sábado, 20 de agosto de 2011

10-CARLO- “Pegando una ojeada”- Último capítulo-


Le muestro los nueve capítulos al viejo Ruiz. Acepta leerlos diciendo que les va a pegar una ojeada. Lo hace delante de mí. Se toma su tiempo. Lo miro algo incómodo, como si me estuviera arrepintiendo de habérselos dado. Dice que está bueno y me pregunta por qué escribo. Yo le quiero responder que lo hago sólo porque no tengo huevos para volarme el bocho de un tiro. No me deja decir nada: “Si es para coger minas te veo jodido, pibe. Si fuera mujer, antes de acostarme con vos, te llevo a hacer un examen de HIV”. Se ríe y vuelve a agarrar las hojas. Le pega con la punta del dedo a una de las páginas. “Esto del vaso de Mac donals es una boludez, no le puede interesar a nadie. Acostumbrate a no contar cosas que carecen de importancia. Tendrías que escribir ficción. Nadie puede escribir sólo lo que le pasa. Si sos uno de esos boluditos que se autodestruye para manchar algunas hojas con frases torpes y desalmadas, te recomiendo que no sigas. Ahora, si vos podés hacer ficción con las misma intensidad de tu sucia vida, intentalo. ¿De verdad pensás quedarte a vivir acá? Estás loco. No te vas a acostumbrar a este pueblo fantasma. Te va a hacer peor. Cuando empieces a extrañar las noches calurosas de tu barrio, las luces azules de la bonaerense, los silbidos bajos en cada esquina anunciando tiros, te vas a sentir un miserable. Vas a extrañar lo miserable. Vas a extrañar tu vida”.

Me quedo mirándolo. Estoy conmovido. Siento que me dio una patada en el corazón. Le digo que a Mauro lo veo bien, que parece feliz en la granja. “No te confundas, pibe. Maurito tiene el corazón roto por la conchuda de su ex. Tal vez necesite diez años para darse cuenta de lo que pasó. En cambio vos, te estás lastimando el corazón con falopa. Decís que yo no tengo un mango, que no garcho. Es verdad. Pero por lo menos tengo una casa. ¿Vos qué tenés? Disculpame, Carlo. Ojala muchos pibes como vos, puedan llegar a viejos y tener mucho más que yo”. Se me acerca. Me da un beso en la mejilla y yo lo abrazo. Papa, pienso mientras los huesos de sus pómulos se clavan en mi cara. Le doy un beso en la frente. Odio los besos en la frente, pero lo hago igual. Parece un beso que reconoce la derrota del enemigo. Un beso antes de que se lo lleve la muerte. Mi madre solía besarme así.

El viejo se levanta. Entra a la casa y se mete en la habitación. Mauro prepara unos mates. Me propone jugar un cabeza en el jardín. Me dice que a la directora de la comunidad le gusto. Después me sugiere que intente salir con ella. “Seguro que te consigue laburo”. Cabeceamos torpemente una pelota destrozada por Tayson. Nos movemos en un espacio corto que nos marca la luz de una lámpara enganchada en un palo. Nos agitamos y decimos lo bueno que sería dejar el tabaco. Decidimos ir al restaurante de nuestro amigo. Me asusta la idea que me proponga tomar merca. Me tiemblan las manos, el culo. Unas gotitas de sudor me recorren las piernas. El dueño del restaurante no está. Nos sentamos. Una camarera nos saluda con cortesía. Mauro le dice que me voy a quedar a vivir en la granja. A Sandra se le dibuja una sonrisa hermosa. Es linda. Tiene cerca de cuarenta años. Lleva un pañuelo violeta en el cuello. Parece que el paso del tiempo le hizo relucir lo mejor de si misma. Más tarde vuelvo al restaurante a buscarla. Nos subimos a su moto. Paramos al borde de un arrollo. Me habla de su vida. Tiene un hijo. Tengo la impresión que me estoy enamorando. Tengo ganas de decirle que la quiero, pero me parece apresurado. Entonces le digo que es hermosa. La abrazo y nos besamos. La piel de una madre me envuelve hasta los huesos. Corre el cierre de su camperita de lana y me pide que meta las manos. Cierro los ojos. No queda más luna. Estoy adentro de Sandra.

lunes, 15 de agosto de 2011

9-CARLO- “Gol”


La tarde que me despedí de Carla lloré. No logro entender muy bien si lo hice por ella o por el temor que me producen las despedidas. Primero iba a visitar a su amiga y después regresaba a Buenos Aires. Prometimos llamarnos, a pesar que no lo haríamos nunca más. Jamás he podido despedir a alguien sin sentir la pesada obligación de prometer algún otro encuentro. Tal vez debería despedir a la gente diciendo: “Chau, es probable que no nos veamos más.” Así me hubiese acostumbrado a ser un poco más fuerte. Mi padre me tendría que haber dicho esto. Haberme pegado en la cara con la palma de la mano abierta. “Mirá que quizás no nos vemos más”. No fui el único que se despidió aquella tarde. Mauro también dejó ir a su novia. Estuvieron un buen rato hablando y se saludaron con un abrazo. Me dio un beso y me dijo en vos baja, gracias. Tal vez se imaginó que yo había hablado con Mauro, que lo había convencido para que la dejara ir. Mi relación con Tamara terminó en una charla telefónica. Me acuerdo de ella. Decía que lo peor de la distancia es olvidarse del rostro de las personas que uno ama. Tenía razón. Yo ya no lo logro recordarla con precisión. Tengo imágenes de su cara derritiéndose: Un ojo más bajo que otro. Risas y llantos mezclados. Sus labios moviéndose de un lado hacia otro. Me dan ganas de pedirle a mi mente que me perdone, aunque sea, el recuerdo.

