martes, 6 de septiembre de 2011

EL INCENDIO DEL ALMA

Era domingo. Festejábamos mi cumpleaños número doce. Había unas quince personas en nuestra casa: algunas tías postizas que se habían quedado viudas hacía ya mucho tiempo. También tíos que apenas me veían me daban dinero en privado, como si nadie tuviera que ver que me estaban haciendo un regalo. Cuando me daban mucha era porque habían ganado al hipódromo. Así solían comentar entre ellos: “Hoy gané al hipódromo”. Levantaban la vos cuando había que defender a su club, a Perón, a Alfonsín, y a todo lo que a ellos les tocaba el corazón. Recuerdo las caras tristes de mi madre y mis tías, siempre calladas, como si su vida se apagara con la vos de sus maridos. Sin embargo, una de mis tías postiza era la única que intentaba protagonizar aquellas charlas, en donde más de una vez, alguno se levantó de la mesa y se fue furioso. Solía hablar de su finado. Me gustaba escuchar cosas sobre la vida de Ángel, y más me gustaba que lo hiciera mi tía Trini. Habían estado treinta años juntos. Siempre intentó que su marido abandonara el alcohol. Le sacaba el contenido a las damajuanas y las rebajaba con agua. El pobre ni siquiera se daba cuenta que el vino no estaba más puro y terminaba rebajando un vino ya rebajado. Para mi tía este era un buen tratamiento, o por lo menos era una forma de intentarlo. Nada de ir a consultar las cosas con profesionales. Los problemas que había en casa, se arreglaban en casa.

Aquella noche, mientras Trini lograba hacer callar a los hombres mandando una avalancha de historias graciosas sobre Ángel, tuve la mala suerte que se resbalara el vaso de mis manos y se me cayera el líquido en la remera. Entonces mi hermano, que debería tener unos  veinte y pico, ya algo borracho, me dijo: “¡Pero que hace hermano! Usted no puede andar haciendo estas cosas. Sobre todo ahora que tiene doce años. Ya es hora que le de comer al tero”. Todos mis tíos se cagaron de risa. Sentí mucha vergüenza. Las mujeres se mantuvieron al margen del comentario. Fui hasta el baño y me miré fijo en el espejo: tres bolas de pus justo encima de mis cejas. La nariz hinchada, toda deforme por un pedazo de piel dura y dolorosa que no tardaría en ponerse rojo para darle lugar a otro grano. Granos, muchos granos. El más pequeño tenía el tamaño de una de mis uñas. Lo único que necesitaba para tener posibilidades de debutar era hacer desaparecer mi acné.

Salí del baño y vi la luz encendida en la habitación de mis viejos. Mama siempre tenía un libro en su mesita de luz. Casi siempre eran libros con la tapa rota, libros usados que habían resistido las manos del tiempo. Usaba separadores que casi siempre eran pedazos de hojas rotas de mi cuaderno gloria para la escuela. Me gustaba que hiciera eso. Me acerqué hasta la mesita y vi el pedazo de hoja que sobresalía de su libro. Estaba escrito, era la letra de mama:

…Caballito blanco que a palo y cuchillo mortadela has quedado, no consideres mi acto desalmado. Caballito blanco con tu pierna rota condenado, yo también muero a quebradura lenta. Pedacito de luz entre mis tierras, no te sientas desgraciado, si te sirve de consuelo, a vos y a mí, nos comerán en un asado…

Cuando se fueron los invitados escuché una conversación entre mis viejos. Mi mama estrelló su cartera en el piso diciendo que estaba cansada de no tener un mango. Lloraba. Después mi viejo le dijo que se calmara, que la solución era vender el departamento, saldar deudas, e irnos a uno más pequeño. No entendí cuanto más pequeño sería, ya que mis hermanos y yo dormíamos en el comedor. Me sentía triste al escuchar los llantos de mi vieja. En un momento no la escuché más. Pensé en la prueba que nos iba a tomar la señorita Cristina al día siguiente, en todos mis amigos, en seguir planeando nuestro viaje de egresados. 

Por la mañana fui a buscar a Mamá al cuarto para que me evaluara, necesitaba hacer esto antes de dar un examen. La puerta estaba cerrada con llave. Mi hermano me dijo que no rompiera los huevos, que Mamá seguro  había tomado unas pastillas para dormir. Me preguntó a qué hora entraba a la escuela. Después me dijo que iba a tener que llegar media hora más tarde; un tipo le tocaría el timbre en diez minutos. Yo tenía que bajar y decirle que mi hermano no estaba y le tenía que dar un sobre de su parte. “Escuchame bien. Vos bajás. El tipo te pregunta por mí y le decís que no estoy y le das este sobre, ¿ok?” Todo salió como mi hermano me lo pidió, salvo algo que no me animé a contarle cuando subí a casa. El tipo me había dicho: “Decile que la tarasca tiene que aparecer toda juntita. Que no queremos más pequeñas cuotas cuando a él se le ocurra. Decile que no me haga venir y pegarle un cohetazo en el estómago”. 

Mi hermano me dio un peso por entregar el sobre. “One dólar. En este hispa AHORA se gana en dólares, entonces es AHORA que hay que hacer la guita”, dijo, antes de mandarme al taller de Rubén, que estaba a una cuadra de casa. Allí el tololo me acompañaría a la escuela. El tololo era un discapacitado mental que se la pasaba todos los días en el taller. Para los empleados era bueno tenerlo ahí. Estaban todo el tiempo tomándole el pelo. Fui a varias cenas en el taller. La mayoría se organizaban a fin de año. En todas le daban mucho vino al tololo y lo hacían bailar desnudo. El show duraba mucho tiempo. Llegaba a su mayor momento de euforia cuando la gente tiraba petardos alrededor del pobre tololo desnudo. Muchas veces lo vi llorar. Yo tenía una sensación extraña cuando cenaba con ellos. Sentía bronca de haber nacido.

Caminando hacia la escuela me auto evalué en vos baja pensando que mi Mamá me hacía las preguntas del examen. El tololo, como de costumbre, no dijo una palabra. Vi pasar unos tipos con guardapolvo de doctor. Pensé en mi padre. Él iba dos veces por semana a Mar del plata porque tenía que ver a su médico de cabecera. Yo le preguntaba si tenía algo grave, pero él decía que era una pavada, pero sólo el doctor casino podía atenderlo. Mi viejo se pasó más de la mitad de su vida visitando al doctor casino y, cuando no pudo pagarle más, se fue con el doctor póker. Después no pudo pagarle al doctor póker y eligió a dios que, según él, lo atendía gratis porque no tenía profesión.

Llegué tarde. Ya habían empezado la prueba. Me senté en una de las últimas filas y la profesora me dijo que me ponga en la primera. Seguramente pensaba que yo me quería copiar. Estaba lejos de querer hacer aquello. Confiaba en hacer un buen examen. Simplemente me gustaba sentarme en el fondo para poder ver casi toda el aula. También me gustaba el fondo porque allí estaban mis buenos amigos. La mayoría de los que se sentaban en las primeras filas eran unos alcahuetes, salvo los mellizos Pereira que usaban anteojos. Eran los únicos de la primera fila que se juntaban con nosotros en los recreos. Mientras hacíamos la prueba la señorita Cristina no paraba de comer chocolates. Era gorda. Tenía la cara llena de pecas y unas tetotas que parecía que iban a estallar. Me gustaba muchísimo. Quería debutar con ella. Se me repetían algunos sueños con su figura desnuda abrazándome, dándome todo el calor que necesitaba mi virginidad y mi acné. Quería decirle que la amaba, que me dejara hacerle el amor aunque sea un ratito. 

La prueba me resultó fácil. La hice en media hora. En una de las preguntas sobre ciencias naturales escribí lo del caballo que había leído en el separador de Mamá, además de todo lo que había estudiado. Cuando todos terminaron la señorita Cristina nos mandó al patio a jugar. Ella iba a corregir y nos iba a llamar para darnos la nota. 

Nos fue a buscar al patio y nos llevó de nuevo al aula. Todavía le faltaba corregir algunas pruebas. Le pedí permiso para ir al baño. Al regresar abrí la puerta del aula. Lo primero que vi fue a mis compañeros riéndose a carcajadas. Todos me miraban fijo. Después vi a la señorita Cristina con mi prueba en la mano. La hoja se iba consumiendo por el fuego que ella misma había provocado con su encendedor mientras me decía que era una porquería. Me senté y me quedé mirando las últimas letras del poema de mama que desaparecían con la llama. Antes que la hoja le quemara la mano la tiró al piso y la pisoteó con fuerza. Volví a mirar a mis compañeros. Todos seguían contentos.   

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