viernes, 30 de septiembre de 2011

BUSCANDO LA CARNE

Las tardes de enero en Buenos Aires eran aburridas, y sobre todo para tres adolescentes que no habían descubierto el sexo. Casi siempre nos quedábamos a dormir en la casa de Máximo. Era el único que contaba con una habitación sólo para él. Una de aquellas tardes decidimos que de algún modo teníamos que debutar sexualmente. Ya habíamos agotado todos los recursos construyendo semejanzas humanas para enterrar el pene: Máximo llegó a  masturbarse hasta con un muñeco Alf de arcilla que él y un amigo de la primaria habían hecho en la clase de actividades prácticas. Al pobre Alf le tocó tragarse varios lechazos. Raúl sufría una alocada ansiedad que lo hacía masturbarse más de siete veces por día. Cuando uno le preguntaba a dónde había ido, era casi seguro que, cualquiera haya sido el acto, se había hecho una paja. Una vez buscó un árbol de la plaza San Martín porque las minas que había visto en retiro lo dejaron en llamas. “Necesito un árbol muchachos” “¿Te estás meando?” “No, es que si no me masturbo no puedo seguir”. Yo le hacía un agujero a una almohada de gomaespuma que me había encontrado en la calle, absolutamente todos mis amores los encontré ahí. Bien podría decir que mi primer amor estaba hecho de gomaespuma. Las noches que pasaba en mi casa esperaba que todos se durmieran para entrar con mi almohada al baño. Una vez instalados en el inodoro, el acto sexual era breve y poco cariñoso, pero sin duda muy reconfortante.

Una de aquellas tardes Máximo recibió una llamada, era Gabriela, una amiga de su infancia. Le dijo que por la noche había una fiesta en la casa de su mejor amiga Andrea. Nosotros sabíamos de qué se trataba. Gabriela estaba de novia con un fanfarrón que cada vez que nos veía nos contaba cómo se la montaba. Una vez, el muy idiota, me vio un pomo de pegamento y me dijo que yo me drogaba porque todavía no sabía lo que producía el sexo. Decía cosas como: “Mujer sin prendas íntimas, la frescura de su piel, el brillo mágico de su ser, recorrer sus partes con mis dedos, es una estrellita que me mandó el cielo”, y la concha de su hermana. Parecía que lo habían escupido en el tiempo con una muñeca Barbie atravesada en el culo. No perdí tiempo en contarle que eran mis únicas zapatillas y las tenía que cuidar. Todas las reuniones parecían ser un encuentro para homenajear la verga de este boludo. Las amigas de Gabriela eran vírgenes y no aceptaban hombres en las mismas condiciones. Como Gabriela les contaba a sus amigas de que forma hombre con muñeca en la cola la garchaba, las pendejas estaban enloquecidas con él.

A ninguno nos gustó la idea de ir a la fiesta, pero nos tomamos tiempo para pensarlo. Yo supuse que quizás habría más mujeres y eso ayudó. Por otro lado, no teníamos absolutamente nada que hacer. La casa quedaba en olivos, lo que sugirió algunas reflexiones de Raúl. Empezó la frase diciendo “gilada.” Después siguió: “Ninguna de las minas nos va a dar cabida. Son unas chetitas boludas que se la pasan hablando de lo bien que se llevan con su papa. En cuanto lo vea al gil del novio me voy a querer ir. Ese tipo me irrita. Le cortaría esas cubanitas de mierda y con el pelo le ataría los huevos.” Máximo lo interrumpió y le dijo que era muy probable que hubiese buena comida, entonces nos pusimos a fantasear con un rico asado. Raúl no pudo contener su amor ansioso por la carne y tuvo una erección. Fue al baño y al regresar soltó un pensamiento en vos alta con un gesto muy serio, “¿Harán asado?”

Máximo decidió ir con el auto del padre a pesar de no tener edad suficiente para tener el registro. Sacarlo fue un operativo fácil. Los primeros cien metros lo empujamos para que no hiciera ruido el motor. Una vez que lo puso en marcha nos subimos y salimos arando. En el camino nos paramos en el kiosco del chileno y su mujer que, según la madre de Máximo, recibía con frecuencia algunos golpes de su marido. Tocamos el timbre y tardó unos cinco minutos en atendernos. El chileno dormía en el depósito del local. Nos contaba que de noche su mujer y él solían hacer pis en el piso porque el baño estaba arriba y le daba fiaca subir las escaleras. Al chileno no le importaba absolutamente nada que tuviera que ver con llevar un ritmo de vida de una persona más o menos civilizada. En una oportunidad una clienta le pidió un vaso con agua para tomar una aspirina. Como estaba algo sucio, la señora le hizo una observación gentil para que se lo cambiara. “Aguántese mi reina”, le dijo, agarró el mismo vaso y le pasó un trapo sucio que tenía en el mostrador.

Compramos cuatro cartones de vino y algunos sobres de jugo para mezclar. El viaje fue hermoso. Hablamos de la familia que uno elije. Nos dijimos que nos queríamos con algunas lágrimas atravesadas en la cara. También hablamos de cómo se estaba perdiendo la costumbre de comprar tripa gorda cuando se hacía un asado. Raúl comenzó a aventurar que seguramente la carne sería de primera, “esos putos tienen guita, consiguen nerca de la mejor.” Máximo y yo intentábamos cambiar de tema para que no se ponga nervioso. Eran escasas las ocasiones en que Raúl podía comer carne. Unas cuadras antes de llegar a la casa nos detuvimos en una plaza a terminar los dos vinos que nos quedaban. Me recosté en el arenero justo al lado de los juegos para los chicos. Me sentía vivo, tranquilo, con un equipo en donde todos tirábamos para el mismo lado. Máximo nos hizo estallar de risa al preguntar si nosotros aceptaríamos ingresar a los Guns And Roses a condición de darle unos besos en la cabeza del pene a Axl Rose. Como Raúl estaba dando los primeros pasos como baterista, no tuvo ningún problema en decir que si. Yo le pregunté si dejaría que Axl Rose le metiera la mitad del pene en el culo y me dijo que no, que sólo aceptaba darle unos besos en la chota.

La casa de Andrea tenía dos pisos y era una de las más lindas de la cuadra. Tocamos el timbre. Mientras esperábamos miré el rostro serio y nervioso de Raúl. No podía entender cómo alguien había llegado a tener una casa tan grande. Andrea nos abrió la puerta. Estaba hermosa y yo me encargué de decírselo. Nos hizo pasar a la sala de estar. La escena era absolutamente la misma que en otras ocasiones, salvo que había algunas chicas que nosotros no conocíamos. Hombre con muñeca en la cola me preguntó cómo estaba manifestando un falso interés sobre mi supuesta adicción al pegamento. Luego nos sentamos y nos mantuvimos callados escuchando historias sobre campeonatos de Hockey, escuelas bilingües, borracheras en el Country, y muchas otras cosas que nosotros desconocíamos por completo. Como Raúl tenía algo de confianza con Gabriela se atrevió a preguntarle qué había de comer. Le respondió que sólo habían comprado cerveza y chips. Con sólo mirarlo pude saber que su sueño de comer asado estaba acabado. Se pasó la mano por la cabeza dejando ver algunas entradas; a pesar de su corta edad ya se estaba quedando calvo. Después se me acercó y me dijo al oído: “Nos tenemos que ir. Esta conchuda tiene toda la guita y lo único que compra son estas papitas de mierda.” Yo le dije que se calmara, que comiera lo que había y se dedicase a hablar con algunas de las pibas nuevas. “No voy a comer esta mierda. Lo único que te hacen estas basuritas es sacarte más granos. Escuchame una cosa, tengo una idea: Agarramos el auto y nos vamos al centro. Me dijeron que hay un sauna que cuesta quince pesos el polvo. Tenemos que ir. Máximo me dijo que el abuelo le había tirado unos mangos, así que creo que no va a tener problemas en prestarnos algo de guita.”

El sauna quedaba en la calle Lavalle. Subimos unas escaleras que nos llevó a un hall de distribución en donde había un tipo sentado detrás de un escritorio. Fue la primera persona que escuché hablar de sexo de manera tan desinteresada. Nos explicó que la participación normal costaba veinte pesos y si queríamos agregar anal se iba a cuarenta. Nosotros teníamos sesenta pesos entre los tres, pero sólo acusamos tener cincuenta. Se rió y nos dio tres fichas de color amarillo después de recibir el billete. Abrió una puerta y nos dijo que entráramos. El lugar era enorme, estaba lleno de gente. Había dos mesas de pool y algunos televisores amurados en las paredes. Las chicas caminaban por la sala y cuando algún tipo las encaraba se iban por un pasillo hasta desaparecer de nuestra vista. Nos acomodamos en unas sillas de plástico que había contra una pared. Ninguno se animaba a hablar con las chicas. Estábamos inmóviles casi sin emitir sonido. Paralizado por los nervios supuse que las chicas vendrían hacia nosotros y nos llevarían por un rato a cambiarnos la vida. Esto último fue lo que dijo Máximo: “Hoy cambiamos nuestra vida.” El tiempo pasaba y ninguna mujer se nos acercaba. Estuvimos más de tres horas viendo como todos los tipos salían de aquel pasillo con los huevos vacíos. Observé a Máximo llevar su cabeza hasta sus rodillas abrazándose la nuca. Se quedó un buen rato en esa postura y luego gritó: “¡Tal vez nos llaman por nombre! ¿Nos registramos cuando entramos?” Lo dijo tan fuerte que todo el salón lo escuchó. Todos se cagaron de risa, inclusive las chicas, que no tardaron ni un segundo en agarrarnos las manos y llevarnos hasta la habitación. De regreso paramos en una parrilla veinticuatro horas. Pedimos un sándwich de vacío y le dijimos que lo cortara en tres partes iguales. Lo mordimos usando el olor a vagina en los dedos como aderezo. Despertaba el día en el centro porteño. Ninguno sabía realmente si nuestra vida había cambiado.












