vio un pomo de pegamento y me dijo que yo me drogaba porque todavía no sabía lo que producía el sexo. Decía cosas como: “Mujer sin prendas íntimas, la frescura de su piel, el brillo mágico de su ser, recorrer sus partes con mis dedos, es una estrellita que me mandó el cielo”, y la concha de su hermana. Parecía que lo habían escupido en el tiempo con una muñeca Barbie atravesada en el culo. No perdí tiempo en contarle que eran mis únicas zapatillas y las tenía que cuidar. Todas las reuniones parecían ser un encuentro para homenajear la verga de este boludo. Las amigas de Gabriela eran vírgenes y no aceptaban hombres en las mismas condiciones. Como Gabriela les contaba a sus amigas de que forma hombre con muñeca en la cola la garchaba, las pendejas estaban enloquecidas con él.

A ninguno nos gustó la idea de ir a la fiesta, pero nos tomamos tiempo para pensarlo. Yo supuse que quizás habría más mujeres y eso ayudó. Por otro lado, no teníamos absolutamente nada que hacer. La casa quedaba en olivos, lo que sugirió algunas reflexiones de Raúl. Empezó la frase diciendo “gilada.” Después siguió: “Ninguna de las minas nos va a dar cabida. Son unas chetitas boludas que se la pasan hablando de lo bien que se llevan con su papa. En cuanto lo vea al gil del novio me voy a querer ir. Ese tipo me irrita. Le cortaría esas cubanitas de mierda y con el pelo le ataría los huevos.” Máximo lo interrumpió y le dijo que era muy probable que hubiese buena comida, entonces nos pusimos a fantasear con un rico asado. Raúl no pudo contener su amor ansioso por la carne y tuvo una erección. Fue al baño y al regresar soltó un pensamiento en vos alta con un gesto muy serio, “¿Harán asado?”

Máximo decidió ir con el auto del padre a pesar de no tener edad suficiente para tener el registro. Sacarlo fue un operativo fácil. Los primeros cien metros lo empujamos para que no hiciera ruido el motor. Una vez que lo puso en marcha nos subimos y salimos arando. En el camino nos paramos en el kiosco del chileno y su mujer que, según la madre de Máximo, recibía con frecuencia algunos golpes de su marido. Tocamos el timbre y tardó unos cinco minutos en atendernos. El chileno dormía en el depósito del local. Nos contaba que de noche su mujer y él solían hacer pis en el piso porque el baño estaba arriba y le daba fiaca subir las escaleras. Al chileno no le importaba absolutamente nada que tuviera que ver con llevar un ritmo de vida de una persona más o menos civilizada. En una oportunidad una clienta le pidió un vaso con agua para tomar una aspirina. Como estaba algo sucio, la señora le hizo una observación gentil para que se lo cambiara. “Aguántese mi reina”, le dijo, agarró el mismo vaso y le pasó un trapo sucio que tenía en el mostrador.

Compramos cuatro cartones de vino y algunos sobres de jugo para mezclar. El viaje fue hermoso. Hablamos de la familia que uno elije. Nos dijimos que nos queríamos con algunas lágrimas atravesadas en la cara. También hablamos de cómo se estaba perdiendo la costumbre de comprar tripa gorda cuando se hacía un asado. Raúl comenzó a aventurar que seguramente la carne sería de primera, “esos putos tienen guita, consiguen nerca de la mejor.” Máximo y yo intentábamos cambiar de tema para que no se ponga nervioso. Eran escasas las ocasiones en que Raúl podía comer carne. Unas cuadras antes de llegar a la casa nos detuvimos en una plaza a terminar los dos vinos que nos quedaban. Me recosté en el arenero justo al lado de los juegos para los chicos. Me sentía vivo, tranquilo, con un equipo en donde todos tirábamos para el mismo lado. Máximo nos hizo estallar de risa al preguntar si nosotros aceptaríamos ingresar a los Guns And Roses a condición de darle unos besos en la cabeza del pene a Axl Rose. Como Raúl estaba dando los primeros pasos como baterista, no tuvo ningún problema en decir que si. Yo le pregunté si dejaría que Axl Rose le metiera la mitad del pene en el culo y me dijo que no, que sólo aceptaba darle unos besos en la chota.

