La tarde que me despedí de Carla lloré. No logro entender muy bien si lo hice por ella o por el temor que me producen las despedidas. Primero iba a visitar a su amiga y después regresaba a Buenos Aires. Prometimos llamarnos, a pesar que no lo haríamos nunca más. Jamás he podido despedir a alguien sin sentir la pesada obligación de prometer algún otro encuentro. Tal vez debería despedir a la gente diciendo: “Chau, es probable que no nos veamos más.” Así me hubiese acostumbrado a ser un poco más fuerte. Mi padre me tendría que haber dicho esto. Haberme pegado en la cara con la palma de la mano abierta. “Mirá que quizás no nos vemos más”. No fui el único que se despidió aquella tarde. Mauro también dejó ir a su novia. Estuvieron un buen rato hablando y se saludaron con un abrazo. Me dio un beso y me dijo en vos baja, gracias. Tal vez se imaginó que yo había hablado con Mauro, que lo había convencido para que la dejara ir. Mi relación con Tamara terminó en una charla telefónica. Me acuerdo de ella. Decía que lo peor de la distancia es olvidarse del rostro de las personas que uno ama. Tenía razón. Yo ya no lo logro recordarla con precisión. Tengo imágenes de su cara derritiéndose: Un ojo más bajo que otro. Risas y llantos mezclados. Sus labios moviéndose de un lado hacia otro. Me dan ganas de pedirle a mi mente que me perdone, aunque sea, el recuerdo.
Mauro se fue a la comunidad. Me quedé con el viejo Ruiz. Era un apasionado del diálogo. Para él era mucho mejor una buena charla que un buen polvo. Creo que esta afirmación la fue justificando con el paso del tiempo. Ya no tenía un mango. Tampoco garchaba. Sólo le quedaba hablar. Hablar mucho. Hablamos de River. El viejo era fanático. En la cancha conoció a su primera mujer, con la que tuvo a su única hija. Viendo por primera vez el monumental sintió que su llegada al mundo tenía un motivo, una misión. Le pregunté qué sentimientos tenía hacia Boca. Dijo que ninguno. Que Boca era como una mina linda, pero muy estúpida. “Sólo te la querés garchar”. Mate y mate. La pava hirvió. Puteó y se levantó rápido.
‒No te hagas drama Ruiz. Mezclala con agua fría y listo ‒le sugerí. Apoyó la pava. Se sentó haciendo una expresión seria. Luego me miró.
‒¿Sabés qué, Carlo? Mi vida es como un jugador habilidoso. El tipo se pasa a todos. Gambetea. Nunca le podés sacar la pelota. Avanza hasta la puerta del aérea grande. Le salen dos defensores y los vuelve a gambetear. Le queda el arquero. También lo deja pagando. ¿Qué le falta hacer?
‒El gol.
‒Sí. El gol. Yo soy ese jugador habilidoso, Carlo. Y por alguna puta razón en esta vida, nunca hice el gol. Nunca. Y siento que ni siquiera pateé al arco, papa.
No dije nada. Volví a pensar en Tamara. Ella seguro le hubiera preguntado el significado de hacer un gol en su vida. Lo miré. Estaba triste. Tuve la impresión que el viejo ya había pateado al arco, pero no se acordaba. Yo lo imaginaba haciendo el gol. Él, seguramente, no supo que yo lo imaginaba festejando. Con la noche a cuestas apareció Mauro. Nos fuimos los tres al sauna. Caminamos bastante. Era una casona a unos cinco kilómetros. Cuatro putas viejas. En un televisor pasaban un video con una mina masturbando a un caballo. Jugaba con la gran verga hasta que se animaba a metérsela en la concha. Nos sentamos en unas sillas de plástico. El tipo de la barra saludó a Mauro y al viejo Ruiz con un abrazo. Dos fernet con coca. Un whisky. Brindamos. Mauro lo hizo por mí. Yo por la granja. EL viejo Ruiz por su hija, y por River.
Esperé afuera que acabaran con las putas. O mejor dicho, que las putas acabaran con ellos. Había una oscuridad deliciosa. Me recosté en el umbral del cabaret. Hacía mucho que no veía las estrellas, la luz distinguida de la noche. El vientito fresco y dulce de las sierras me erizó la piel. Tuve una pequeña erección que terminó con mi semen enredado en los pastizales. Mauro y el viejo salieron cantando. Mauro quiso hacerme una joda agarrándome la pija. Al tocarla se dio cuenta que estaba gomosa, todavía movilizada por la paja que me acababa de hacer. Sacó la mano y empezó a gritarme, “¡Hijo de puta! ¡Qué asco!” El viejo se ofreció para pagar una ronda más de chupi. No fue sólo una, fueron decenas. Las pagamos entre todos. Quedé doblado. El viejo y Mauro aplaudían mientras yo subía una escalera sostenido por una puta de más de sesenta pirulos. Terminé pidiéndole disculpas porque no se me paró la pija. Me dijo que no me preocupara dándome un beso cargado de energía. Al fin y al cabo fui un buen cliente: Pagué y no garché. De regreso a la casa me sentí bien. Pensé en quedarme a vivir en la granja. Se lo contaría a Mauro al día siguiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario