Como ya hacía unos días, lo despertó el llanto de su bebé. Era siempre
así: la cama se movía un poco y ese integrante nuevo, ya instalado en la diminuta
casa de Villa Ortúzar, callaba como si le hubieran dado anestesia. Era un domingo
frío, cargado de neblina. Eduardo giró en la cama, abrió los ojos y observó a Silvia
amamantar a su hijo Hernán. Después le hizo un comentario burdo sobre lo bien
que se sentiría él haciendo eso. Silvia sonrió, algo agotada, con el gesto
asexuado que trae aparejado una mujer diez días posteriores a los de un parto.
—Acordate que hoy nos espera tu Papá a almorzar —le dijo Silvia, como si
hubiera sido el primer pensamiento consciente al despertar.
Él también lo tenía presente. Cada vez que Eduardo visitaba a su padre
con Silvia, a pesar que Silvia lo conocía hacía más de cuatro años, a él le seguía dando vergüenza su padre.
Viudo hacía ocho años, don Rubén atravesaba una degradación lenta y
dolorosa que empezaba a vislumbrarse apenas uno entraba a la casa de la calle
Sunchales. La mochila del inodoro no funcionaba, por eso tenía un balde al lado
de la bañadera, o mejor dicho al lado del juntadero de hongos, como solía
llamar Silvia al baño de su suegro. Los techos del baño, cocina- comedor,
estaban todos carcomidos por la humedad. Su fiel compañero Tobi, un perro
atorrante y cariñoso que le faltaba un ojo, se permitía cagar y mear en
cualquier rincón de la vivienda ya que era muy rara la ocasión en que don Rubén
lo sacaba a pasear. Afortunadamente, una vez cada tanto iba una vecina a
limpiar, en realidad iba cada vez que Eduardo podía pagarle, es decir, cada
dos meses.
Silvia terminó de amamantar al bebé y le pidió a Eduardo que lo tuviera mientras ella dormía un poco más. Lo levantó con el cuidado y la
inexperiencia de un padre primerizo y fue hasta la cocina. Lo dejó en el
cochecito. Prendió la hornalla y puso a calentar el café que, para su agrado, ya
estaba preparado. Pensó, como casi todos los domingos, que al día siguiente arrancaba
la semana. Eso era lo peor: otra vez ir al taller de su tío donde trabajaba
como ayudante. Otra vez las órdenes de aquel tipo que sabía hacer absolutamente
todo, una especie de reparador del mundo con palabras. Un tipo que nunca se
quedaba callado, todo tenía una explicación y, peor aún, todo tenía una
solución diseñada por él, siempre una solución que no consideraba bajo ningún
aspecto el sentimiento de las personas. Un tipo que creía que la viveza criolla
era lo más importante, que las personas que no la tenían eran unos inútiles. El
último viernes habían tenido un entredicho cuando su tío hizo un comentario
acerca de un cliente al que a Eduardo le caía simpático. Este puto es un vivo
bárbaro, había dicho su tío, entonces Eduardo, bastante enojado, le contestó
que ningún puto tiene viveza criolla porque los que la tienen, justamente, son
casi siempre los que intentan matar a los putos. ¡Ay, la viveza criolla mata a
los putos! Andá, gil, intentá descansar el fin de de semana así te venís menos
boludo. Así había terminado la semana.
Controló su computadora, tenía dos mensajes, uno de venta de viagra y
otro de un amigo que se había radicado en Barcelona hacía unos años. Eliminó el
primero y leyó con atención el segundo. Por fin su gran amigo Cesar había
encontrado trabajo. Prendió la tele, le bajó todo el volumen como para no
perturbar al bebé que amagaba con dormirse de nuevo. Empezó a hacer zapping de
un lado para el otro. Se detuvo en un documental de volcanes del mundo y se
quedó mirando fijo el televisor, casi sin pensar en lo que estaba mirando.
Silvia se despertó y, acto mecánico, fue hasta la cocina a mirar el
cochecito donde estaba durmiendo Hernán. Saludó a Eduardo y no tuvo respuesta.