La casa de Andrea tenía dos pisos y era una de las más lindas de la cuadra. Tocamos el timbre. Mientras esperábamos miré el rostro serio y nervioso de Raúl. No podía entender cómo alguien había llegado a tener una casa tan grande. Andrea nos abrió la puerta. Estaba hermosa y yo me encargué de decírselo. Nos hizo pasar a la sala de estar. La escena era absolutamente la misma que en otras ocasiones, salvo que había algunas chicas que nosotros no conocíamos. Hombre con muñeca en la cola me preguntó cómo estaba manifestando un falso interés sobre mi supuesta adicción al pegamento. Luego nos sentamos y nos mantuvimos callados escuchando historias sobre campeonatos de Hockey, escuelas bilingües, borracheras en el Country, y muchas otras cosas que nosotros desconocíamos por completo. Como Raúl tenía algo de confianza con Gabriela se atrevió a preguntarle qué había de comer. Le respondió que sólo habían comprado cerveza y chips. Con sólo mirarlo pude saber que su sueño de comer asado estaba acabado. Se pasó la mano por la cabeza dejando ver algunas entradas; a pesar de su corta edad ya se estaba quedando calvo. Después se me acercó y me dijo al oído: “Nos tenemos que ir. Esta conchuda tiene toda la guita y lo único que compra son estas papitas de mierda.” Yo le dije que se calmara, que comiera lo que había y se dedicase a hablar con algunas de las pibas nuevas. “No voy a comer esta mierda. Lo único que te hacen estas basuritas es sacarte más granos. Escuchame una cosa, tengo una idea: Agarramos el auto y nos vamos al centro. Me dijeron que hay un sauna que cuesta quince pesos el polvo. Tenemos que ir. Máximo me dijo que el abuelo le había tirado unos mangos, así que creo que no va a tener problemas en prestarnos algo de guita.”

El sauna quedaba en la calle Lavalle. Subimos unas escaleras que nos llevó a un hall de distribución en donde había un tipo sentado detrás de un escritorio. Fue la primera persona que escuché hablar de sexo de manera tan desinteresada. Nos explicó que la participación normal costaba veinte pesos y si queríamos agregar anal se iba a cuarenta. Nosotros teníamos sesenta pesos entre los tres, pero sólo acusamos tener cincuenta. Se rió y nos dio tres fichas de color amarillo después de recibir el billete. Abrió una puerta y nos dijo que entráramos. El lugar era enorme, estaba lleno de gente. Había dos mesas de pool y algunos televisores amurados en las paredes. Las chicas caminaban por la sala y cuando algún tipo las encaraba se iban por un pasillo hasta desaparecer de nuestra vista. Nos acomodamos en unas sillas de plástico que había contra una pared. Ninguno se animaba a hablar con las chicas. Estábamos inmóviles casi sin emitir sonido. Paralizado por los nervios supuse que las chicas vendrían hacia nosotros y nos llevarían por un rato a cambiarnos la vida. Esto último fue lo que dijo Máximo: “Hoy cambiamos nuestra vida.” El tiempo pasaba y ninguna mujer se nos acercaba. Estuvimos más de tres horas viendo como todos los tipos salían de aquel pasillo con los huevos vacíos. Observé a Máximo llevar su cabeza hasta sus rodillas abrazándose la nuca. Se quedó un buen rato en esa postura y luego gritó: “¡Tal vez nos llaman por nombre! ¿Nos registramos cuando entramos?” Lo dijo tan fuerte que todo el salón lo escuchó. Todos se cagaron de risa, inclusive las chicas, que no tardaron ni un segundo en agarrarnos las manos y llevarnos hasta la habitación. De regreso paramos en una parrilla veinticuatro horas. Pedimos un sándwich de vacío y le dijimos que lo cortara en tres partes iguales. Lo mordimos usando el olor a vagina en los dedos como aderezo. Despertaba el día en el centro porteño. Ninguno sabía realmente si nuestra vida había cambiado.












