viernes, 30 de septiembre de 2011

BUSCANDO LA CARNE

Las tardes de enero en Buenos Aires eran aburridas, y sobre todo para tres adolescentes que no habían descubierto el sexo. Casi siempre nos quedábamos a dormir en la casa de Máximo. Era el único que contaba con una habitación sólo para él. Una de aquellas tardes decidimos que de algún modo teníamos que debutar sexualmente. Ya habíamos agotado todos los recursos construyendo semejanzas humanas para enterrar el pene: Máximo llegó a  masturbarse hasta con un muñeco Alf de arcilla que él y un amigo de la primaria habían hecho en la clase de actividades prácticas. Al pobre Alf le tocó tragarse varios lechazos. Raúl sufría una alocada ansiedad que lo hacía masturbarse más de siete veces por día. Cuando uno le preguntaba a dónde había ido, era casi seguro que, cualquiera haya sido el acto, se había hecho una paja. Una vez buscó un árbol de la plaza San Martín porque las minas que había visto en retiro lo dejaron en llamas. “Necesito un árbol muchachos” “¿Te estás meando?” “No, es que si no me masturbo no puedo seguir”. Yo le hacía un agujero a una almohada de gomaespuma que me había encontrado en la calle, absolutamente todos mis amores los encontré ahí. Bien podría decir que mi primer amor estaba hecho de gomaespuma. Las noches que pasaba en mi casa esperaba que todos se durmieran para entrar con mi almohada al baño. Una vez instalados en el inodoro, el acto sexual era breve y poco cariñoso, pero sin duda muy reconfortante.

Una de aquellas tardes Máximo recibió una llamada, era Gabriela, una amiga de su infancia. Le dijo que por la noche había una fiesta en la casa de su mejor amiga Andrea. Nosotros sabíamos de qué se trataba. Gabriela estaba de novia con un fanfarrón que cada vez que nos veía nos contaba cómo se la montaba. Una vez, el muy idiota, me vio un pomo de pegamento y me dijo que yo me drogaba porque todavía no sabía lo que producía el sexo. Decía cosas como: “Mujer sin prendas íntimas, la frescura de su piel, el brillo mágico de su ser, recorrer sus partes con mis dedos, es una estrellita que me mandó el cielo”, y la concha de su hermana. Parecía que lo habían escupido en el tiempo con una muñeca Barbie atravesada en el culo. No perdí tiempo en contarle que eran mis únicas zapatillas y las tenía que cuidar. Todas las reuniones parecían ser un encuentro para homenajear la verga de este boludo. Las amigas de Gabriela eran vírgenes y no aceptaban hombres en las mismas condiciones. Como Gabriela les contaba a sus amigas de que forma hombre con muñeca en la cola la garchaba, las pendejas estaban enloquecidas con él.

A ninguno nos gustó la idea de ir a la fiesta, pero nos tomamos tiempo para pensarlo. Yo supuse que quizás habría más mujeres y eso ayudó. Por otro lado, no teníamos absolutamente nada que hacer. La casa quedaba en olivos, lo que sugirió algunas reflexiones de Raúl. Empezó la frase diciendo “gilada.” Después siguió: “Ninguna de las minas nos va a dar cabida. Son unas chetitas boludas que se la pasan hablando de lo bien que se llevan con su papa. En cuanto lo vea al gil del novio me voy a querer ir. Ese tipo me irrita. Le cortaría esas cubanitas de mierda y con el pelo le ataría los huevos.” Máximo lo interrumpió y le dijo que era muy probable que hubiese buena comida, entonces nos pusimos a fantasear con un rico asado. Raúl no pudo contener su amor ansioso por la carne y tuvo una erección. Fue al baño y al regresar soltó un pensamiento en vos alta con un gesto muy serio, “¿Harán asado?”

Máximo decidió ir con el auto del padre a pesar de no tener edad suficiente para tener el registro. Sacarlo fue un operativo fácil. Los primeros cien metros lo empujamos para que no hiciera ruido el motor. Una vez que lo puso en marcha nos subimos y salimos arando. En el camino nos paramos en el kiosco del chileno y su mujer que, según la madre de Máximo, recibía con frecuencia algunos golpes de su marido. Tocamos el timbre y tardó unos cinco minutos en atendernos. El chileno dormía en el depósito del local. Nos contaba que de noche su mujer y él solían hacer pis en el piso porque el baño estaba arriba y le daba fiaca subir las escaleras. Al chileno no le importaba absolutamente nada que tuviera que ver con llevar un ritmo de vida de una persona más o menos civilizada. En una oportunidad una clienta le pidió un vaso con agua para tomar una aspirina. Como estaba algo sucio, la señora le hizo una observación gentil para que se lo cambiara. “Aguántese mi reina”, le dijo, agarró el mismo vaso y le pasó un trapo sucio que tenía en el mostrador.

