Le muestro los nueve capítulos al viejo Ruiz. Acepta leerlos diciendo que les va a pegar una ojeada. Lo hace delante de mí. Se toma su tiempo. Lo miro algo incómodo, como si me estuviera arrepintiendo de habérselos dado. Dice que está bueno y me pregunta por qué escribo. Yo le quiero responder que lo hago sólo porque no tengo huevos para volarme el bocho de un tiro. No me deja decir nada: “Si es para coger minas te veo jodido, pibe. Si fuera mujer, antes de acostarme con vos, te llevo a hacer un examen de HIV”. Se ríe y vuelve a agarrar las hojas. Le pega con la punta del dedo a una de las páginas. “Esto del vaso de Mac donals es una boludez, no le puede interesar a nadie. Acostumbrate a no contar cosas que carecen de importancia. Tendrías que escribir ficción. Nadie puede escribir sólo lo que le pasa. Si sos uno de esos boluditos que se autodestruye para manchar algunas hojas con frases torpes y desalmadas, te recomiendo que no sigas. Ahora, si vos podés hacer ficción con las misma intensidad de tu sucia vida, intentalo. ¿De verdad pensás quedarte a vivir acá? Estás loco. No te vas a acostumbrar a este pueblo fantasma. Te va a hacer peor. Cuando empieces a extrañar las noches calurosas de tu barrio, las luces azules de la bonaerense, los silbidos bajos en cada esquina anunciando tiros, te vas a sentir un miserable. Vas a extrañar lo miserable. Vas a extrañar tu vida”.
Me quedo mirándolo. Estoy conmovido. Siento que me dio una patada en el corazón. Le digo que a Mauro lo veo bien, que parece feliz en la granja. “No te confundas, pibe. Maurito tiene el corazón roto por la conchuda de su ex. Tal vez necesite diez años para darse cuenta de lo que pasó. En cambio vos, te estás lastimando el corazón con falopa. Decís que yo no tengo un mango, que no garcho. Es verdad. Pero por lo menos tengo una casa. ¿Vos qué tenés? Disculpame, Carlo. Ojala muchos pibes como vos, puedan llegar a viejos y tener mucho más que yo”. Se me acerca. Me da un beso en la mejilla y yo lo abrazo. Papa, pienso mientras los huesos de sus pómulos se clavan en mi cara. Le doy un beso en la frente. Odio los besos en la frente, pero lo hago igual. Parece un beso que reconoce la derrota del enemigo. Un beso antes de que se lo lleve la muerte. Mi madre solía besarme así.
El viejo se levanta. Entra a la casa y se mete en la habitación. Mauro prepara unos mates. Me propone jugar un cabeza en el jardín. Me dice que a la directora de la comunidad le gusto. Después me sugiere que intente salir con ella. “Seguro que te consigue laburo”. Cabeceamos torpemente una pelota destrozada por Tayson. Nos movemos en un espacio corto que nos marca la luz de una lámpara enganchada en un palo. Nos agitamos y decimos lo bueno que sería dejar el tabaco. Decidimos ir al restaurante de nuestro amigo. Me asusta la idea que me proponga tomar merca. Me tiemblan las manos, el culo. Unas gotitas de sudor me recorren las piernas. El dueño del restaurante no está. Nos sentamos. Una camarera nos saluda con cortesía. Mauro le dice que me voy a quedar a vivir en la granja. A Sandra se le dibuja una sonrisa hermosa. Es linda. Tiene cerca de cuarenta años. Lleva un pañuelo violeta en el cuello. Parece que el paso del tiempo le hizo relucir lo mejor de si misma. Más tarde vuelvo al restaurante a buscarla. Nos subimos a su moto. Paramos al borde de un arrollo. Me habla de su vida. Tiene un hijo. Tengo la impresión que me estoy enamorando. Tengo ganas de decirle que la quiero, pero me parece apresurado. Entonces le digo que es hermosa. La abrazo y nos besamos. La piel de una madre me envuelve hasta los huesos. Corre el cierre de su camperita de lana y me pide que meta las manos. Cierro los ojos. No queda más luna. Estoy adentro de Sandra.