martes, 3 de abril de 2012

EL MANGAZO SIN SENTIDO

  Katrin me miraba esperando una respuesta, más que una respuesta, la justificación de mi mail invitándola a mi casa. Quería que le dijera con palabras lo que le había escrito, me conoce, sabe que me refugio en dos o tres párrafos para no echar todo a perder cuando le hablo. Me levanté y puse a Bach para darme coraje. Me volví a sentar a su lado. Pensé algo rápido para decirle y mi acotación fue torpe, sin sentido, tal vez le hablé del clima o de alguna anécdota laboral; frases que ya conoce, frases de un treintañero que le pesa la vida. Me dijo que leyó mi mail, que ella me había escrito algunos, pero que nunca pudo enviármelos. Después me preguntó si salgo con alguna mina. No, le respondí, y ahí nomás me contó que ella probó con otros tipos. No sentí mucho más que una leve intriga por verla coger con otro. Después hablamos de algunos buenos momentos que vivimos durante nuestro noviazgo y, de golpe, el mangazo, necesito guita. Nunca se hubiera imaginado que le pediría plata, me lo repitió varias veces. Prometió darme una respuesta en unos días. Nos quedamos entre dormidos después de un buen polvo. Tuve muchas dificultades para dormir.
  Las luces intermitentes del cabaret de enfrente atravesaban la persiana, pintando de violeta la cara de Katrin. A medida que la luz se apagaba y se prendía, su cara iba transformándose en otras caras. Conté decenas de caras distintas, ninguna me gustaba, no quería que durmieran a mi lado. Intenté encontrar la verdadera cara de Katrin, de la que yo me había enamorado alguna vez. No la encontré. A veces el amor que se va es tan parecido a la muerte que me confunde. Ya entregado al sueño, la pasé mal con algunas pesadillas: estaba en el hotel donde trabajo y tomaba uno de los ascensores de servicio. Sonia, una de las empleadas del bar, subía algunos pisos antes de mi destino y cruzábamos algunas palabras. Estaba contento, con ganas de hablarle, de divertirme. El ascensor llegaba al piso de Sonia, y cuando se disponía a salir, yo le pegaba un empujoncito, y por esa cosa maldita de los sueños, Sonia se caía al vacío. Mientras caía me miraba como diciendo, “te mandaste cualquiera, boludo”. Recuerdo pedirle perdón, choqueado por sus dos muñones, había perdido las dos piernas por mi culpa, me sentía destrozado.
  Por la mañana, Katrin se fue al psicólogo. A las pocas horas me llamó, diciendo que su terapia había sido anulada porque su analista tuvo algunos inconvenientes, que estaba tomando sol y fumando un cigarrillo. Un cigarrillo, cómo me hubiera gustado que fumara durante nuestra convivencia. También me hubiera gustado que los cuestionamientos a su padre hayan sido en esa época, seguramente el hombre especialista en todo no hubiera venido tantas veces a romper las pelotas, queriendo reparar todos los desperfectos que encontraba en la casa. La invité a almorzar a mi departamento. Estaba a punto de ducharme cuando llegó. La noté preocupada por mi pedido, vino a tratar de razonar conmigo por qué debería prestarme el dinero. La situación me agotó, le terminé diciendo que no me prestara nada. En realidad no necesitaba el dinero, sólo buscaba generar un nuevo vínculo que me hiciera recuperar o transformar lo que, irrecuperablemente, ya se ha perdido.
  Algunas semanas pasaron. Katrin decidió no llamarme más. Yo tampoco, es mejor así. Ahora ya casi no me acuerdo de la pesadilla cuando veo a Sonia en el trabajo. El viernes, Paulo me sacó de mi habitual encierro. Hace tiempo que vengo trabajando la posibilidad de salir a tomar una cerveza. Por suerte, Paulo tiene una alta capacidad perceptiva, y el viernes me llamó, justo cuando estaba solo en mi casa, repitiendo mentalmente una situación del pasado, en donde les decía a mis sobrinos que la base de la vida es puro sufrimiento. Soy un boludo, un irresponsable, a veces no me doy cuenta lo importante que son mis palabras para mis sobrinos, no tengo derecho a decirles semejante pelotudéz, de la que ni siquiera estoy seguro. Lo que pasa que me gusta pincharlos para ver con que saltan, que lindos que son mis sobrinos, cómo los quiero. Me llamó justo ese viernes que andaba contrariado, que las horas se iban con diálogos imaginarios entre amigos. Pensando que cuando vuelva a Baires voy a ir a visitar al Gaby, un tipazo sin maldad, igual que mi hermano. A los tipos que carecen de maldad habría que librarlos de cualquier sufrimiento. Tendrían que tener algunas cosas aseguradas desde su nacimiento. Habría que homenajearlos por desconocer cualquier artimaña para joder a la gente. Este mundo de mierda está lleno de giles, egoístas, paranoicos que temen que los caguen todo el tiempo. Paulo andaba por mi barrio, así que pasó por casa y nos fuimos a caminar. Hacía varios meses que no lo veía. Fuimos a un bar del centro de Ginebra, uno de los que solía frecuentar, hace unos años, cuando podía hacerme amigo del ritmo que imponía mi pija dura. Me dio un gran gusto volver a ver a Paulo.
  Hace unos días salgo un poco más, impulsado por el solcito de primavera. Anduve caminando por el centro, hasta me dormí una siesta al borde del lago. Pasaron algunas cosas extrañas en un puesto de salchichas alemanas a la parrilla, a unas cuadras de casa, cosas que me gustaría contar, pero, tal vez, en otro texto. Ahora voy a leer el último mail que acabo de recibir de Katrin. En el asunto está escrito “C’est fini”.

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