   


















martes, 6 de septiembre de 2011

EL INCENDIO DEL ALMA

Era domingo. Festejábamos mi cumpleaños número doce. Había unas quince personas en nuestra casa: algunas tías postizas que se habían quedado viudas hacía ya mucho tiempo. También tíos que apenas me veían me daban dinero en privado, como si nadie tuviera que ver que me estaban haciendo un regalo. Cuando me daban mucha era porque habían ganado al hipódromo. Así solían comentar entre ellos: “Hoy gané al hipódromo”. Levantaban la vos cuando había que defender a su club, a Perón, a Alfonsín, y a todo lo que a ellos les tocaba el corazón. Recuerdo las caras tristes de mi madre y mis tías, siempre calladas, como si su vida se apagara con la vos de sus maridos. Sin embargo, una de mis tías postiza era la única que intentaba protagonizar aquellas charlas, en donde más de una vez, alguno se levantó de la mesa y se fue furioso. Solía hablar de su finado. Me gustaba escuchar cosas sobre la vida de Ángel, y más me gustaba que lo hiciera mi tía Trini. Habían estado treinta años juntos. Siempre intentó que su marido abandonara el alcohol. Le sacaba el contenido a las damajuanas y las rebajaba con agua. El pobre ni siquiera se daba cuenta que el vino no estaba más puro y terminaba rebajando un vino ya rebajado. Para mi tía este era un buen tratamiento, o por lo menos era una forma de intentarlo. Nada de ir a consultar las cosas con profesionales. Los problemas que había en casa, se arreglaban en casa.

Aquella noche, mientras Trini lograba hacer callar a los hombres mandando una avalancha de historias graciosas sobre Ángel, tuve la mala suerte que se resbalara el vaso de mis manos y se me cayera el líquido en la remera. Entonces mi hermano, que debería tener unos  veinte y pico, ya algo borracho, me dijo: “¡Pero que hace hermano! Usted no puede andar haciendo estas cosas. Sobre todo ahora que tiene doce años. Ya es hora que le de comer al tero”. Todos mis tíos se cagaron de risa. Sentí mucha vergüenza. Las mujeres se mantuvieron al margen del comentario. Fui hasta el baño y me miré fijo en el espejo: tres bolas de pus justo encima de mis cejas. La nariz hinchada, toda deforme por un pedazo de piel dura y dolorosa que no tardaría en ponerse rojo para darle lugar a otro grano. Granos, muchos granos. El más pequeño tenía el tamaño de una de mis uñas. Lo único que necesitaba para tener posibilidades de debutar era hacer desaparecer mi acné.

Salí del baño y vi la luz encendida en la habitación de mis viejos. Mama siempre tenía un libro en su mesita de luz. Casi siempre eran libros con la tapa rota, libros usados que habían resistido las manos del tiempo. Usaba separadores que casi siempre eran pedazos de hojas rotas de mi cuaderno gloria para la escuela. Me gustaba que hiciera eso. Me acerqué hasta la mesita y vi el pedazo de hoja que sobresalía de su libro. Estaba escrito, era la letra de mama:

…Caballito blanco que a palo y cuchillo mortadela has quedado, no consideres mi acto desalmado. Caballito blanco con tu pierna rota condenado, yo también muero a quebradura lenta. Pedacito de luz entre mis tierras, no te sientas desgraciado, si te sirve de consuelo, a vos y a mí, nos comerán en un asado…

Cuando se fueron los invitados escuché una conversación entre mis viejos. Mi mama estrelló su cartera en el piso diciendo que estaba cansada de no tener un mango. Lloraba. Después mi viejo le dijo que se calmara, que la solución era vender el departamento, saldar deudas, e irnos a uno más pequeño. No entendí cuanto más pequeño sería, ya que mis hermanos y yo dormíamos en el comedor. Me sentía triste al escuchar los llantos de mi vieja. En un momento no la escuché más. Pensé en la prueba que nos iba a tomar la señorita Cristina al día siguiente, en todos mis amigos, en seguir planeando nuestro viaje de egresados. 

Por la mañana fui a buscar a Mamá al cuarto para que me evaluara, necesitaba hacer esto antes de dar un examen. La puerta estaba cerrada con llave. Mi hermano me dijo que no rompiera los huevos, que Mamá seguro  había tomado unas pastillas para dormir. Me preguntó a qué hora entraba a la escuela. Después me dijo que iba a tener que llegar media hora más tarde; un tipo le tocaría el timbre en diez minutos. Yo tenía que bajar y decirle que mi hermano no estaba y le tenía que dar un sobre de su parte. “Escuchame bien. Vos bajás. El tipo te pregunta por mí y le decís que no estoy y le das este sobre, ¿ok?” Todo salió como mi hermano me lo pidió, salvo algo que no me animé a contarle cuando subí a casa. El tipo me había dicho: “Decile que la tarasca tiene que aparecer toda juntita. Que no queremos más pequeñas cuotas cuando a él se le ocurra. Decile que no me haga venir y pegarle un cohetazo en el estómago”. 

Mi hermano me dio un peso por entregar el sobre. “One dólar. En este hispa AHORA se gana en dólares, entonces es AHORA que hay que hacer la guita”, dijo, antes de mandarme al taller de Rubén, que estaba a una cuadra de casa. Allí el tololo me acompañaría a la escuela. El tololo era un discapacitado mental que se la pasaba todos los días en el taller. Para los empleados era bueno tenerlo ahí. Estaban todo el tiempo tomándole el pelo. Fui a varias cenas en el taller. La mayoría se organizaban a fin de año. En todas le daban mucho vino al tololo y lo hacían bailar desnudo. El show duraba mucho tiempo. Llegaba a su mayor momento de euforia cuando la gente tiraba petardos alrededor del pobre tololo desnudo. Muchas veces lo vi llorar. Yo tenía una sensación extraña cuando cenaba con ellos. Sentía bronca de haber nacido.

Caminando hacia la escuela me auto evalué en vos baja pensando que mi Mamá me hacía las preguntas del examen. El tololo, como de costumbre, no dijo una palabra. Vi pasar unos tipos con guardapolvo de doctor. Pensé en mi padre. Él iba dos veces por semana a Mar del plata porque tenía que ver a su médico de cabecera. Yo le preguntaba si tenía algo grave, pero él decía que era una pavada, pero sólo el doctor casino podía atenderlo. Mi viejo se pasó más de la mitad de su vida visitando al doctor casino y, cuando no pudo pagarle más, se fue con el doctor póker. Después no pudo pagarle al doctor póker y eligió a dios que, según él, lo atendía gratis porque no tenía profesión.

Llegué tarde. Ya habían empezado la prueba. Me senté en una de las últimas filas y la profesora me dijo que me ponga en la primera. Seguramente pensaba que yo me quería copiar. Estaba lejos de querer hacer aquello. Confiaba en hacer un buen examen. Simplemente me gustaba sentarme en el fondo para poder ver casi toda el aula. También me gustaba el fondo porque allí estaban mis buenos amigos. La mayoría de los que se sentaban en las primeras filas eran unos alcahuetes, salvo los mellizos Pereira que usaban anteojos. Eran los únicos de la primera fila que se juntaban con nosotros en los recreos. Mientras hacíamos la prueba la señorita Cristina no paraba de comer chocolates. Era gorda. Tenía la cara llena de pecas y unas tetotas que parecía que iban a estallar. Me gustaba muchísimo. Quería debutar con ella. Se me repetían algunos sueños con su figura desnuda abrazándome, dándome todo el calor que necesitaba mi virginidad y mi acné. Quería decirle que la amaba, que me dejara hacerle el amor aunque sea un ratito. 

La prueba me resultó fácil. La hice en media hora. En una de las preguntas sobre ciencias naturales escribí lo del caballo que había leído en el separador de Mamá, además de todo lo que había estudiado. Cuando todos terminaron la señorita Cristina nos mandó al patio a jugar. Ella iba a corregir y nos iba a llamar para darnos la nota. 

Nos fue a buscar al patio y nos llevó de nuevo al aula. Todavía le faltaba corregir algunas pruebas. Le pedí permiso para ir al baño. Al regresar abrí la puerta del aula. Lo primero que vi fue a mis compañeros riéndose a carcajadas. Todos me miraban fijo. Después vi a la señorita Cristina con mi prueba en la mano. La hoja se iba consumiendo por el fuego que ella misma había provocado con su encendedor mientras me decía que era una porquería. Me senté y me quedé mirando las últimas letras del poema de mama que desaparecían con la llama. Antes que la hoja le quemara la mano la tiró al piso y la pisoteó con fuerza. Volví a mirar a mis compañeros. Todos seguían contentos.   

sábado, 20 de agosto de 2011

10-CARLO- “Pegando una ojeada”- Último capítulo-


Le muestro los nueve capítulos al viejo Ruiz. Acepta leerlos diciendo que les va a pegar una ojeada. Lo hace delante de mí. Se toma su tiempo. Lo miro algo incómodo, como si me estuviera arrepintiendo de habérselos dado. Dice que está bueno y me pregunta por qué escribo. Yo le quiero responder que lo hago sólo porque no tengo huevos para volarme el bocho de un tiro. No me deja decir nada: “Si es para coger minas te veo jodido, pibe. Si fuera mujer, antes de acostarme con vos, te llevo a hacer un examen de HIV”. Se ríe y vuelve a agarrar las hojas. Le pega con la punta del dedo a una de las páginas. “Esto del vaso de Mac donals es una boludez, no le puede interesar a nadie. Acostumbrate a no contar cosas que carecen de importancia. Tendrías que escribir ficción. Nadie puede escribir sólo lo que le pasa. Si sos uno de esos boluditos que se autodestruye para manchar algunas hojas con frases torpes y desalmadas, te recomiendo que no sigas. Ahora, si vos podés hacer ficción con las misma intensidad de tu sucia vida, intentalo. ¿De verdad pensás quedarte a vivir acá? Estás loco. No te vas a acostumbrar a este pueblo fantasma. Te va a hacer peor. Cuando empieces a extrañar las noches calurosas de tu barrio, las luces azules de la bonaerense, los silbidos bajos en cada esquina anunciando tiros, te vas a sentir un miserable. Vas a extrañar lo miserable. Vas a extrañar tu vida”.

