jueves, 8 de marzo de 2012

LA CURA DEL ACNÉ


   Pisando los dieciséis años empecé a consultar al doctor Cordera. Era un reconocido dermatólogo que, comentaban los recuperados, te hacía desaparecer el acné en poco tiempo. Atendía en el hospital de clínicas todos los martes, a un máximo de veinte personas, con lo que uno estaba obligado a ir cerca de las tres de la mañana a conseguir un turno. A las consultas iba con mi amigo Mauro, el que definía su propia cara como una bandera flameando, una manera bastante extraña de explicar su problema. La primera consulta fue algo incómoda, ya que el doctor contaba con la compañía de estudiantes de medicina que tomaban apuntes mientras él me revisaba. “Bueno, contame que te pasa”. “Pasa que tengo la cara a la miseria, doctor”, y uno veía a los estudiantes que detrás de su mirada seria y comprometida, escondían un sentimiento de burla que seguro lo escupían a carcajadas una vez que uno salía del consultorio. “A ver, que te gustaría estudiar cuando termines la secundaria”. “Arquitectura”. “Entonces hiciste muy bien en venir a verme. No es lindo que un arquitecto sea calvo”. “¿Pero… yo no vine por un problema de calvicie, yo vine por el acné”. “Sí, lo sé, pero también estás perdiendo pelo”. Esa mañana dejé el hospital pensando que el acné producía calvicie. Fuimos unas cinco veces, hicimos los tratamientos tal cual nos dijo, pero no hubo caso, nada funcionó. Según Cordera sólo quedaba una opción: pulido quirúrgico. Nos negamos, aprenderíamos a convivir con granos, y la mejor manera era agrandando nuestros músculos.
   Encontramos un gimnasio que nos quedaba en la mitad del recorrido, entre la casa de Mauro y la mía. El instructor nos armó una rutina de cuatro veces por semana. Era un tipo muy macanudo que sabía mucho del tema. Siempre nos corregía las malas posturas al hacer los ejercicios. Casi todos los días hacíamos fierros bajo sus instrucciones porque íbamos en su turno. Un día feriado fuimos en un horario que no era el habitual, el instructor no estaba. Había muy poca gente. Me llamó la atención un tipo de unos cuarenta años que se tomaba pausas larguísimas entre cada sesión de ejercicio. Se quedaba con la mirada perdida hacia un espejo y, de a ratos, soplaba fuerte hinchando los cachetes. Tuvimos un cruce de miradas y se me acercó, me dijo que se llamaba Omar al mismo tiempo de darme la mano. Después, sin que yo dijera una palabra, dijo: “Lo que tenés que hacer es comer muchas bananas, eso te va a dar potasio. Yo como alrededor de cuarenta y cinco bananas diarias, no me cuesta demasiado trabajo hacerlo, me gustan mucho, entonces lo disfruto. Lo más difícil es la cantidad de pedos que me tiro, sobre todo cuando estoy con gente. De todas formas no existe ningún alimento mágico. Sacar músculos es una tarea que lleva tiempo, esfuerzo, y dedicación”. Omar volvió hacia unas de las máquinas. Observé que su cuerpo era bastante flaco, casi no se le veía ningún músculo. A medida que fueron pasando las semanas, empecé a ver a Omar más grandote, su cuerpo había sufrido un cambio violento. Nos contó que se había inclinado por un ciclo de anabólicos. Lo que para nosotros significaba un avance lento y aburrido, a Omar le daba una enorme satisfacción: se había convertido en un tipo musculoso. Lo único que lo preocupaba era un dolor que había empezado a tener en los pezones.
   Como si se lo hubiera tragado la tierra, Omar dejó de frecuentar el gimnasio. Pasamos varios meses sin tener noticias suyas, hasta que un día el instructor nos contó que a veces lo veía, y que se acordaba de nosotros, incluso nos hizo llegar unos saludos. Nos dijo que en los próximos días había una reunión de amigos en la casa de Omar. Nos invitó y aceptamos.
   Tocamos el timbre del piso octavo un poco antes de la media noche. Para mi sorpresa, el que nos bajó a abrir fue un pibe de nuestra edad, tal vez unos años menos, quince, o catorce. El pobre también tenía la cara llena de granos. Una vez que llegamos al octavo piso, abrimos la puerta del ascensor y entramos directamente al comedor principal. Era enorme, las luces estaban bajas, podía ver algunas personas desparramadas por el ambiente. Mauro me dijo que le llamaba la atención la cantidad de pibes de nuestra edad. Eché un vistazo y lo confirmé. Apenas nos vio, el instructor vino a saludarnos. Se lo veía contento, medio en pedo. Omar llegó a la brevedad. Nos saludó dándonos la mano. Era extraño verlo con campera ya que hacía