Las tardes de enero en Buenos Aires eran aburridas, y sobre todo para tres adolescentes que no habían descubierto el sexo. Casi siempre nos quedábamos a dormir en la casa de Máximo. Era el único que contaba con una habitación sólo para él. Una de aquellas tardes decidimos que de algún modo teníamos que debutar sexualmente. Ya habíamos agotado todos los recursos construyendo semejanzas humanas para enterrar el pene: Máximo llegó a masturbarse hasta con un muñeco Alf de arcilla que él y un amigo de la primaria habían hecho en la clase de actividades prácticas. Al pobre Alf le tocó tragarse varios lechazos. Raúl sufría una alocada ansiedad que lo hacía masturbarse más de siete veces por día. Cuando uno le preguntaba a dónde había ido, era casi seguro que, cualquiera haya sido el acto, se había hecho una paja. Una vez buscó un árbol de la plaza San Martín porque las minas que había visto en retiro lo dejaron en llamas. “Necesito un árbol muchachos” “¿Te estás meando?” “No, es que si no me masturbo no puedo seguir”. Yo le hacía un agujero a una almohada de gomaespuma que me había encontrado en la calle, absolutamente todos mis amores los encontré ahí. Bien podría decir que mi primer amor estaba hecho de gomaespuma. Las noches que pasaba en mi casa esperaba que todos se durmieran para entrar con mi almohada al baño. Una vez instalados en el inodoro, el acto sexual era breve y poco cariñoso, pero sin duda muy reconfortante.
Una de aquellas tardes Máximo recibió una llamada, era Gabriela, una amiga de su infancia. Le dijo que por la noche había una fiesta en la casa de su mejor amiga Andrea. Nosotros sabíamos de qué se trataba. Gabriela estaba de novia con un fanfarrón que cada vez que nos veía nos contaba cómo se la montaba. Una vez, el muy idiota, me vio un pomo de pegamento y me dijo que yo me drogaba porque todavía no sabía lo que producía el sexo. Decía cosas como: “Mujer sin prendas íntimas, la frescura de su piel, el brillo mágico de su ser, recorrer sus partes con mis dedos, es una estrellita que me mandó el cielo”, y la concha de su hermana. Parecía que lo habían escupido en el tiempo con una muñeca Barbie atravesada en el culo. No perdí tiempo en contarle que eran mis únicas zapatillas y las tenía que cuidar. Todas las reuniones parecían ser un encuentro para homenajear la verga de este boludo. Las amigas de Gabriela eran vírgenes y no aceptaban hombres en las mismas condiciones. Como Gabriela les contaba a sus amigas de que forma hombre con muñeca en la cola la garchaba, las pendejas estaban enloquecidas con él.
A ninguno nos gustó la idea de ir a la fiesta, pero nos tomamos tiempo para pensarlo. Yo supuse que quizás habría más mujeres y eso ayudó. Por otro lado, no teníamos absolutamente nada que hacer. La casa quedaba en olivos, lo que sugirió algunas reflexiones de Raúl. Empezó la frase diciendo “gilada.” Después siguió: “Ninguna de las minas nos va a dar cabida. Son unas chetitas boludas que se la pasan hablando de lo bien que se llevan con su papa. En cuanto lo vea al gil del novio me voy a querer ir. Ese tipo me irrita. Le cortaría esas cubanitas de mierda y con el pelo le ataría los huevos.” Máximo lo interrumpió y le dijo que era muy probable que hubiese buena comida, entonces nos pusimos a fantasear con un rico asado. Raúl no pudo contener su amor ansioso por la carne y tuvo una erección. Fue al baño y al regresar soltó un pensamiento en vos alta con un gesto muy serio, “¿Harán asado?”
Máximo decidió ir con el auto del padre a pesar de no tener edad suficiente para tener el registro. Sacarlo fue un operativo fácil. Los primeros cien metros lo empujamos para que no hiciera ruido el motor. Una vez que lo puso en marcha nos subimos y salimos arando. En el camino nos paramos en el kiosco del chileno y su mujer que, según la madre de Máximo, recibía con frecuencia algunos golpes de su marido. Tocamos el timbre y tardó unos cinco minutos en atendernos. El chileno dormía en el depósito del local. Nos contaba que de noche su mujer y él solían hacer pis en el piso porque el baño estaba arriba y le daba fiaca subir las escaleras. Al chileno no le importaba absolutamente nada que tuviera que ver con llevar un ritmo de vida de una persona más o menos civilizada. En una oportunidad una clienta le pidió un vaso con agua para tomar una aspirina. Como estaba algo sucio, la señora le hizo una observación gentil para que se lo cambiara. “Aguántese mi reina”, le dijo, agarró el mismo vaso y le pasó un trapo sucio que tenía en el mostrador.