Me quedo mirándolo. Estoy conmovido. Siento que me dio una patada en el corazón. Le digo que a Mauro lo veo bien, que parece feliz en la granja. “No te confundas, pibe. Maurito tiene el corazón roto por la conchuda de su ex. Tal vez necesite diez años para darse cuenta de lo que pasó. En cambio vos, te estás lastimando el corazón con falopa. Decís que yo no tengo un mango, que no garcho. Es verdad. Pero por lo menos tengo una casa. ¿Vos qué tenés? Disculpame, Carlo. Ojala muchos pibes como vos, puedan llegar a viejos y tener mucho más que yo”. Se me acerca. Me da un beso en la mejilla y yo lo abrazo. Papa, pienso mientras los huesos de sus pómulos se clavan en mi cara. Le doy un beso en la frente. Odio los besos en la frente, pero lo hago igual. Parece un beso que reconoce la derrota del enemigo. Un beso antes de que se lo lleve la muerte. Mi madre solía besarme así.

El viejo se levanta. Entra a la casa y se mete en la habitación. Mauro prepara unos mates. Me propone jugar un cabeza en el jardín. Me dice que a la directora de la comunidad le gusto. Después me sugiere que intente salir con ella. “Seguro que te consigue laburo”. Cabeceamos torpemente una pelota destrozada por Tayson. Nos movemos en un espacio corto que nos marca la luz de una lámpara enganchada en un palo. Nos agitamos y decimos lo bueno que sería dejar el tabaco. Decidimos ir al restaurante de nuestro amigo. Me asusta la idea que me proponga tomar merca. Me tiemblan las manos, el culo. Unas gotitas de sudor me recorren las piernas. El dueño del restaurante no está. Nos sentamos. Una camarera nos saluda con cortesía. Mauro le dice que me voy a quedar a vivir en la granja. A Sandra se le dibuja una sonrisa hermosa. Es linda. Tiene cerca de cuarenta años. Lleva un pañuelo violeta en el cuello. Parece que el paso del tiempo le hizo relucir lo mejor de si misma. Más tarde vuelvo al restaurante a buscarla. Nos subimos a su moto. Paramos al borde de un arrollo. Me habla de su vida. Tiene un hijo. Tengo la impresión que me estoy enamorando. Tengo ganas de decirle que la quiero, pero me parece apresurado. Entonces le digo que es hermosa. La abrazo y nos besamos. La piel de una madre me envuelve hasta los huesos. Corre el cierre de su camperita de lana y me pide que meta las manos. Cierro los ojos. No queda más luna. Estoy adentro de Sandra.

lunes, 15 de agosto de 2011

9-CARLO- “Gol”


La tarde que me despedí de Carla lloré. No logro entender muy bien si lo hice por ella o por el temor que me producen las despedidas. Primero iba a visitar a su amiga y después regresaba a Buenos Aires. Prometimos llamarnos, a pesar que no lo haríamos nunca más. Jamás he podido despedir a alguien sin sentir la pesada obligación de prometer algún otro encuentro. Tal vez debería despedir a la gente diciendo: “Chau, es probable que no nos veamos más.” Así me hubiese acostumbrado a ser un poco más fuerte. Mi padre me tendría que haber dicho esto. Haberme pegado en la cara con la palma de la mano abierta. “Mirá que quizás no nos vemos más”. No fui el único que se despidió aquella tarde. Mauro también dejó ir a su novia. Estuvieron un buen rato hablando y se saludaron con un abrazo. Me dio un beso y me dijo en vos baja, gracias. Tal vez se imaginó que yo había hablado con Mauro, que lo había convencido para que la dejara ir. Mi relación con Tamara terminó en una charla telefónica. Me acuerdo de ella. Decía que lo peor de la distancia es olvidarse del rostro de las personas que uno ama. Tenía razón. Yo ya no lo logro recordarla con precisión. Tengo imágenes de su cara derritiéndose: Un ojo más bajo que otro. Risas y llantos mezclados. Sus labios moviéndose de un lado hacia otro. Me dan ganas de pedirle a mi mente que me perdone, aunque sea, el recuerdo.

Mauro se fue a la comunidad. Me quedé con el viejo Ruiz. Era un apasionado del diálogo. Para él era mucho mejor una buena charla que un buen polvo. Creo que esta afirmación la fue justificando con el paso del tiempo. Ya no tenía un mango. Tampoco garchaba. Sólo le quedaba hablar. Hablar mucho. Hablamos de River. El viejo era fanático. En la cancha conoció a su primera mujer, con la que tuvo a su única hija. Viendo por primera vez el monumental sintió que su llegada al mundo tenía un motivo, una misión. Le pregunté qué sentimientos tenía hacia Boca. Dijo que ninguno. Que Boca era como una mina linda, pero muy estúpida. “Sólo te la querés garchar”. Mate y mate. La pava hirvió. Puteó y se levantó rápido.

‒No te hagas drama Ruiz. Mezclala con agua fría y listo ‒le sugerí. Apoyó la pava. Se sentó haciendo una expresión seria. Luego me miró.
‒¿Sabés qué, Carlo? Mi vida es como un jugador habilidoso. El tipo se pasa a todos. Gambetea. Nunca le podés sacar la pelota. Avanza hasta la puerta del aérea grande. Le salen dos defensores y los vuelve a gambetear. Le queda el arquero. También lo deja pagando. ¿Qué le falta hacer?
‒El gol.
‒Sí. El gol. Yo soy ese jugador habilidoso, Carlo. Y por alguna puta razón en esta vida, nunca hice el gol. Nunca. Y siento que ni siquiera pateé al arco, papa.

No dije nada. Volví a pensar en Tamara. Ella seguro le hubiera preguntado el significado de hacer un gol en su vida. Lo miré. Estaba triste. Tuve la impresión que el viejo ya había pateado al arco, pero no se acordaba. Yo lo imaginaba haciendo el gol. Él, seguramente, no supo que yo lo imaginaba festejando. Con la noche a cuestas apareció Mauro. Nos fuimos los tres al sauna. Caminamos bastante. Era una casona a unos cinco kilómetros. Cuatro putas viejas. En un televisor pasaban un video con una mina masturbando a un caballo. Jugaba con la gran verga hasta que se animaba a metérsela en la concha. Nos sentamos en unas sillas de plástico. El tipo de la barra saludó a Mauro y al viejo Ruiz con un abrazo. Dos fernet con coca. Un whisky. Brindamos. Mauro lo hizo por mí. Yo por la granja. EL viejo Ruiz por su hija, y por River.

Esperé afuera que acabaran con las putas. O mejor dicho, que las putas acabaran con ellos. Había una oscuridad deliciosa. Me recosté en el umbral del cabaret. Hacía mucho que no veía las estrellas, la luz distinguida de la noche. El vientito fresco y dulce de las sierras me erizó la piel. Tuve una pequeña erección que terminó con mi semen enredado en los pastizales. Mauro y el viejo salieron cantando. Mauro quiso hacerme una joda agarrándome la pija. Al tocarla se dio cuenta que estaba gomosa, todavía movilizada por la paja que me acababa de hacer. Sacó la mano y empezó a gritarme, “¡Hijo de puta! ¡Qué asco!” El viejo se ofreció para pagar una ronda más de chupi. No fue sólo una, fueron decenas. Las pagamos entre todos. Quedé doblado. El viejo y Mauro aplaudían mientras yo subía una escalera sostenido por una puta de más de sesenta pirulos. Terminé pidiéndole disculpas porque no se me paró la pija. Me dijo que no me preocupara dándome un beso cargado de energía. Al fin y al cabo fui un buen cliente: Pagué y no garché. De regreso a la casa me sentí bien. Pensé en quedarme a vivir en la granja. Se lo contaría a Mauro al día siguiente.

sábado, 6 de agosto de 2011

8-CARLO- “No queda otra”

Descarrilé una noche en la que el dueño del restaurante trajo una cantidad de merca que nunca había visto. Era bien puto y comprensivo. Llevaba de manera tan suave el ritmo de la cocaína, que hasta me despertó algo de envidia. Logramos sentarnos luego de caminar sin parar, durante mucho tiempo. Un intervalo de silencio: Mi brazo izquierdo que no se mueve. No quiero moverlo, no puedo moverlo, porque puedo morir. Me gustaría morir, pero sigo vivo. Vivo como mi compañero de tomata, que no tiene problemas en mirarme. Yo no puedo mirarlo. Me gustaría volver un poco para atrás. Haber renunciado a darme el primer saque. Haber renunciado a darme el segundo. Me gustaría haberme dado por vencido cuando había que redoblar la apuesta. Miro hacia el frente, duro, muy duro. Hubiera sido mejor nacer en  beverly hills o ser un drogadicto con mucha guita. El brazo se afloja y mi compañero así lo entiende. Ya se había empezado a poner incómodo. Me pregunta si estoy bien, si quiero tomar keta. No. Todo se ha acabado. Termino de aspirar a fondo la última raya y todavía no sé que dentro de poco voy a desesperarme porque no queda más. Llamo a Tamara, le cuento donde estoy y se pone a llorar. Le cuento que soy un falopero y llora más. Puedo escuchar sus lágrimas, pero no sentirlas. Me pregunta cuándo llegué y le respondo con otra pregunta: ¿Te garchaste al tornero? Llora. Le pido ayuda, me dice que le cagué la vida. Es verdad; le cagué la vida. Y me cagué la vida. Voy hasta la casa. Carla duerme. Llego a verle un tatuaje hecho con tinta china que dice Ale. No quiero acercarme a ella. Siento el olor de su culo, de sus huevos, de su pija escondida. Siento la densidad de la miseria, del hongo podrido que me abraza acariciándome la nuca. Me tiro en el piso inclinando las piernas. Me paso las manos por las rodillas y un chorro de pis me moja el pantalón. Tengo frío. Raspo mis dientes y escucho el sonido de la puerta que se abre. El dueño del restaurante.

‒Escuchame Carlo. Me tenés que acompañar a la veterinaria.