un calor insoportable. Después de agradecernos nuestra presencia, nos dijo que necesitaba hablar en privado con nosotros. Nos señaló una habitación del entre piso, pidiéndonos que fuéramos en diez minutos y se fue a hablar con un grupito de pibes. Nos empezamos a sentir algo incómodos. No tuve miedo, nuca tenía miedo cuando estaba con Mauro. Subimos las escaleras y nos paramos al lado de la puerta de la habitación. Omar sacó unas llaves, abrió la puerta, y entramos. “Siéntense en esas sillas” dijo, sentándose en una cama de dos plazas. “Tal vez le resulte un poco extraño que los haya hecho venir hasta acá. Estuvieron pasando algunas cosas estos últimos meses y, realmente, no pude dejar de pensar en ustedes. No crean que es fácil tenerlos en mi habitación, jamás hubiera pensado que esto sucedería. Todos estos meses en el gimnasio pensé en agrandar mis músculos, como ustedes ven, lo logré. A veces pienso que mis metas deberían ser…” Omar hizo una pausa bastante larga, se quedó pensando, mirando el techo, “sustentables en el tiempo, eso es, deberían ser sustentables en el tiempo. Necesito contarles algo: Desde mis primeros dolores en los pezones comencé a barajar la idea de no ir más al gimnasio. Recuerdo que las últimas sesiones de entrenamiento fueron una tortura. ¿Alguna vez sintieron que la remera que llevaban puesta les rozaba los pezones hasta lastimarlos?” “sí”. “Bueno, esto es mil veces peor. Con el correr del tiempo el dolor fue aumentando, hasta que un día me desperté y lo primero que vi fue una barra fina de carne que sobresalía de mi pectoral. Pensé que estaba soñando. Estiré la mano, la agarré y empecé a girarla haciendo movimientos laterales. Sentí la piel de mi pecho desplazarse en la misma dirección de la barra de carne. Me levanté de golpe y ahí estaban mis dos pezones largos como un tenedor, rígidos, con las puntas muy húmedas. Me volví a acostar con la cabeza a mil. Intenté imaginar mi vida con semejantes pezones. Lloré. Los apreté bien fuerte hasta que un chorro de pus líquido salió despedido, manchándome la cara, justo en una de mis mejillas más afectadas por los pozos que me dejó el acné en mi adolescencia. Me pasé la mano para limpiarme y sentí un fuertísimo ardor en la cara. Me levanté de la cama y me paré frente al espejo. Vi mis propias lágrimas deslizarse sobre mi cara absolutamente lisa, sin ningún pozo. Me acerqué más al espejo y una piel nueva y joven se había instalado de repente en mi cara. Me estaba volviendo loco, ¿es acaso el pus de mis pezones el que me hizo una especie de cirugía estética en las mejillas? Me bajé los pantalones y apreté mis pezones una vez más, apuntando a las verrugas que tengo en los testículos hace años. Otra vez el mismo ardor y, unos segundos después, las verrugas ya no estaban”. Omar hizo una pausa, se quedó mirándonos. Después se paró y se sacó la campera gruesa y una remera. Me quedé inmóvil. Eran tan largos como había dicho. Rarísimos. Estaban demasiado rojos, como si en cualquier momento empezaran a sangrar. Omar se volvió a sentar en la cama. “Lo único que tienen que hacer es apretármelos con toda su fuerza y desparramarse el pus en la cara. No me pidan que lo haga yo, ya estoy harto de maltratarme. Todos estos pibes que hay en mi casa curaron su acné con el pus que escupen mis pezones. Sé por lo que están pasando, por favor, háganlo. Eliminen de una buena vez por todas el picadillo de carne que tienen en la cara”.
   Mauro envolvió con sus manos el pezón izquierdo de Omar. Me apuntó a la cara y empezó a hacer presión con los dedos, como sacándole lo último a un tubo de dentífrico. Yo estaba sentado, pegado a Omar que lloraba del dolor. Unas primeras gotas se asomaban cuando Omar pareció no aguantar el dolor y puso su cabeza en el hombro de Mauro, que también lloraba por estar lastimándolo. De repente, un chorro fuerte pegó en mi frente y Omar me lo desparramó por la cara. Sentí un ardor horrible. Omar me dijo que no me tocara, que me mirara en el espejo cuando él me lo ordenara. Fui hasta el espejo cuando Mauro saltó muy exaltado. Tenía la cara perfecta, ni un sólo grano. Me pasé la palma de la mano desacostumbrado a no sentir relieves, había funcionado. Después de hacérselo a Mauro, dejamos la habitación. Cuando bajamos, Omar gritó “¡funcionó una vez más!” y decenas de jóvenes alzaron las copas “¡vivan tus pezones y tu amor siempre adolescente, Omarcito! ¡Viva!

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