Mauro se fue a la comunidad. Me quedé con el viejo Ruiz. Era un apasionado del diálogo. Para él era mucho mejor una buena charla que un buen polvo. Creo que esta afirmación la fue justificando con el paso del tiempo. Ya no tenía un mango. Tampoco garchaba. Sólo le quedaba hablar. Hablar mucho. Hablamos de River. El viejo era fanático. En la cancha conoció a su primera mujer, con la que tuvo a su única hija. Viendo por primera vez el monumental sintió que su llegada al mundo tenía un motivo, una misión. Le pregunté qué sentimientos tenía hacia Boca. Dijo que ninguno. Que Boca era como una mina linda, pero muy estúpida. “Sólo te la querés garchar”. Mate y mate. La pava hirvió. Puteó y se levantó rápido.

‒No te hagas drama Ruiz. Mezclala con agua fría y listo ‒le sugerí. Apoyó la pava. Se sentó haciendo una expresión seria. Luego me miró.
‒¿Sabés qué, Carlo? Mi vida es como un jugador habilidoso. El tipo se pasa a todos. Gambetea. Nunca le podés sacar la pelota. Avanza hasta la puerta del aérea grande. Le salen dos defensores y los vuelve a gambetear. Le queda el arquero. También lo deja pagando. ¿Qué le falta hacer?
‒El gol.
‒Sí. El gol. Yo soy ese jugador habilidoso, Carlo. Y por alguna puta razón en esta vida, nunca hice el gol. Nunca. Y siento que ni siquiera pateé al arco, papa.

No dije nada. Volví a pensar en Tamara. Ella seguro le hubiera preguntado el significado de hacer un gol en su vida. Lo miré. Estaba triste. Tuve la impresión que el viejo ya había pateado al arco, pero no se acordaba. Yo lo imaginaba haciendo el gol. Él, seguramente, no supo que yo lo imaginaba festejando. Con la noche a cuestas apareció Mauro. Nos fuimos los tres al sauna. Caminamos bastante. Era una casona a unos cinco kilómetros. Cuatro putas viejas. En un televisor pasaban un video con una mina masturbando a un caballo. Jugaba con la gran verga hasta que se animaba a metérsela en la concha. Nos sentamos en unas sillas de plástico. El tipo de la barra saludó a Mauro y al viejo Ruiz con un abrazo. Dos fernet con coca. Un whisky. Brindamos. Mauro lo hizo por mí. Yo por la granja. EL viejo Ruiz por su hija, y por River.

Esperé afuera que acabaran con las putas. O mejor dicho, que las putas acabaran con ellos. Había una oscuridad deliciosa. Me recosté en el umbral del cabaret. Hacía mucho que no veía las estrellas, la luz distinguida de la noche. El vientito fresco y dulce de las sierras me erizó la piel. Tuve una pequeña erección que terminó con mi semen enredado en los pastizales. Mauro y el viejo salieron cantando. Mauro quiso hacerme una joda agarrándome la pija. Al tocarla se dio cuenta que estaba gomosa, todavía movilizada por la paja que me acababa de hacer. Sacó la mano y empezó a gritarme, “¡Hijo de puta! ¡Qué asco!” El viejo se ofreció para pagar una ronda más de chupi. No fue sólo una, fueron decenas. Las pagamos entre todos. Quedé doblado. El viejo y Mauro aplaudían mientras yo subía una escalera sostenido por una puta de más de sesenta pirulos. Terminé pidiéndole disculpas porque no se me paró la pija. Me dijo que no me preocupara dándome un beso cargado de energía. Al fin y al cabo fui un buen cliente: Pagué y no garché. De regreso a la casa me sentí bien. Pensé en quedarme a vivir en la granja. Se lo contaría a Mauro al día siguiente.

sábado, 6 de agosto de 2011

8-CARLO- “No queda otra”