Media botella de whisky en unos pocos minutos. Emprendimos camino a la veterinaria.
 Era un local integrado a una vivienda, no muy lejos de la casa del viejo Ruiz. El frente estaba enrejado. Había un timbre. Esperamos unos minutos hasta que apareció el empleado. Mi compañero se mostraba coherente. No entiendo cómo mierda podía llevar tanta droga adentro y actuar así. Empezó a inventar una historia que, pienso ahora que lo escribo, cualquier campesino drogadicto debía ya conocer:

‒Primero creo que usted merece unas pequeñas disculpas de mi parte. Sé que el horario no es el más indicado para interrumpir su sueño. Resulta que a mi caballo se le quedaron las patas enganchadas en el alambrado. Hace varias horas que estamos intentando sacarlo y es imposible. Se pone muy nervioso. Patea sin parar. He recibido la ayuda de algunos vecinos, los cuales me sugirieron comprar ketamina para dormirlo. También necesitaría saber la dosis que tengo que suministrarle. No vaya a ser cosa que se me muera el animal ‒noté algo dubitativo al empleado antes que dijera:

‒Señor. Lamentablemente no me queda más ketamina. Puedo ofrecerle otro medicamento que produce resultados similares.

‒En este caso voy a llamar a uno de mis vecinos para explicarle su propuesta ‒Agarró su celular, apretó un botón, y le dijo hola a un supuesto Alfredo. Le contó la propuesta. Después pasó unos segundos escuchando al supuesto Alfredo con atención. Sólo se lo escuchaba decir: Dale, ta bien, si, perfecto. Colgó y miró fijo con cara de preocupado al empleado de la veterinaria.

‒Usted me va a saber disculpar, pero mi amigo Alfredo me acaba de decir que no queda otra. Que hay que darle con Keta nomás.

Lo único que conseguimos fueron unos ansiolíticos. Me tomé dos pastillas mientras volvíamos a la casa. Ya era de día. Mi compañero se quedó en el restaurante. Hice parte del recorrido solo. Los ansiolíticos paran el tren en la estación que ellos quieren, pero por lo menos lo paran. Llegué a la casa. Me tiré en el pasto cerca de Tayson. Tuve muchas ganas de abrazar a alguien. Luego me recosté al lado de Carla. Me dormí con la boca pegada en su espalda, viendo como los hilos de saliva cubrían su tatuaje. Y de tanta baba y tatuaje tumbero, la euforia: Y somos cuatro testículos, dos penes, y una concha soñada que se borra de mi mente con el pasaje del olor metálico de los cuerpos masculinos. Siento el músculo de mi otro macho que me da un agujero imaginario vaginal. Estoy adentro cuando veo una sombra pesada que cae cerca de mí. El viejo Ruiz mira a Carla. Está serio. Me distrae. Carla lo mira y le habla mientras yo la sigo penetrando.

‒Qué pasa viejito puto. ¿Me querés comer la colita o me queres comer la pijita? ‒el viejo le pone la mano en la boca y ella se la muerde‒. Dale viejo maricón. Pedile permiso a Carlo para comerme la colita. A ver, mostrame la garcha, abuelo. Me imagino que el abuelo tiene un billetín, ¿no?
El viejo Ruiz dijo que no. Hizo un gesto de tristeza que me partió el alma. Dejé de penetrar a Carla y salí al jardín. Me tumbé en el pasto y me quedé profundamente dormido.

sábado, 30 de julio de 2011

7-CARLO- “El juego del viejo Ruiz”

Mauro preparó el fuego a la perfección, en un tiempo record. Había ido a cortar unas ramas con Carla y cuando volvieron le dijo: “Tu tarea ha sido la correcta, ahora el fuego lo encaro yo”. Entonces Carla se puso a acariciar a Tyson, uno de los perros del vecino que tenía la costumbre de pasar el alambrado e irse a lo de Mauro. Aproveché para contarle lo que me había dicho su novia y me dijo que era normal que de vez en cuando sufriera algunos delirios.

‒No anda muy bien, sabés. Pero yo la voy a ayudar. Se inventa historias. Mirá si yo la voy a amenazar.
‒Pero yo la noté muy preocupada ‒dije‒, parecía que estaba cagada en las patas.
‒Si, es una pena que le salte la chaveta así. Voy a tener que laburar duro ‒dijo, clavando la vista en las brasas. Me gustaría que me acompañes a buscar al viejo Ruiz. Llega en un par de horas. Cada vez que viene lo voy a buscar con el auto. El pobre se cansa muchísimo subiendo desde el pueblo hasta la casa.
‒Si Maurito, te acompaño.

Después miró a Carla y me dijo:

‒Hubiera apostado que el perro la iba a morder hasta destartalarla. Es un hijo de mil putas. Una vez, en navidad, el viejo prendió una batería que contenía sesenta y cinco bengalas. Cuando Tyson las vio, se fue rápido y se escondió detrás de un árbol. El viejo me había dicho: “Mirá que cagón resultó este perrito putito”. Antes que las bengalas salieran disparadas, Tyson dejó el árbol y se fue hasta la montaña de fuego. Metió el hocico y las mordió a todas hasta apagarlas. Luego, como si hubiera terminado bien la tarea, pasó el alambrado yéndose a su casa.
‒Ah… Ahora entiendo porque le falta un ojo.
‒Lo del ojo no fue por las bengalas. Dicen que uno de los tipos que vino de invitado a los juegos del viejo Ruiz, le tiró un ladrillazo mientras dormía.
‒¿De qué juegos hablás?
‒Apuestas. Al viejo le gusta más el escolazo que vivir de la hija. Acá arma mesas de póker y dados. Todos se van pelando de a poco hasta sacarse lo que no tienen. Antes de arrancar la mesa, arman grandes cañotas que les da hasta para traer algunas putas de Río Ceballos. Aparentemente el viejo le debía guita al tipo y el loco le cascoteó el ojo al pobre Tyson, que vaya mala suerte tuvo al estar en el jardín del viejo. De todas formas nunca hablé de esto con él. Una vez intenté indagar un poco más acerca de lo que había ocurrido pero sólo me dijo: “Hay muchos que no saben jugar”.

Carla no sólo jugaba contenta con nuestro amigo come fuego, sino que también discutía relajada en lo que, a simple vista, parecía una charla amena con la novia de Mauro. Me resultó algo raro verla tan tranquila después de haberse mostrado desesperada con las supuestas amenazas. Pensé que Mauro podía tener razón, que la tipa estaba realmente loca. Al fin y a cabo él se dedicaba a trabajar con enfermos mentales, y en este caso también se acostaba con ellos, como esos psicólogos que se acuestan con sus pacientes. Esperando al viejo, nos fuimos al restaurante a saludar a nuestro gentil amigo, que no tardó en decirme que si necesitaba drogas me quedara tranquilo, que él se encargaría de traérmelas al pueblo. Mauro caminó unos cien metros campo adentro, diciendo que volvía en cinco minutos. Cuando volvió le pregunté a dónde había ido. Dijo que tenía la costumbre de darle pasto en la boca a un caballo. “Yo le doy la comida y no lo monto, Carlín”. Lo miré. Era mi amigo Mauro, el mismo que me había acompañado en mi temprana edad.

El viejo era un tipo agradable. Sus padres le dejaron bastante dinero que lo fue perdiendo con el juego. Ahora sólo le quedaba la casa en Córdoba y una hija de la que estaba orgulloso. Llegamos a la casa. Carla y la novia de Mauro se habían dormido. Nos pusimos a fumar un porro sentados en el jardín. El viejo me contó que una vez ganó tanta guita en el casino de Mar Del Plata que lo tuvieron que sacar custodiado por personal de seguridad. A mi siempre me resultó mentira este tipo de historias. Me hacen acordar a los taxistas que dicen cogerse cuatro burguesitas por noche. Las pendejas que viven en Palermo no garchan con taxistas, no lo hacen. Las pendejas de Palermo cogen con cualquier otro pibito que tenga una buena mentirita guardada en el bolsillo de la camisa. Las pendejas de Palermo suben a un taxi con miedo a que el chófer las viole y las mande a casita con un par de golpes encima. En los polvorines, si alguno de los pibes se culiaba una minita de Palermo, era un tipo victorioso. Y no lo era porque quizás podía manotear algunas propiedades de papa doctor y mama abogada, sino porque de esa forma se estaba vengando. Se estaba vengando con la pija.

Mauro se quedó dormido en el pasto. En un momento abrió los ojos y se arrastró hasta la carpa donde volvió a quedarse frito con los pies para afuera. El viejo Ruiz empezó a reírse solo y le pregunté que le pasaba.

‒Mirá la que le hago ahora ‒me dijo, bajándose los pantalones.

Empezó a hacer fuerza en cuclillas. Tenía la cara a punto de estallar antes que un sorete largo como el machete de un policía saliera disparado. Tomó un pedazo de mierda con las manos y se lo frotó en la punta de la nariz a Mauro. No pasaron más de diez segundos para que Mauro despertara y, en un acto inconciente del sueño, se frotara aún más la mierda por la cara. Se fue corriendo hasta el baño. Regresó insultando al viejo y jurándole que tenía ganas de matarlo. Se fue calentando cada vez más hasta que intentó tirarle una trompada en la cara. Yo pude contener el golpe y el viejo se salvó de milagro. Después, el viejo miró a Mauro y le dijo:

‒AL final vos tampoco sabés jugar, Mauro.

lunes, 25 de julio de 2011

6-Carlo- “Soluciones”

Terminamos de comer y Mauro nos dijo que fuéramos a su casa. El dueño del restaurante se fue diciendo que tal vez pasaría más tarde. Nos subimos al auto de Mauro, era un Fiat duna hecho mierda: No tenía capot, los amortiguadores estaban destruidos, hacía un ruido insoportable. Mauro nos contó que se lo había ganado en una partida de dados en un pueblo vecino. Las patentes estaban carcomidas por el óxido, era imposible leer los números con claridad.