Compramos cuatro cartones de vino y algunos sobres de jugo para mezclar. El viaje fue hermoso. Hablamos de la familia que uno elije. Nos dijimos que nos queríamos con algunas lágrimas atravesadas en la cara. También hablamos de cómo se estaba perdiendo la costumbre de comprar tripa gorda cuando se hacía un asado. Raúl comenzó a aventurar que seguramente la carne sería de primera, “esos putos tienen guita, consiguen nerca de la mejor.” Máximo y yo intentábamos cambiar de tema para que no se ponga nervioso. Eran escasas las ocasiones en que Raúl podía comer carne. Unas cuadras antes de llegar a la casa nos detuvimos en una plaza a terminar los dos vinos que nos quedaban. Me recosté en el arenero justo al lado de los juegos para los chicos. Me sentía vivo, tranquilo, con un equipo en donde todos tirábamos para el mismo lado. Máximo nos hizo estallar de risa al preguntar si nosotros aceptaríamos ingresar a los Guns And Roses a condición de darle unos besos en la cabeza del pene a Axl Rose. Como Raúl estaba dando los primeros pasos como baterista, no tuvo ningún problema en decir que si. Yo le pregunté si dejaría que Axl Rose le metiera la mitad del pene en el culo y me dijo que no, que sólo aceptaba darle unos besos en la chota.

La casa de Andrea tenía dos pisos y era una de las más lindas de la cuadra. Tocamos el timbre. Mientras esperábamos miré el rostro serio y nervioso de Raúl. No podía entender cómo alguien había llegado a tener una casa tan grande. Andrea nos abrió la puerta. Estaba hermosa y yo me encargué de decírselo. Nos hizo pasar a la sala de estar. La escena era absolutamente la misma que en otras ocasiones, salvo que había algunas chicas que nosotros no conocíamos. Hombre con muñeca en la cola me preguntó cómo estaba manifestando un falso interés sobre mi supuesta adicción al pegamento. Luego nos sentamos y nos mantuvimos callados escuchando historias sobre campeonatos de Hockey, escuelas bilingües, borracheras en el Country, y muchas otras cosas que nosotros desconocíamos por completo. Como Raúl tenía algo de confianza con Gabriela se atrevió a preguntarle qué había de comer. Le respondió que sólo habían comprado cerveza y chips. Con sólo mirarlo pude saber que su sueño de comer asado estaba acabado. Se pasó la mano por la cabeza dejando ver algunas entradas; a pesar de su corta edad ya se estaba quedando calvo. Después se me acercó y me dijo al oído: “Nos tenemos que ir. Esta conchuda tiene toda la guita y lo único que compra son estas papitas de mierda.” Yo le dije que se calmara, que comiera lo que había y se dedicase a hablar con algunas de las pibas nuevas. “No voy a comer esta mierda. Lo único que te hacen estas basuritas es sacarte más granos. Escuchame una cosa, tengo una idea: Agarramos el auto y nos vamos al centro. Me dijeron que hay un sauna que cuesta quince pesos el polvo. Tenemos que ir. Máximo me dijo que el abuelo le había tirado unos mangos, así que creo que no va a tener problemas en prestarnos algo de guita.”

El sauna quedaba en la calle Lavalle. Subimos unas escaleras que nos llevó a un hall de distribución en donde había un tipo sentado detrás de un escritorio. Fue la primera persona que escuché hablar de sexo de manera tan desinteresada. Nos explicó que la participación normal costaba veinte pesos y si queríamos agregar anal se iba a cuarenta. Nosotros teníamos sesenta pesos entre los tres, pero sólo acusamos tener cincuenta. Se rió y nos dio tres fichas de color amarillo después de recibir el billete. Abrió una puerta y nos dijo que entráramos. El lugar era enorme, estaba lleno de gente. Había dos mesas de pool y algunos televisores amurados en las paredes. Las chicas caminaban por la sala y cuando algún tipo las encaraba se iban por un pasillo hasta desaparecer de nuestra vista. Nos acomodamos en unas sillas de plástico que había contra una pared. Ninguno se animaba a hablar con las chicas. Estábamos inmóviles casi sin emitir sonido. Paralizado por los nervios supuse que las chicas vendrían hacia nosotros y nos llevarían por un rato a cambiarnos la vida. Esto último fue lo que dijo Máximo: “Hoy cambiamos nuestra vida.” El tiempo pasaba y ninguna mujer se nos acercaba. Estuvimos más de tres horas viendo como todos los tipos salían de aquel pasillo con los huevos vacíos. Observé a Máximo llevar su cabeza hasta sus rodillas abrazándose la nuca. Se quedó un buen rato en esa postura y luego gritó: “¡Tal vez nos llaman por nombre! ¿Nos registramos cuando entramos?” Lo dijo tan fuerte que todo el salón lo escuchó. Todos se cagaron de risa, inclusive las chicas, que no tardaron ni un segundo en agarrarnos las manos y llevarnos hasta la habitación. De regreso paramos en una parrilla veinticuatro horas. Pedimos un sándwich de vacío y le dijimos que lo cortara en tres partes iguales. Lo mordimos usando el olor a vagina en los dedos como aderezo. Despertaba el día en el centro porteño. Ninguno sabía realmente si nuestra vida había cambiado.