   


















martes, 6 de septiembre de 2011

EL INCENDIO DEL ALMA

Era domingo. Festejábamos mi cumpleaños número doce. Había unas quince personas en nuestra casa: algunas tías postizas que se habían quedado viudas hacía ya mucho tiempo. También tíos que apenas me veían me daban dinero en privado, como si nadie tuviera que ver que me estaban haciendo un regalo. Cuando me daban mucha era porque habían ganado al hipódromo. Así solían comentar entre ellos: “Hoy gané al hipódromo”. Levantaban la vos cuando había que defender a su club, a Perón, a Alfonsín, y a todo lo que a ellos les tocaba el corazón. Recuerdo las caras tristes de mi madre y mis tías, siempre calladas, como si su vida se apagara con la vos de sus maridos. Sin embargo, una de mis tías postiza era la única que intentaba protagonizar aquellas charlas, en donde más de una vez, alguno se levantó de la mesa y se fue furioso. Solía hablar de su finado. Me gustaba escuchar cosas sobre la vida de Ángel, y más me gustaba que lo hiciera mi tía Trini. Habían estado treinta años juntos. Siempre intentó que su marido abandonara el alcohol. Le sacaba el contenido a las damajuanas y las rebajaba con agua. El pobre ni siquiera se daba cuenta que el vino no estaba más puro y terminaba rebajando un vino ya rebajado. Para mi tía este era un buen tratamiento, o por lo menos era una forma de intentarlo. Nada de ir a consultar las cosas con profesionales. Los problemas que había en casa, se arreglaban en casa.

Aquella noche, mientras Trini lograba hacer callar a los hombres mandando una avalancha de historias graciosas sobre Ángel, tuve la mala suerte que se resbalara el vaso de mis manos y se me cayera el líquido en la remera. Entonces mi hermano, que debería tener unos  veinte y pico, ya algo borracho, me dijo: “¡Pero que hace hermano! Usted no puede andar haciendo estas cosas. Sobre todo ahora que tiene doce años. Ya es hora que le de comer al tero”. Todos mis tíos se cagaron de risa. Sentí mucha vergüenza. Las mujeres se mantuvieron al margen del comentario. Fui hasta el baño y me miré fijo en el espejo: tres bolas de pus justo encima de mis cejas. La nariz hinchada, toda deforme por un pedazo de piel dura y dolorosa que no tardaría en ponerse rojo para darle lugar a otro grano. Granos, muchos granos. El más pequeño tenía el tamaño de una de mis uñas. Lo único que necesitaba para tener posibilidades de debutar era hacer desaparecer mi acné.

Salí del baño y vi la luz encendida en la habitación de mis viejos. Mama siempre tenía un libro en su mesita de luz. Casi siempre eran libros con la tapa rota, libros usados que habían resistido las manos del tiempo. Usaba separadores que casi siempre eran pedazos de hojas rotas de mi cuaderno gloria para la escuela. Me gustaba que hiciera eso. Me acerqué hasta la mesita y vi el pedazo de hoja que sobresalía de su libro. Estaba escrito, era la letra de mama:

…Caballito blanco que a palo y cuchillo mortadela has quedado, no consideres mi acto desalmado. Caballito blanco con tu pierna rota condenado, yo también muero a quebradura lenta. Pedacito de luz entre mis tierras, no te sientas desgraciado, si te sirve de consuelo, a vos y a mí, nos comerán en un asado…

Cuando se fueron los invitados escuché una conversación entre mis viejos. Mi mama estrelló su cartera en el piso diciendo que estaba cansada de no tener un mango. Lloraba. Después mi viejo le dijo que se calmara, que la solución era vender el departamento, saldar deudas, e irnos a uno más pequeño. No entendí cuanto más pequeño sería, ya que mis hermanos y yo dormíamos en el comedor. Me sentía triste al escuchar los llantos de mi vieja. En un momento no la escuché más. Pensé en la prueba que nos iba a tomar la señorita Cristina al día siguiente, en todos mis amigos, en seguir planeando nuestro viaje de egresados. 