‒Cuando lleguemos a casa les presento a una amiga, hace unos días que está parando conmigo. Con la loca estoy saliendo hace casi un mes, la conocí una noche en la capital. Las primeras veces que me la garché no quería que la viera desnuda, tiene algunos problemas con su cuerpo, es bulímica y anoréxica.
‒¡Las más rápidas para garchar! ¡Con tal de obtener un poco de autoestima se garchan hasta a un mono! ‒dijo Carla y todos estallamos de la risa.
‒¡Ojo! A mi me vino bastante bien que la loca tuviera problemas con su cuerpo, vos te imaginás que yo tampoco soy Brat Pit, tengo unos granos en el culo del tamaño de una bombita de velador, ¿sabías que bajé 5 kilos?
‒¡Bien ahí! Che, ¿Te acordás cuando garchabas con las zapatillas puestas para que no saliera el olor a pata?
‒Jajajaja! ¡Qué hijo de puta!
 ‒¿Cuándo vas a ir para Buenos Aires, loco?
‒¡En cualquier momento señor! Tengo ganas de ver a los pibes, no sabés el gusto que me da tenerte por acá, Carlo ‒dijo Mauro, con un cierto dejo de tristeza.
‒Qué bueno que hayas conseguido un buen lugar para parar ‒dije.
‒Tengo una linda casa, se la cuido al viejito Ruiz, un gran tipo. Ahí estoy joya, no tengo demasiados problemas. El viejo viene sólo una vez por mes, el resto del año lo banca su hija en Buenos Aires. Dice que Córdoba es hermoso únicamente sabiendo que existe Buenos Aires.

En una de las curvas levantó la mano y nos señaló la casa del viejo Ruiz. Luego miró a Carla por el espejo retrovisor.

‒Y vos Carlita, ¡Qué lindos pechos tenés! ¿Qué andás haciendo por acá?
‒Soy una pequeña granjita de rehabilitación ambulante. Voy viajando, intentando recuperar cocainómanos ‒volvimos a reírnos a carcajadas.

Cuando entramos vi a la novia de Mauro sentada. Nos saludó algo sorprendida, con una alegría exagerada como si nos conociéramos de toda la vida. Mauro la miró fijo y, luego de disculparse un momento, se fue con ella a un cuarto. Cerraron la puerta y se quedaron unos minutos. No llegué a escuchar nada de lo que decían, salvo a Mauro decir “Si yo te puedo dar una mano, te la doy. Quedate tranquila…”
Más tarde nos pusimos de acuerdo en que teníamos hambre. Mauro se ofreció para hacer un asado y le pidió a Carla que lo acompañe. Nos quedamos solos con la novia de Mauro.

‒¿Cómo te llamabas che? ‒pregunté. Sin responderme, se acercó a unas de las ventanas.
‒Dame un segundo por favor. ‒Me dijo, y le di más de uno, nunca es uno. Después me miró y dijo:
‒Flaco, no sé de donde conocés a este enfermo de mierda, está loco. Escuchá lo que pasó: Garchamos unas cuantas veces, pero la última el forro se me quedó adentro. Por suerte me lo saqué si tener que ir al hospital. Me sirvió mucho el prospecto de los tampones, donde explica como hacer en caso que el hilo quede adentro. Mauro se puso como loco, me obligó a tomar una pastilla y no acepté. Después le dije que ni en pedo iba a abortar, entonces se puso más loco y empezó a decirme que me tenía que quedar en su casa hasta mi próxima menstruación, que si me iba era capaz de molerme a palos. El hijo de puta me encierra en la habitación y él duerme en esa carpa, ¿la vés? ‒y señaló por la ventana de la pieza‒. Por la noche lo veo alumbrarse a cada rato la cara con una linterna.
‒No deberías tenerle miedo. Es un buen tipo ‒le dije, para tranquilizarla.
‒Te vuelvo a repetir, está completamente loco.
‒¿Y por qué querrías tener un hijo de un loco?
‒Yo nunca me sometería a un aborto, flaco. Si lo tengo que hacer en un lugar que cumpla mínimamente con las condiciones higiénicas, tengo que gastarme un dineral. Me saldría más barato pagarle los estudios al pibe que abortar en un centro clandestino. Después hay otras alternativas, pero es una carnicería. Loco, te pido un favor, necesito encontrar una solución, necesito que hables con Mauro, que intentes convencerlo para que me deje ir. No soporto más sus amenazas.
‒Dale, en algún momento voy a hablar con él. Ahora intentá descansar.

domingo, 17 de julio de 2011

5-Carlo- “Solidaridad”

Era una casa pequeña, la directora me dijo que a Mauro le gustaba preparar la comida para todos y me hizo acordar que era así. Atravesamos un gran parque que nos llevó hasta un quincho. Cuando entramos, Mauro estaba cortando unas verduras en la mesada, apenas lo vi le pegué un grito, giró y nos dimos un gran abrazo, estaba muy contento de verme. Había una mesa larga de madera donde ya esperaban la comida no más de diez internos, Mauro los miró y comenzó a hablarles casi a los gritos:

‒Algunos de ustedes, respetables cabezas de coco, se preguntarán quién es este hombre ‒y me señaló con la mano abierta‒. Este hombre que hoy ha llegado hasta lo profundo de nuestra comunidad se llama Carlo. Les pido por favor que presten atención porque el tiempo que tenemos antes que se terminen de hacer los fideos es importante. Si yo les digo… ‒hizo una pausa y siguió‒, Juan, ¿ustedes que me pueden responder? ‒Los internos no parecían engancharse con la pregunta de Mauro, pero un tipo pelirrojo que estaba al final del caballete le dijo:

‒Perón, si vos decís Juan, yo pienso en Perón.

Mauro se quedó mirándolo unos segundos y fue hasta su lugar, se le puso detrás y empezó a besarle dulcemente su cráneo todo rapado. Luego le empezó a frotar las manos por la pelada. Otro de los internos se puso a llorar y a gritar un nombre propio que me cuesta recordar cuál era. Los besos de Mauro se fueron convirtiendo lentamente en lengüetazos por todo la cabeza. El tipo tenía los ojos cerrados, me dio la impresión que practicaba de forma reiterada este tipo de cosas con él. Después de dejarle la cabeza toda ensalivada, Mauro se volvió hacia atrás y, mientras hacía circular la saliva con los dedos, se puso a cantar la marcha peronista. A medida que cantaba me clavaba la vista para que yo colabore, pero como yo no la sabía toda, me puse a copiar su cántico. Cuando terminó, inclinó nuevamente su cabeza y se puso a frotar sus cachetes contra la pelada húmeda del tipo al mismo tiempo que decía en vos baja:

‒Quiero que le cuentes a Calo cuando estuviste con el general, quiero que lo hagas. Si no lo hacés, no va a haber más tabaco, ¿me entendés? ¿me entendés? Quiero que le cuentes a mi amigo cómo el general te besaba la cabeza como lo hago yo. ¿Quién te pone más saliva, el general o yo? Pero todo esto que te pido, no tendrá sentido llevarlo a cabo sin antes callar a esta víctima del llanto y, por supuesto, sin comer los fideos. ¿A usted como le gusta la pasta, amigo Carlo?

Me senté con el resto de la gente. El interno que lloraba se calmó, noté que todas esperaban ansiosos la llegada de la comida. Mauro apagó el fuego y le pidió a un tipo que le alcanzara el colador. Pensé en ir hasta la entrada y buscar a Carla, hacía bastante calor, la pobre quizás quería tomar algo. Me levanté acercándome a Mauro mientras colaba los fideos y le dije que estaba acompañado, y le conté todo lo que había pasado en el viaje. Me dijo que dejara de tomar merca, que no me ayudaría en nada. Después comenzó a ponerle una cantidad descomunal de aceite a los fideos, cortó un pedazo de manteca, lo puso dentro de la olla, giró, y se puso a dar unos pasos de baile tarareando una canción de compay segundo. Uno de los tipos que estaba en la mesa le preguntó a qué hora iban a comer.

‒Me duele que me hagas esa pregunta. La semana pasada estuvimos hablando del tiempo y creo que entendiste la importancia de masticarlo hasta que parezca un guiso licuado dentro de tu boca. Me duele, realmente me duele invertir mis energías acá para que venga un simulador que dice entender las cosas y, finalmente, no entiende nada. Vamos a comer a la hora en que vos no pienses más en las horas, espero que te quede claro. De todas formas, si no te queda claro, quiero decirte que yo estoy acá para ayudar, y voy a dejar todo para que mi colaboración dé buenos frutos. ¿Y vos che, qué esperás para contarle a mi amigo tus aventuras con el general?

Luego se acercó una vez más hacia él, se puso en cuclillas y lo abrazó fuerte a la altura del estómago, los dos se pusieron a llorar. Se quedaron cerca de cinco minutos abrazados, acongojados por el llanto. Más tarde entró la directora y me hizo un comentario sobre lo contenida que se sentía la gente con Mauro. La tipa se sentó y Mauro le agradeció por acompañarlos en el almuerzo. Les pregunté si la podía llamar a Carla y me dijo que no había inconvenientes. Fui hasta la entrada y la vi sentada en el umbral, la dije que entrara y, que si aún tenía hambre, podría comer algo. Cuando regresamos al quincho Mauro estaba sirviéndoles la comida, todos estaban contentos.

sábado, 2 de julio de 2011

5-CARLO- “El amor de los infelices”

Tomamos una combi rumbo a la granja. Pensaba llegar y empezar a preguntar en el pueblo por Mauro. Carla aprovechó para contarme los aspectos más relevantes de su vida, la pobre la había pasado bastante mal cuando llegó a Buenos Aires. Su primer alojamiento había sido en una casa de chapa al lado de las vías de tren en retiro. Hacía pausas largas entre cada relato de su vida. Nuestro diálogo y el brillo del sol que se metía por la ventanilla me hacían ver sus ojos tristes, cansados, rotos por una vida plagada de dolor.