   


















martes, 6 de septiembre de 2011

EL INCENDIO DEL ALMA

Era domingo. Festejábamos mi cumpleaños número doce. Había unas quince personas en nuestra casa: algunas tías postizas que se habían quedado viudas hacía ya mucho tiempo. También tíos que apenas me veían me daban dinero en privado, como si nadie tuviera que ver que me estaban haciendo un regalo. Cuando me daban mucha era porque habían ganado al hipódromo. Así solían comentar entre ellos: “Hoy gané al hipódromo”. Levantaban la vos cuando había que defender a su club, a Perón, a Alfonsín, y a todo lo que a ellos les tocaba el corazón. Recuerdo las caras tristes de mi madre y mis tías, siempre calladas, como si su vida se apagara con la vos de sus maridos. Sin embargo, una de mis tías postiza era la única que intentaba protagonizar aquellas charlas, en donde más de una vez, alguno se levantó de la mesa y se fue furioso. Solía hablar de su finado. Me gustaba escuchar cosas sobre la vida de Ángel, y más me gustaba que lo hiciera mi tía Trini. Habían estado treinta años juntos. Siempre intentó que su marido abandonara el alcohol. Le sacaba el contenido a las damajuanas y las rebajaba con agua. El pobre ni siquiera se daba cuenta que el vino no estaba más puro y terminaba rebajando un vino ya rebajado. Para mi tía este era un buen tratamiento, o por lo menos era una forma de intentarlo. Nada de ir a consultar las cosas con profesionales. Los problemas que había en casa, se arreglaban en casa.

Aquella noche, mientras Trini lograba hacer callar a los hombres mandando una avalancha de historias graciosas sobre Ángel, tuve la mala suerte que se resbalara el vaso de mis manos y se me cayera el líquido en la remera. Entonces mi hermano, que debería tener unos  veinte y pico, ya algo borracho, me dijo: “¡Pero que hace hermano! Usted no puede andar haciendo estas cosas. Sobre todo ahora que tiene doce años. Ya es hora que le de comer al tero”. Todos mis tíos se cagaron de risa. Sentí mucha vergüenza. Las mujeres se mantuvieron al margen del comentario. Fui hasta el baño y me miré fijo en el espejo: tres bolas de pus justo encima de mis cejas. La nariz hinchada, toda deforme por un pedazo de piel dura y dolorosa que no tardaría en ponerse rojo para darle lugar a otro grano. Granos, muchos granos. El más pequeño tenía el tamaño de una de mis uñas. Lo único que necesitaba para tener posibilidades de debutar era hacer desaparecer mi acné.

Salí del baño y vi la luz encendida en la habitación de mis viejos. Mama siempre tenía un libro en su mesita de luz. Casi siempre eran libros con la tapa rota, libros usados que habían resistido las manos del tiempo. Usaba separadores que casi siempre eran pedazos de hojas rotas de mi cuaderno gloria para la escuela. Me gustaba que hiciera eso. Me acerqué hasta la mesita y vi el pedazo de hoja que sobresalía de su libro. Estaba escrito, era la letra de mama:

…Caballito blanco que a palo y cuchillo mortadela has quedado, no consideres mi acto desalmado. Caballito blanco con tu pierna rota condenado, yo también muero a quebradura lenta. Pedacito de luz entre mis tierras, no te sientas desgraciado, si te sirve de consuelo, a vos y a mí, nos comerán en un asado…

Cuando se fueron los invitados escuché una conversación entre mis viejos. Mi mama estrelló su cartera en el piso diciendo que estaba cansada de no tener un mango. Lloraba. Después mi viejo le dijo que se calmara, que la solución era vender el departamento, saldar deudas, e irnos a uno más pequeño. No entendí cuanto más pequeño sería, ya que mis hermanos y yo dormíamos en el comedor. Me sentía triste al escuchar los llantos de mi vieja. En un momento no la escuché más. Pensé en la prueba que nos iba a tomar la señorita Cristina al día siguiente, en todos mis amigos, en seguir planeando nuestro viaje de egresados. 