Compramos cuatro cartones de vino y algunos sobres de jugo para mezclar. El viaje fue hermoso. Hablamos de la familia que uno elije. Nos dijimos que nos queríamos con algunas lágrimas atravesadas en la cara. También hablamos de cómo se estaba perdiendo la costumbre de comprar tripa gorda cuando se hacía un asado. Raúl comenzó a aventurar que seguramente la carne sería de primera, “esos putos tienen guita, consiguen nerca de la mejor.” Máximo y yo intentábamos cambiar de tema para que no se ponga nervioso. Eran escasas las ocasiones en que Raúl podía comer carne. Unas cuadras antes de llegar a la casa nos detuvimos en una plaza a terminar los dos vinos que nos quedaban. Me recosté en el arenero justo al lado de los juegos para los chicos. Me sentía vivo, tranquilo, con un equipo en donde todos tirábamos para el mismo lado. Máximo nos hizo estallar de risa al preguntar si nosotros aceptaríamos ingresar a los Guns And Roses a condición de darle unos besos en la cabeza del pene a Axl Rose. Como Raúl estaba dando los primeros pasos como baterista, no tuvo ningún problema en decir que si. Yo le pregunté si dejaría que Axl Rose le metiera la mitad del pene en el culo y me dijo que no, que sólo aceptaba darle unos besos en la chota.
La casa de Andrea tenía dos pisos y era una de las más lindas de la cuadra. Tocamos el timbre. Mientras esperábamos miré el rostro serio y nervioso de Raúl. No podía entender cómo alguien había llegado a tener una casa tan grande. Andrea nos abrió la puerta. Estaba hermosa y yo me encargué de decírselo. Nos hizo pasar a la sala de estar. La escena era absolutamente la misma que en otras ocasiones, salvo que había algunas chicas que nosotros no conocíamos. Hombre con muñeca en la cola me preguntó cómo estaba manifestando un falso interés sobre mi supuesta adicción al pegamento. Luego nos sentamos y nos mantuvimos callados escuchando historias sobre campeonatos de Hockey, escuelas bilingües, borracheras en el Country, y muchas otras cosas que nosotros desconocíamos por completo. Como Raúl tenía algo de confianza con Gabriela se atrevió a preguntarle qué había de comer. Le respondió que sólo habían comprado cerveza y chips. Con sólo mirarlo pude saber que su sueño de comer asado estaba acabado. Se pasó la mano por la cabeza dejando ver algunas entradas; a pesar de su corta edad ya se estaba quedando calvo. Después se me acercó y me dijo al oído: “Nos tenemos que ir. Esta conchuda tiene toda la guita y lo único que compra son estas papitas de mierda.” Yo le dije que se calmara, que comiera lo que había y se dedicase a hablar con algunas de las pibas nuevas. “No voy a comer esta mierda. Lo único que te hacen estas basuritas es sacarte más granos. Escuchame una cosa, tengo una idea: Agarramos el auto y nos vamos al centro. Me dijeron que hay un sauna que cuesta quince pesos el polvo. Tenemos que ir. Máximo me dijo que el abuelo le había tirado unos mangos, así que creo que no va a tener problemas en prestarnos algo de guita.”
El sauna quedaba en la calle Lavalle. Subimos unas escaleras que nos llevó a un hall de distribución en donde había un tipo sentado detrás de un escritorio. Fue la primera persona que escuché hablar de sexo de manera tan desinteresada. Nos explicó que la participación normal costaba veinte pesos y si queríamos agregar anal se iba a cuarenta. Nosotros teníamos sesenta pesos entre los tres, pero sólo acusamos tener cincuenta. Se rió y nos dio tres fichas de color amarillo después de recibir el billete. Abrió una puerta y nos dijo que entráramos. El lugar era enorme, estaba lleno de gente. Había dos mesas de pool y algunos televisores amurados en las paredes. Las chicas caminaban por la sala y cuando algún tipo las encaraba se iban por un pasillo hasta desaparecer de nuestra vista. Nos acomodamos en unas sillas de plástico que había contra una pared. Ninguno se animaba a hablar con las chicas. Estábamos inmóviles casi sin emitir sonido. Paralizado por los nervios supuse que las chicas vendrían hacia nosotros y nos llevarían por un rato a cambiarnos la vida. Esto último fue lo que dijo Máximo: “Hoy cambiamos nuestra vida.” El tiempo pasaba y ninguna mujer se nos acercaba. Estuvimos más de tres horas viendo como todos los tipos salían de aquel pasillo con los huevos vacíos. Observé a Máximo llevar su cabeza hasta sus rodillas abrazándose la nuca. Se quedó un buen rato en esa postura y luego gritó: “¡Tal vez nos llaman por nombre! ¿Nos registramos cuando entramos?” Lo dijo tan fuerte que todo el salón lo escuchó. Todos se cagaron de risa, inclusive las chicas, que no tardaron ni un segundo en agarrarnos las manos y llevarnos hasta la habitación. De regreso paramos en una parrilla veinticuatro horas. Pedimos un sándwich de vacío y le dijimos que lo cortara en tres partes iguales. Lo mordimos usando el olor a vagina en los dedos como aderezo. Despertaba el día en el centro porteño. Ninguno sabía realmente si nuestra vida había cambiado.