‒Lo malo de estar todo el tiempo en la calle es que uno pierde toda la ingenuidad de golpe. Sabés que feo es desconfiar siempre, loco. Me siento a gusto con vos, sos un tipo sensible, pero de alguna forma espero algo malo, pero te vuelvo a repetir, me caés bien. Es muy jodido explicarte lo que me pasa, a veces siento a mi amor con bronca y dolor.
‒Con bronca y dolor ‒repetí yo, mirando al piso.
‒Si, Carlo. Antes te escuchaba y decías que te molesta la histeria femenina. Yo daría la vida, aunque sea, por ser una secretaría tonta que imita el corte de pelo de alguna de sus compañeras. Quisiera levantarme a la mañana y que por alguna razón mi pene no esté hinchado, que decida irse solo, esconderse en mi vientre hasta sacarlo en un sorete. Daría lo que fuese por no tener que ver a las madres esconder a sus hijos para que no me vean. Pero yo soy el terror, el mal ejemplo, lo que los chicos no tienen que ver. A mí me parece mejor que no vean lo que yo vi, que no vean al tipo que me propuso un trío con su hija adolescente, ¿te conté esa?
‒No, pero me lo acabás de contar.
‒Es verdad. ¿Sabés lo que pasa Carlo? Mientras menos sepa la gente, mientras menos vea lo que pasa, indudablemente serán más felices. Y yo soy una infeliz, una infeliz que no puede dejar de ver lo que pasa. Mirá lo que estabas por hacer vos, querías llegar a la casa de tu suegro para encontrar a tu novia garchando con el amigo, estoy segura que no la amás. Nadie puede amar intentando saberlo todo, el amor es con los ojos cerrados, pero jamás bien abiertos.
‒No estoy seguro de lo que decís. Yo estoy enamorado de Tamara.
‒Mirá vos. Estás enamorado de Tamara y, en cuanto te dice que se queda unos días más en Córdoba, pensás que está con otro tipo.
‒Eso es otra cosa. Tengo algunos problemas.
‒Lo que pasa es que vos tenés los ojos bien abiertos Carlo y, ¿sabés qué? Sos un infeliz. No busco ofenderte con esto. Lo único que puede hacer un infeliz es luchar. Te digo más, la lucha es el amor de los infelices.

Dejamos aquel diálogo cuando el chofer puso la radio a todo volumen, era una radio local,  sólo se escuchaban chistes y publicidades. Bajamos de la combi en la entrada del pueblo, entramos a un kiosco preguntando por Mauro y nos dijeron que no les sonaba ese nombre. Se acercaba el mediodía y comenzamos a tener hambre. Nos instalamos en la parte de afuera de un restaurante que nos inspiró confianza, de todas formas no teníamos muchas opciones. El tipo que nos atendía era el dueño, nos recomendó algunas especialidades, era muy macanudo y aproveché para preguntarle por Mauro.

‒¿Quién, el que le cuida la casa al viejo Ruiz?
‒No lo sé. Hace dos años que no lo veo…

Le describí la apariencia física de Mauro y me dijo que estaba seguro que era él.

‒¡Se va a poner contento el loco! Es muy buena gente. Vive en la casa del viejo a unos cuatrocientos metros, pero durante el día no lo vas a encontrar porque también trabaja de ayudante en un loquero por acá cerca, si quieren los puedo llevar.

Comimos unos sorrentinos deliciosos y luego nos fuimos. Durante el viaje hablamos de Mauro. Yo le conté algunas de nuestras anécdotas en lo polvorines, él me dijo que nunca le había hablado de su pasado, sólo le había dicho que su llegada a la granja había sido simplemente para cambiar un poco de aire. Cuando llegamos, tocó dos bocinazos, y todos los internos que estaban en el jardín nos miraron, más atrás salió una señora y abrió la puerta de la tranquera. Se presentó como la directora de la institución. Le pregunté por mi amigo y me miró fijo, se tomó unos segundos para responderme y, finalmente, me dijo que estaba en la cocina ayudando a preparar el almuerzo. Me invitó a entrar. Carla decidió quedarse afuera con nuestro gentil amigo.

lunes, 27 de junio de 2011

4- CARLO- “Cambio de planes”

Me había tomado unos ansiolíticos para dormirme luego que el vaso quedara completamente vacío. El micro ya había hecho una gran parte del recorrido cuando me despertó la vos Carla diciéndome que quería que le diera mi teléfono. Le dije que si, sin ningún problema. Entrando a la ciudad de Córdoba, empecé a sentir miedo y otra vez las imágenes de Tamara con el tornero me empezaron a atormentar. Estaba arrepentido de haber viajado a Córdoba. Le conté a Carla por qué yo hacía ese viaje y se cagó de risa.

‒Sos un paranoico, loco. Quizás tu novia realmente está enganchada con el caballo. Nosotras las mujeres nos enamoramos de un montón de cosas. No te tendrías que comer tanto la cabeza, bombón ‒y me dio un beso en la boca. A diferencia de mi primo Santiago, Carla se sentía una mujer, pensaba como una mujer, y hasta aseguraba que en unos años se sacaría ese maldito pene, como solía nombrar a su pija. Me pedí un sándwich en el bar de la estación y el pibe de la barra me lo dio llamándome ganador. Nos fuimos con la comida y dos gaseosas a unos de los canteros  al lado de la parada de taxis. Mientras comíamos, supe que no tendría el valor de ir a ver a Tamara, por lo menos no en ese momento. No sabía muy bien si regresar a Buenos Aires o quedarme en la estación hasta tomar coraje e ir a lo de mi suegro. Carla me comentó que en la sierra tenía una amiga, que si quería la podía acompañar y, aprovechando que era una casa con todas las comodidades, podíamos bañarnos juntos, pero a mí no me interesaba conocer a los íntimos de Carla.

Continuamos comiendo en silencio. Ella no se quería alejar de mi, a mi no me importaba demasiado su presencia, salvo algunos momentos incómodos que pasaba cuando la gente nos veía besarnos. Nos miraban como si esperasen que se tratara de una broma para un programa de televisión. Algunos de los tacheros que dejaban la parada, me gritaban por la ventanilla del auto, “¡es un hombre culiado!” Ya con casi todas las posibilidades de ver a Tamara descartadas, pensé en un buen tipo que había vivido en mi barrio. Se había ido a vivir a las sierras de Córdoba, a la granja. Antes que dejara los polvorines, nos veíamos casi todos los fines de semana, pero un día se fue sin avisarle a nadie. Algunos decían que había tenido una revelación que le movilizó el alma, otros simplemente justificaban su viaje con su adicción a la marihuana, diciendo que en la granja era más fácil cultivar faso sin ser controlado. Mi mama decía que se había ido a hacer un retiro espiritual. Lo extraño era que Mauro se había ido, literalmente, sin decir absolutamente nada. Su partida fue el tema central de conversación durante varias salidas con mi grupo de amigos. Cada uno de los pibes tenía un punto de vista distinto sobre el tema, a mi el que más me interesaba era el del loco Ezequiel, que decía que Mauro podía ver como nadie los diferentes mundos paralelos que nos rodean. Sólo él sabía qué estaba pasando en otro mundo mientras él mismo estaba llevando acabo una acción en el suyo. El loco Ezequiel hablaba de Mauro como si fuera un extraterrestre con una imaginación e inteligencia suprema. También decía que Mauro ya había visto demasiado, y esto quizás lo había agotado. Era un lujo salir con el loco Ezequiel. Cada vez que lo escuchaba hablar, tenía la sensación de recibir las piezas que le faltaban a mi mente para amar de una forma más sana. Yo confiaba en el discurso del loco Ezequiel, pero había algo que le había pasado a Mauro que, a mi criterio, lo había hecho irse en vos baja a las sierras cordobesas.

Mauro laburaba con el loco Ezequiel, los dos se habían montado una pequeña empresa de construcción. Habían llegado a tercerizar todo el trabajo, lo que les dejaba gran margen de tiempo para dedicarse a su grupo de música, que era un dúo electro. Cada vez que lo veía, Mauro parecía contento, casi siempre estaba con su novia, una piba macanuda de la capital. Era difícil verlo a Mauro sin ella. Incluso en una oportunidad, había salido solo, y había comentado que él imaginaba siempre a su padre con un pucho en la boca, y el loco Ezequiel le dijo que a él lo imaginaba con su novia. Todos nos reímos y le dijimos que era un maricón. Lo cierto es que las cosas empezaron a andar mal en la empresa. Mauro contrataba gente que no sabía absolutamente nada de construcción para abaratar costos, hasta llevó a un sobrino de doce años a picar las paredes de una casa, como vio que el pibe trabajaba lento y se cansaba demasiado, le preguntó si no tenía algún amigo más grandote que quisiera ganar unos mangos. Al loco Ezequiel cada vez le costaba más levantarse temprano, salía con una pendeja de veinte años que se instalaba todos los días en su casa y le chupaba toda la energía. Sin un mango y con muchas esperanzas, decidieron ir con su música a Europa. Tal vez tocando en bares podrían ganar dinero haciendo lo que realmente les interesaba. La novia de Mauro había aceptado aquello, diciéndole que ella lo apoyaba en el proyecto porque lo amaba. Las cosas en Europa tampoco anduvieron bien. La primera ciudad fue Barcelona, ya que conocían a un amigo que les daba alojamiento. En la mayoría de los bares les pagaban con un bocadillo de jamón o con drogas. Dejaron Barcelona y se trasladaron a Berlín, donde hacían jornadas de siete horas tocando en la calle, tampoco así ganaban un mango. Los dos decidieron regresar a Argentina. Mauro confiaba en llegar y quedarse en la casa de su novia hasta volver a conseguir un trabajo. Pero la novia de Mauro, después de cinco años de terapia, había descubierto que mami y papi no eran tan buenos como ella pensaba. Entonces papi era malo, y era hombre, como Mauro, que se quedó viviendo una semana en lo de sus viejos antes de irse a la granja.