Descarrilé una noche en la que el dueño del restaurante trajo una cantidad de merca que nunca había visto. Era bien puto y comprensivo. Llevaba de manera tan suave el ritmo de la cocaína, que hasta me despertó algo de envidia. Logramos sentarnos luego de caminar sin parar, durante mucho tiempo. Un intervalo de silencio: Mi brazo izquierdo que no se mueve. No quiero moverlo, no puedo moverlo, porque puedo morir. Me gustaría morir, pero sigo vivo. Vivo como mi compañero de tomata, que no tiene problemas en mirarme. Yo no puedo mirarlo. Me gustaría volver un poco para atrás. Haber renunciado a darme el primer saque. Haber renunciado a darme el segundo. Me gustaría haberme dado por vencido cuando había que redoblar la apuesta. Miro hacia el frente, duro, muy duro. Hubiera sido mejor nacer en  beverly hills o ser un drogadicto con mucha guita. El brazo se afloja y mi compañero así lo entiende. Ya se había empezado a poner incómodo. Me pregunta si estoy bien, si quiero tomar keta. No. Todo se ha acabado. Termino de aspirar a fondo la última raya y todavía no sé que dentro de poco voy a desesperarme porque no queda más. Llamo a Tamara, le cuento donde estoy y se pone a llorar. Le cuento que soy un falopero y llora más. Puedo escuchar sus lágrimas, pero no sentirlas. Me pregunta cuándo llegué y le respondo con otra pregunta: ¿Te garchaste al tornero? Llora. Le pido ayuda, me dice que le cagué la vida. Es verdad; le cagué la vida. Y me cagué la vida. Voy hasta la casa. Carla duerme. Llego a verle un tatuaje hecho con tinta china que dice Ale. No quiero acercarme a ella. Siento el olor de su culo, de sus huevos, de su pija escondida. Siento la densidad de la miseria, del hongo podrido que me abraza acariciándome la nuca. Me tiro en el piso inclinando las piernas. Me paso las manos por las rodillas y un chorro de pis me moja el pantalón. Tengo frío. Raspo mis dientes y escucho el sonido de la puerta que se abre. El dueño del restaurante.

‒Escuchame Carlo. Me tenés que acompañar a la veterinaria.

Media botella de whisky en unos pocos minutos. Emprendimos camino a la veterinaria.
 Era un local integrado a una vivienda, no muy lejos de la casa del viejo Ruiz. El frente estaba enrejado. Había un timbre. Esperamos unos minutos hasta que apareció el empleado. Mi compañero se mostraba coherente. No entiendo cómo mierda podía llevar tanta droga adentro y actuar así. Empezó a inventar una historia que, pienso ahora que lo escribo, cualquier campesino drogadicto debía ya conocer:

‒Primero creo que usted merece unas pequeñas disculpas de mi parte. Sé que el horario no es el más indicado para interrumpir su sueño. Resulta que a mi caballo se le quedaron las patas enganchadas en el alambrado. Hace varias horas que estamos intentando sacarlo y es imposible. Se pone muy nervioso. Patea sin parar. He recibido la ayuda de algunos vecinos, los cuales me sugirieron comprar ketamina para dormirlo. También necesitaría saber la dosis que tengo que suministrarle. No vaya a ser cosa que se me muera el animal ‒noté algo dubitativo al empleado antes que dijera:

‒Señor. Lamentablemente no me queda más ketamina. Puedo ofrecerle otro medicamento que produce resultados similares.

‒En este caso voy a llamar a uno de mis vecinos para explicarle su propuesta ‒Agarró su celular, apretó un botón, y le dijo hola a un supuesto Alfredo. Le contó la propuesta. Después pasó unos segundos escuchando al supuesto Alfredo con atención. Sólo se lo escuchaba decir: Dale, ta bien, si, perfecto. Colgó y miró fijo con cara de preocupado al empleado de la veterinaria.

‒Usted me va a saber disculpar, pero mi amigo Alfredo me acaba de decir que no queda otra. Que hay que darle con Keta nomás.

Lo único que conseguimos fueron unos ansiolíticos. Me tomé dos pastillas mientras volvíamos a la casa. Ya era de día. Mi compañero se quedó en el restaurante. Hice parte del recorrido solo. Los ansiolíticos paran el tren en la estación que ellos quieren, pero por lo menos lo paran. Llegué a la casa. Me tiré en el pasto cerca de Tayson. Tuve muchas ganas de abrazar a alguien. Luego me recosté al lado de Carla. Me dormí con la boca pegada en su espalda, viendo como los hilos de saliva cubrían su tatuaje. Y de tanta baba y tatuaje tumbero, la euforia: Y somos cuatro testículos, dos penes, y una concha soñada que se borra de mi mente con el pasaje del olor metálico de los cuerpos masculinos. Siento el músculo de mi otro macho que me da un agujero imaginario vaginal. Estoy adentro cuando veo una sombra pesada que cae cerca de mí. El viejo Ruiz mira a Carla. Está serio. Me distrae. Carla lo mira y le habla mientras yo la sigo penetrando.

‒Qué pasa viejito puto. ¿Me querés comer la colita o me queres comer la pijita? ‒el viejo le pone la mano en la boca y ella se la muerde‒. Dale viejo maricón. Pedile permiso a Carlo para comerme la colita. A ver, mostrame la garcha, abuelo. Me imagino que el abuelo tiene un billetín, ¿no?
El viejo Ruiz dijo que no. Hizo un gesto de tristeza que me partió el alma. Dejé de penetrar a Carla y salí al jardín. Me tumbé en el pasto y me quedé profundamente dormido.