Por la mañana fui a buscar a Mamá al cuarto para que me evaluara, necesitaba hacer esto antes de dar un examen. La puerta estaba cerrada con llave. Mi hermano me dijo que no rompiera los huevos, que Mamá seguro  había tomado unas pastillas para dormir. Me preguntó a qué hora entraba a la escuela. Después me dijo que iba a tener que llegar media hora más tarde; un tipo le tocaría el timbre en diez minutos. Yo tenía que bajar y decirle que mi hermano no estaba y le tenía que dar un sobre de su parte. “Escuchame bien. Vos bajás. El tipo te pregunta por mí y le decís que no estoy y le das este sobre, ¿ok?” Todo salió como mi hermano me lo pidió, salvo algo que no me animé a contarle cuando subí a casa. El tipo me había dicho: “Decile que la tarasca tiene que aparecer toda juntita. Que no queremos más pequeñas cuotas cuando a él se le ocurra. Decile que no me haga venir y pegarle un cohetazo en el estómago”. 

Mi hermano me dio un peso por entregar el sobre. “One dólar. En este hispa AHORA se gana en dólares, entonces es AHORA que hay que hacer la guita”, dijo, antes de mandarme al taller de Rubén, que estaba a una cuadra de casa. Allí el tololo me acompañaría a la escuela. El tololo era un discapacitado mental que se la pasaba todos los días en el taller. Para los empleados era bueno tenerlo ahí. Estaban todo el tiempo tomándole el pelo. Fui a varias cenas en el taller. La mayoría se organizaban a fin de año. En todas le daban mucho vino al tololo y lo hacían bailar desnudo. El show duraba mucho tiempo. Llegaba a su mayor momento de euforia cuando la gente tiraba petardos alrededor del pobre tololo desnudo. Muchas veces lo vi llorar. Yo tenía una sensación extraña cuando cenaba con ellos. Sentía bronca de haber nacido.

Caminando hacia la escuela me auto evalué en vos baja pensando que mi Mamá me hacía las preguntas del examen. El tololo, como de costumbre, no dijo una palabra. Vi pasar unos tipos con guardapolvo de doctor. Pensé en mi padre. Él iba dos veces por semana a Mar del plata porque tenía que ver a su médico de cabecera. Yo le preguntaba si tenía algo grave, pero él decía que era una pavada, pero sólo el doctor casino podía atenderlo. Mi viejo se pasó más de la mitad de su vida visitando al doctor casino y, cuando no pudo pagarle más, se fue con el doctor póker. Después no pudo pagarle al doctor póker y eligió a dios que, según él, lo atendía gratis porque no tenía profesión.

Llegué tarde. Ya habían empezado la prueba. Me senté en una de las últimas filas y la profesora me dijo que me ponga en la primera. Seguramente pensaba que yo me quería copiar. Estaba lejos de querer hacer aquello. Confiaba en hacer un buen examen. Simplemente me gustaba sentarme en el fondo para poder ver casi toda el aula. También me gustaba el fondo porque allí estaban mis buenos amigos. La mayoría de los que se sentaban en las primeras filas eran unos alcahuetes, salvo los mellizos Pereira que usaban anteojos. Eran los únicos de la primera fila que se juntaban con nosotros en los recreos. Mientras hacíamos la prueba la señorita Cristina no paraba de comer chocolates. Era gorda. Tenía la cara llena de pecas y unas tetotas que parecía que iban a estallar. Me gustaba muchísimo. Quería debutar con ella. Se me repetían algunos sueños con su figura desnuda abrazándome, dándome todo el calor que necesitaba mi virginidad y mi acné. Quería decirle que la amaba, que me dejara hacerle el amor aunque sea un ratito. 

La prueba me resultó fácil. La hice en media hora. En una de las preguntas sobre ciencias naturales escribí lo del caballo que había leído en el separador de Mamá, además de todo lo que había estudiado. Cuando todos terminaron la señorita Cristina nos mandó al patio a jugar. Ella iba a corregir y nos iba a llamar para darnos la nota. 

Nos fue a buscar al patio y nos llevó de nuevo al aula. Todavía le faltaba corregir algunas pruebas. Le pedí permiso para ir al baño. Al regresar abrí la puerta del aula. Lo primero que vi fue a mis compañeros riéndose a carcajadas. Todos me miraban fijo. Después vi a la señorita Cristina con mi prueba en la mano. La hoja se iba consumiendo por el fuego que ella misma había provocado con su encendedor mientras me decía que era una porquería. Me senté y me quedé mirando las últimas letras del poema de mama que desaparecían con la llama. Antes que la hoja le quemara la mano la tiró al piso y la pisoteó con fuerza. Volví a mirar a mis compañeros. Todos seguían contentos.