Carla me insistió para que la acompañara a la casa de su amiga. Pero yo ya había decidido lo que quería hacer:

‒Mejor vamos para la granja, tengo ganas de ver a un amigo.

jueves, 23 de junio de 2011

3-CARLO- “Olor de familia”

Carla se dispuso a luchar con su enorme lengua contra mi pene, que no lograba despertarse. Parecía apasionada por aquel miembro blando. Por momentos se empezaba a poner duro, pero el roce de su barba lo hacía volver a la posición inicial. Le pregunté si me dejaba colocarle un poco de merca en los pechos y tomarla, aceptó sin inconvenientes. Vacíe el vaso en sus gigantescas tetas de goma, y la tomé girando mi cabeza de un lado para el otro. Ella volvió a bajar  y siguió intentando que el amigo se despertara. Logré tener una erección. Le brillaban los ojos, se le dibujó una sonrisa hermosa, como si hubiera recibido una gran noticia. Después se levantó lentamente la pollera, se corrió la tanga para un costado, y se sentó encima de mi pene. Mientras la penetraba, ella hacía movimientos pélvicos sin emitir sonido. Acabé a los pocos minutos, inundado por un olor fuertísimo que se metía directamente en mis fosas nasales. Era denso, agrio, se había posado en mi cara como si tuviera vida propia. Conozco perfectamente la diferencia entre el olor a culo de una mina y un tipo. Aquella figura construida de caca, había empezado a traerme algunos recuerdos:

Cuando tenía catorce años, vivía con mi madre en los polvorines. La pobre se la pasaba todo el día cociendo ropa para pagar el alquiler y comprar algo de comida. Yo había dejado mis estudios para dedicarle todas las horas al trabajo, en casa hacía falta dinero. Un día mi mama me dijo que los próximos días llegaría un primo que vivía en Corrientes. Yo nunca lo había visto. Según mi madre era un buen pibe, que por alguna razón, no lograba conseguir laburo. La vieja le había dicho que fuese a nuestra casa, que mientras buscara un trabajo, podía ayudarla en sus tareas de costurera. La tarde que conocí a mi primo, quedé bastante sorprendido. Tenía una peluca rubia y los pechos operados. Usaba ropa de mujer, pero mantenía todas las expresiones de un hombre. Mi madre me lo presentó como Santiago, yo no me animaba a preguntarle qué sentía al tener un familiar travesti. A santiago lo veía cuando llegaba a mi casa después del laburo. Casi siempre estaba ayudando a mama, ella parecía contenta con su presencia. Solían estar siempre riéndose de una cosa y la otra. Ponían la televisión a todo volumen y se pasaban largas horas cociendo y hablando sobre la vida de los famosos. Fue la última vez que recuerdo haber visto a mi madre tan feliz. Una noche,  mientras yo dormía en el sofá cama que había en el comedor, vi a Santiago entrar a la cocina. Como si hubiera sabido que yo estaba despierto, fue hasta la cama, se sentó a mi lado, y me hizo un comentario acerca de la sed que tenía. Me dijo que en los polvorines se sentía muy bien, que mi madre era una gran mujer, con un coraje y un amor propio digno de imitar. También me preguntó si yo sabía que él era travesti, yo le respondí que no, que nunca habíamos hablado de él en mi casa. Después empezó a insistirme para que reanudara la escuela, dijo que si conseguía un buen empleo, él mismo se haría cargo de los gastos del departamento. Se tomó el vaso de agua y me dijo que si tenía algo para decirle, lo hiciera. Sentí que me leyó la mente cuando mis palabras salieron disparadas en un “qué lindos pechos tenés.” Santiago me hablaba con vos de hombre, de hecho, lo era. Pero lo que más me llamaba la atención eran sus tetotas y su lindo culo.

En mi temprana edad de nueve años, me empecé a interesar por el sexo. Todos los pibes del barrio, en nuestras expediciones nocturnas, se encargaban de contar historias sexuales. Me llamaban “sin techo”, yo tenía libertad para llegar a cualquier hora a mi casa. A mi vieja no le preocupaba demasiado, para mi era la gloria. Hablaban de la francesa, una minita que, decían, le gustaba chuparle la pija a los pibes aún vírgenes. Hablaban de Pamela, la chica que ella misma contaba cómo se metía una lapicera de doce colores en la concha. También estaba la vieja, un putón de treinta años que era fácil de garchar. Sandrita, una prima santafesina de unos de los pibes, que cuando venía a Buenos Aires le tiraba la goma a otro pibe del grupo, por lo menos esto es lo que él decía. No eran necesarias las pruebas, simplemente se confiaba o se desconfiaba. La mayoría de las veces, salía con nosotros el lingera Alfredo, que un día lo había parado la policía y el loco se puso en bolas antes que lo revisaran. Les había dicho “revíseme todo, oficial”. El lingera Alfredo vivía en una casa hecha con chapas y madera, una de las más deprimentes del barrio. Fue allí donde un día, mientras mirábamos una película porno, me di cuenta que había tenido un orgasmo. Les había mostrado la pija a los pibes y ellos explotaron en un aplauso. Luego Alfredo fue a buscar una damajuana de vino y comenzamos a brindar, había sido una tarde perfecta. Cada vez que me encontraba con algunas de las chicas del barrio me volvía loco. Veía a la francesa como un gran pedazo de carne con un corte en donde uno se podía meter. Se entraba a un pantano donde el oxígeno era una ola de baba pegajosa. Si uno abría la boca dentro del pantano, tenía el placer de degustar la más exquisita sustancia acaramelada.

Apenas terminé de halagarle las tetas a mi primo, dijo:

‒Nene, mirá que yo también tengo pitito, así que sería bueno que sepas diferenciar entre pitito y conchita.


Yo le dije que era obvio que lo sabía, aunque en realidad, mi intriga por la vagina me hacía pensar  en ella como una mezcla entre ambos. Por aquel entonces pensaba que los hombres sólo tenían un testículo. Luego Santiago me dio una extensa charla sobre educación sexual con un ejemplo que me mantuvo paralizado en la cama por un rato: Primero me dijo que pusiera uno de mis dedos en el frenillo de mi pene y lo corriera hasta cubrir el dedo. Después me dijo que lo oliera.

‒Retené el olor en tu mente, retenelo hasta lo más profundo. Ahora sacá el dedo de tu nariz. ¿Te acordás del olor?
‒Si.
‒Bueno, ahora olé de la misma forma mi dedo ‒me dijo, después de sacárselo del culo y ponérmelo en la nariz.
‒¿Te acordás del olor?

lunes, 20 de junio de 2011

2-CARLO- “La nuez”

Habíamos llegado al final de la calle, donde el trayecto marca sólo dos opciones; doblar a la izquierda y meterse en lo profundo de la villa 31 o girar a la derecha y seguir camino a la autopista. Mi compañero se mantenía serio, un poco tenso durante aquel recorrido. Cuando el micro pasó por puerto madero, inclinó su asiento, sacó su teléfono, y tuvo una conversación superficial con su esposa sobre en qué supermercado era mejor comprar. El primer pase con mi vaso fue un éxito. Me llevé el canuto a los labios para que el tipo creyera que estaba dando un buen trago de coca cola, luego lo deslicé hasta la nariz y esnifé una cantidad que me resultaba imposible medir.

En la parte de adelante se levantó una mujer para ir al baño. Ya con las luces bajas, pude observar su largo pelo, una remerita corta, y unos pechos maravillosos. No obstante aquellas lindas extremidades físicas, me vi algo intrigado al verle una nuez parecida a la del flaco Fito Páez. Me pregunté si las mujeres tienen o no nuez. Al bajar las escaleritas del micro que la llevaban al baño, la chica con nuez me miró y me hizo unas sonrisitas. Después de algunos intentos fallidos de lectura, me puse a escuchar música. Era hermosa esa postal oscura, con las luces blancas de los pequeños pueblos de la ruta. Mi compañero se había dormido, así que seguí tomando mucho más cómodo.

De vez en cuando espiaba los movimientos de la flaca. Mejor dicho, esperaba verla en movimiento, ya que sólo llegaba a ver el asiento. Yo estaba en la mitad del pasillo, me había tocado la parte de arriba. Ella estaba al inicio del corredor, justo frente al inmenso parabrisas. En un momento vi su cabeza que sobresalió. Me tiró un beso y me hizo un gesto con la mano para que fuera. Yo se lo devolví girando la mano, dándole a entender que lo haría más tarde. Seguí con mi vaso de Macdonals un rato más. Me quedé pensando un buen rato en la posibilidad de cambiar de empleo. Vender pochochos me estaba agotando, encima no me dejaba un mango.

Si seguía con Tamara me iba a tener que poner las pilas. Ella estaba terminando sus estudios de psicología y yo sólo vivía para vender pochochos y gastar la guita en falopa. Sabía que en algún momento debía largarla. A Tamara no le decía nada, me resultaba difícil contarle que tomaba. Pasaba por situaciones bastante desagradables. Un día la madre nos invitó a cenar. Nos dijo que prepararía un vacío al horno, ya que sabía que me gustaba. La cena empezó conmigo adjudicando un fuerte mal estomacal, hablándoles sin parar de mis perspectivas de vida, mi motivación extrema para afrontar las vueltas del tiempo, mis sueños. Nombraba centenares de cosas por hacer, cada palabra la bajaba a sus oídos como una verdad irrevocable. Finalmente fingí recibir un llamado de mi vieja diciéndome que había perdido las llaves y me fui a lo de mi dealer.

Corrí la tapa de plástico del vaso, ya me había tomado más de la mitad. Sentía una pequeña vibración en la frente, parecida a cuando uno se le duerme la mano. Comencé a temerle a la escasez de merca que quedaba en el vaso, tenía ganas de caminar, ganas de hablar con alguien. Me fui al asiento vacío, al lado de la chica. Después de saludarla, noté que tenía una sombra de barba bastante marcada.

‒Antes te vi la nuez y me hice algunas preguntas. Ahora que te veo la barba, me doy cuanta que sos travesti.
‒¡Jejeje! ¡Boludo las minas no tienen nuez!

Carla vivía en Buenos Aires. Me dijo que una vez por mes necesitaba ir a Córdoba porque extrañaba a algunos de sus amigos. Había nacido en la capital cordobesa y se mudó a los veintitrés años.

‒¿Por qué no te quedaste a vivir en Córdoba, es una linda ciudad, no?
‒¡Estás loco! Vos te crees que es fácil ser puto en Córdoba. ¿Me convidás un trago de coca cola?
‒No es coca cola, es un vaso con merca. ¿Querés?
‒¡Qué hijo de putas! No, gracias loco. Yo no tomo.

En un momento, me miró sacando la lengua, llevó su mano abierta hasta mis huevos y comenzó a frotarme la pija con el dedo pulgar.

‒A ver cómo viene esa pija…

sábado, 18 de junio de 2011

1-CARLO- "El bien común"


Tamara estaba por volver. Después de irse unos días a la casa de su viejo en Córdoba, me llamó:
‒Amor, escuchame. Al final me quedo tres días más porque papa me regaló un caballo.
‒¿Un caballo? ¿De dónde sacó la guita?
‒Fue un regalo que le hizo Rubén, su mejor amigo. Es un potrillo. Cuando me ve, siento que me reconoce, no me puedo ir ahora, necesito pasar unos días con él, es algo muy fuerte lo que me pasa…
‒Ah, entonces te hizo un regalo de un regalo.
‒Vos sabés que Rubén es como de la familia, así que esas formalidades carecen de significado.