Fue al baño y volvió a la cocina a calentar agua para prepararse un café.
—¿Te pasa algo?
—No, ¿por?
—Nada, qué sé yo. Te saludé y ni siquiera me contestaste. Tal vez está
muy interesante el documental y no me escuchaste.
—No estaba prestando atención a la tele.
—Entonces, ¿te pasa algo?
—No.
Silvia no dijo nada. Creyó saber lo que Eduardo sentía, en qué estaba pensando.
Llenó una tasa grande de café y fue hasta la habitación. Abrió las ventanas y
se sentó en la cama a tomarlo. Después volvió a la cocina.
—¿Es por tu viejo, amor? De verdad, no seas tonto, ni vos ni yo ni nadie
va a cambiarlo. A tu viejo no lo va a ayudar nadie porque él no se deja ayudar,
es así de simple.
—Tenés razón.
Claro que Silvia tenía razón, pero lejos estaba de saber lo que pasaba
por la cabeza de Eduardo. Más allá de toda la vergüenza ajena que le producía
don Rubén, ese domingo, que ahora dejaba ver una extraña oscuridad matutina,
casi como si fuera de noche, Eduardo había tomado una decisión. Sí, es ahora,
es el momento, se dijo, y se fue a duchar con una sonrisa de paso que contagió
también la de Silvia.
Encontraron a su padre en la puerta de su casa. Habían llegado al mismo
tiempo. Don Rubén tenía una bolsa de plástico transparente donde llevaba un
bife con hueso cocinado con algunas verduras y fideos. Eduardo le preguntó de
dónde había sacado eso y le respondió que la vecina se lo había dado para el
perro, aunque Silvia, con gran instinto, supuso que era para comérselo él.
Comieron un guiso de mondongo que Silvia había dejado congelado antes del
parto. Estuvieron unas horas y volvieron a su casa.
Al entrar, Silvia fue directamente a pasar al bebé del cochecito a la
cuna. Después se sentó en la cama. Eduardo se sentó al lado y le puso una mano en la
rodilla:
—Voy a renunciar al taller, amor. Ya está, no quiero saber más nada.
—No me parece mal, Edu, pero necesitamos la plata. Tenés que encontrar
otro empleo antes de renunciar.
Eduardo la miró fijo. Se le acercó y le dio un abrazo. Después la soltó
y, con el extraño gesto que adoptaba su cara cada vez que se ponía serio, le
dijo:
—Quiero ser jugador de fútbol.
Ella le exigió que, alguna vez en su vida, le hablara en serio.
—Dale, Edu, no me jodas.
—Quiero ser jugador de fútbol —le repitió, esta vez levantando más la voz—.
Recibí un mail de Cesar, dice que esta jugando al fútbol y que gana bien. Allá
es distinto, te pagan por jugar en cualquier categoría. Quiero ir para Barcelona
a ver si puedo ser futbolista.
Silvia, ahora que sabía que Eduardo hablaba en serio, no sabía que decir
hasta que explotó:
—¡Pero tenés treinta y cuatro años, pelotudo! Dejá de decir estupideces,
te pido por favor. Acabamos de tener un hijo, dale, no seas tan inmaduro.
Eduardo no contestó. Fue hasta la entrada y agarró las llaves. Salió y se
puso a caminar por el barrio. Lo angustiaba el paso del tiempo, su existencia y, sobre todo, haber tenido un
bebé con Silvia. Se sentó en el banco de una plaza y pensó en su padre, ¿qué le
hubiera gustado ser a mi viejo? Seguro que nada de lo que hoy es, concluyó.
Regresó a su casa y Silvia estaba mirando la tele. Estuvieron un rato sin
hablar hasta que ella le dijo que había llamado su tío pidiéndole que por la
mañana fuera media hora antes a recibir un auto de un cliente importante. Perfecto,
ahí estaré como todos los días, le contestó, sintiéndose extrañamente
entusiasmado. Por fin se había resignado.
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