Por la mañana fui a buscar a Mamá al cuarto para que me evaluara, necesitaba hacer esto antes de dar un examen. La puerta estaba cerrada con llave. Mi hermano me dijo que no rompiera los huevos, que Mamá seguro  había tomado unas pastillas para dormir. Me preguntó a qué hora entraba a la escuela. Después me dijo que iba a tener que llegar media hora más tarde; un tipo le tocaría el timbre en diez minutos. Yo tenía que bajar y decirle que mi hermano no estaba y le tenía que dar un sobre de su parte. “Escuchame bien. Vos bajás. El tipo te pregunta por mí y le decís que no estoy y le das este sobre, ¿ok?” Todo salió como mi hermano me lo pidió, salvo algo que no me animé a contarle cuando subí a casa. El tipo me había dicho: “Decile que la tarasca tiene que aparecer toda juntita. Que no queremos más pequeñas cuotas cuando a él se le ocurra. Decile que no me haga venir y pegarle un cohetazo en el estómago”. 

Mi hermano me dio un peso por entregar el sobre. “One dólar. En este hispa AHORA se gana en dólares, entonces es AHORA que hay que hacer la guita”, dijo, antes de mandarme al taller de Rubén, que estaba a una cuadra de casa. Allí el tololo me acompañaría a la escuela. El tololo era un discapacitado mental que se la pasaba todos los días en el taller. Para los empleados era bueno tenerlo ahí. Estaban todo el tiempo tomándole el pelo. Fui a varias cenas en el taller. La mayoría se organizaban a fin de año. En todas le daban mucho vino al tololo y lo hacían bailar desnudo. El show duraba mucho tiempo. Llegaba a su mayor momento de euforia cuando la gente tiraba petardos alrededor del pobre tololo desnudo. Muchas veces lo vi llorar. Yo tenía una sensación extraña cuando cenaba con ellos. Sentía bronca de haber nacido.

Caminando hacia la escuela me auto evalué en vos baja pensando que mi Mamá me hacía las preguntas del examen. El tololo, como de costumbre, no dijo una palabra. Vi pasar unos tipos con guardapolvo de doctor. Pensé en mi padre. Él iba dos veces por semana a Mar del plata porque tenía que ver a su médico de cabecera. Yo le preguntaba si tenía algo grave, pero él decía que era una pavada, pero sólo el doctor casino podía atenderlo. Mi viejo se pasó más de la mitad de su vida visitando al doctor casino y, cuando no pudo pagarle más, se fue con el doctor póker. Después no pudo pagarle al doctor póker y eligió a dios que, según él, lo atendía gratis porque no tenía profesión.

Llegué tarde. Ya habían empezado la prueba. Me senté en una de las últimas filas y la profesora me dijo que me ponga en la primera. Seguramente pensaba que yo me quería copiar. Estaba lejos de querer hacer aquello. Confiaba en hacer un buen examen. Simplemente me gustaba sentarme en el fondo para poder ver casi toda el aula. También me gustaba el fondo porque allí estaban mis buenos amigos. La mayoría de los que se sentaban en las primeras filas eran unos alcahuetes, salvo los mellizos Pereira que usaban anteojos. Eran los únicos de la primera fila que se juntaban con nosotros en los recreos. Mientras hacíamos la prueba la señorita Cristina no paraba de comer chocolates. Era gorda. Tenía la cara llena de pecas y unas tetotas que parecía que iban a estallar. Me gustaba muchísimo. Quería debutar con ella. Se me repetían algunos sueños con su figura desnuda abrazándome, dándome todo el calor que necesitaba mi virginidad y mi acné. Quería decirle que la amaba, que me dejara hacerle el amor aunque sea un ratito. 

La prueba me resultó fácil. La hice en media hora. En una de las preguntas sobre ciencias naturales escribí lo del caballo que había leído en el separador de Mamá, además de todo lo que había estudiado. Cuando todos terminaron la señorita Cristina nos mandó al patio a jugar. Ella iba a corregir y nos iba a llamar para darnos la nota. 

Nos fue a buscar al patio y nos llevó de nuevo al aula. Todavía le faltaba corregir algunas pruebas. Le pedí permiso para ir al baño. Al regresar abrí la puerta del aula. Lo primero que vi fue a mis compañeros riéndose a carcajadas. Todos me miraban fijo. Después vi a la señorita Cristina con mi prueba en la mano. La hoja se iba consumiendo por el fuego que ella misma había provocado con su encendedor mientras me decía que era una porquería. Me senté y me quedé mirando las últimas letras del poema de mama que desaparecían con la llama. Antes que la hoja le quemara la mano la tiró al piso y la pisoteó con fuerza. Volví a mirar a mis compañeros. Todos seguían contentos.