Yo conocía a Rubén. Mi suegro lo había invitado a un asado en su casa, cuando yo había pasado unas vacaciones. Laburaba en una tornería en las afueras de la ciudad. A penas lo vi, no me cayó nada bien. Usaba una boina de gaucho y miraba a la gente de reojo, parecía uno de esos pampeanos oligarcas que van a estudiar a Buenos aires, incluso le miró varias veces el culo a Tamara. Mi suegro me decía que el tipo no había dejado títere con cabeza en el barrio. Hablaba todo el tiempo sobre sus cualidades de macho, como si se lo hubiera empernado.

Colgué con Tamara y las imágenes que pasaban por mi cabeza me cagaban a palos. Me imaginaba a Rubén con un pene tan largo como el de un caballo partiéndola al medio. La hija de puta traspiraba gotas gordas mientras el podrido tornero le entraba cada vez más duro. Empecé a maquinarme y no podía bajar de ese lugar: “Que mierda vas a tener un caballo conchuda. Acá el único caballo es ese picudo que te está dando bomba y no la podés creer.” Pensé en ir a Córdoba, agarrar a Tamara infraganti y de paso decirle a mi suegro que, si le gustaba tanto, le chupase la pija a Rubén. Estaba sólo en la casa de mi vieja, ella todavía no había llegado, nunca se sabía a qué hora podía llegar mama.

Cuando era pibe me gustaba mirar Brigada A. Me hacía reír mucho como Mario Baracus, aquel corpulento hombre, le temía a los aviones. Cada vez que la brigada debía desplazarse en avión, a Mario había que hipnotizarlo o desmayarlo de la forma que sea. A mi me pasaba algo similar con los micros. Era difícil encarar un viaje sin estar bajo algún efecto que me evitara observar el recorrido simple y peligroso de aquel gran carro de acero. Claro está, yo no tenía la misma suerte que Mario: La hipnosis no funcionaba conmigo, lo más práctico era comprar algo de falopa.

Pasé por lo de mi dealer Giuseppe. Me dijo que me sentara y me convidó un saque de su reserva. Luego sacó cuatro bolsitas que estaban escondidas dentro de un juguete del hijo, se las pagué y me fui caminando a Retiro. El micro salía en una hora, así que tuve tiempo de milonguear un rato más antes de partir. Me senté en una de las butacas de la parte interna de la estación, observando las frías plataformas de los viajes internacionales. Nunca me pude imaginar haciendo recorridos tan largos. Tenía la mirada clavada en esa dirección. Mi campo visual no despertaba demasiada importancia, como para quedarse media hora mirando fijo las plataformas, pero me mantuve estático, concentrando en el podrido pozo de la ausencia de ideas. Un tipo se me sentó al lado y me preguntó algo acerca de los horarios. Le respondí rápido esquivándole la mirada, me paré y me fui al baño.

Subí al micro. Me tocó un asiento contra la ventanilla. Mi compañero era un tipo de unos cincuenta años, bien vestido, parecía esos padres de pibas jóvenes, que van al restaurante todos juntitos, en familia. Al sentarse, supe que no podía sacar la bolsa y tomar delante de él. Temí que se asustara, que hiciera un escándalo y me haga pasar una noche de mierda, con el corazón chiflando de complicaciones. Entonces ahí no más lo vi. Estaba tirado en el piso al lado del tipo que controlaba los pasajes, con las letras doradas, entero, con el canuto ancho, un diseño exclusivo. Le pedí permiso a mi compañero, bajé llegando más rápido que algunos basureros que merodeaban la zona, lo agarré y subí para volver a instalarme en mi asiento. Al fondo la villa 31 y, pegado a mi mano, un vaso de Macdonals con su pajita, y con toda mi merluza adentro. Miré el vaso y pensé: “Estos yanquis putos saben bastante sobre el bien común”

lunes, 30 de mayo de 2011

COMPRENDIENDO A MANTILLA


‒Me encanta que me peguen, Chris.

‒¡Sí! Unos chirlitos en el culo vienen bien.

‒Pero… No me refiero a pequeños chirlitos simpáticos. Me gusta sentir el dolor del puño contra mi cuerpo, se me mezcla todo con la excitación vaginal, me vuelvo loca.

‒¿Qué pasa si te doy golpes con la palma de la mano abierta en la espalda?

‒Mirá, si estás pensando en aumentar tu nivel de agresividad, te pido que lo hagas después que tenga la concha a punto caramelo; concha llena, huevos vacíos.

‒Linda frase esa.

‒¿Cuál?

‒ Concha llena, huevos vacíos.

‒¡Sí!, se la robé a mi ex novio.

‒¿Te pegaba el flaco?

‒No me gusta decir que me pegaba. Me amaba, y sus golpes eran otras formas de penetrarme y hacerme el amor.


Un maldito diálogo sólo sustentado en preguntas y respuestas me habían llevado a pensar en aquel hombre ¿De qué forma la había golpeado? ¿Cómo hizo para darle amor cagándola a palos? De algún modo detestaba la idea de continuar hablando de su ex, pero fue inevitable.


‒¿Te daba duro, no?

‒Jamás me lastimó. Fue la idiota de mi vieja que se escandalizó cuando llegué a mi casa con los brazos quemados con cigarrillos.

‒Pará, pará. Entiendo esto último como una lastimadura, por consiguiente, deduzco que te lastimó.

‒No loco. Siempre me daba lo que necesitaba, siempre. Hay otras formas de recibir.

‒¿Y vos qué le dabas?

‒Simplemente le dejaba hacer lo que lo apasionaba. Fue mi mejor amante.

‒¿Lo dejaste de ver?

‒Sí, Mantilla decidió alejarse, creo que se quedó sin fuerzas, tiene cuarenta pirulos, viste…

‒Y si…


Me levanté de la cama algo incómodo. Desde que empezamos a garchar tuve la impresión de ser un gran macho. Incluso mis pequeños chirlos en su culo me hacían sentir un contemporáneo del sexo. Patita al hombro, 69, tratamiento personalizado al clítoris; susurro, lengua relajada circulando como brocha de pintor. Siempre con la pija bien dura. Sin embargo, ella, lo único que sintió fue la ausencia de una buena paliza. Fui hasta la cocina a buscar un poco más de vino, ella me siguió y me dijo:


‒¿Querés que te lea algo de Mantilla?

‒¿Es escritor?

‒Sí. Solíamos leernos nuestros textos en su casa, yo también escribo. Si querés te puedo leer algo mío también.

‒Bueno, dale.


Se sentó relajada en el sillón después que Corriera velozmente la entrada al sistema operativo de su Mac, abrió uno de los archivos que le había pasado su ex y me dijo que el texto se llamaba Fuck ratas sucias. Y empezó:



… Pateando cañas, entre tipos que no dudaban a la hora de tirar un puntazo al hígado del adversario, se decía que uno podía entrar al hoy poderoso barrio de las cañitas, donde en la actualidad hay dólares para el postre y carne que llega a mi domicilio de parte de buenos amigos. Aquí, en mi barrio, observo a mi vecina Laura que pasa exhibiendo esos hermosos pechos nuevos. Son maravillosos, creo que debería contactar a su cirujano para realizar mi próximo implante capilar. Recibo un mensaje de un amigo de clase media baja que me quedó de aquel horrible período, cuando mi madre cometió el error de enviarme a una escuela municipal. Se trata de una invitación a su pequeño departamento en once. Detesto el once, odio  sus calles, sus sucios poetas que rompen las basuras para encontrar algún  pedazo de idea para convertirla en un poema que lo leerán algunos por Internet. Conozco bien a esos tipos, suelen decir que hay que poner el cuerpo en las cosas para "crear".

En algunos de nuestros enfrentamientos verbales intenté explicarles dónde suelo poner yo mi cuerpo. La explicación fue corta y precisa: En mi jacuzzi. Allí, las burbujas me tocan el escroto y tengo erecciones múltiples (algunos de estos grandes poetas me han llamado puto). Mis estimados amigos, los invito a cualquiera de mis fiestas en mi piso, podrán ver, que las minas con las que ustedes se aprietan el ganso por Internet existen, y vienen a mi casa.

Llegar a mi terraza es lo más parecido a apreciar el mediterráneo desde las colinas de Mónaco. Ahora mi perro apoya su hocico en mis pies. Es un Chow Chow que me regaló mi ex pareja. Tres veces por semana lo llevo al estilista, donde lo bañan y le van tratando el pelaje a la perfección.

Vuelvo a pensar en aquello de ir al once, tal vez debería anularlo. Tendría que ser indiferente a las ropas colgadas en los balcones, esas telas sucias manchadas de esperma, de sangre, de grasa. Al olor a ceviche peruano que sale de las mugrosas habitaciones del fracaso. Si lo pienso bien, tampoco podría caminar sin un barbijo, ya que el smog de los colectivos es de lo más nocivo…


‒Disculpame Chris, no quiero seguir leyendo ésto, me siento algo extraña. ¿Qué te parece si mejor te leo algo mío?

‒Me parece bien.


…Busco la integridad de mi ser en las bellezas que trae el amanecer. Me siento infinitamente bella. Esa belleza que sale desde adentro hacia fuera, convirtiéndome en una mujer entera, capaz de abrazar los problemas y convertirlos en energía que circula loca de amor. Yo no soy de nadie, sólo del aire, del sol, de todas estas cosas que me van llenando el alma. Circulo por la belleza de la brisa del otoño y no necesito nada más. Me desconecto, lejos de cualquier objeto carente de significado. Los problemas los voy disolviendo y caen despacio como las hojas en otoño. Puedo entregarles a mis amados toda la luz de mi ser. Siento mi bello cuerpo de mujer, siento como me voy enamorando de él…


Terminó de leer y no agregué ni una palabra. Pensé en su ex, en las razones que tuvo para hacer una especie de doctorado en golpizas.


‒¿Te gustó chris?

‒¿Lo de las razones que tuvo para hacer una especie de doctorado en golpizas?

‒¿Qué?

‒Nada, nada. ¿Vivís lejos?