Descarrilé una noche en la que el dueño del restaurante trajo una cantidad de merca que nunca había visto. Era bien puto y comprensivo. Llevaba de manera tan suave el ritmo de la cocaína, que hasta me despertó algo de envidia. Logramos sentarnos luego de caminar sin parar, durante mucho tiempo. Un intervalo de silencio: Mi brazo izquierdo que no se mueve. No quiero moverlo, no puedo moverlo, porque puedo morir. Me gustaría morir, pero sigo vivo. Vivo como mi compañero de tomata, que no tiene problemas en mirarme. Yo no puedo mirarlo. Me gustaría volver un poco para atrás. Haber renunciado a darme el primer saque. Haber renunciado a darme el segundo. Me gustaría haberme dado por vencido cuando había que redoblar la apuesta. Miro hacia el frente, duro, muy duro. Hubiera sido mejor nacer en beverly hills o ser un drogadicto con mucha guita. El brazo se afloja y mi compañero así lo entiende. Ya se había empezado a poner incómodo. Me pregunta si estoy bien, si quiero tomar keta. No. Todo se ha acabado. Termino de aspirar a fondo la última raya y todavía no sé que dentro de poco voy a desesperarme porque no queda más. Llamo a Tamara, le cuento donde estoy y se pone a llorar. Le cuento que soy un falopero y llora más. Puedo escuchar sus lágrimas, pero no sentirlas. Me pregunta cuándo llegué y le respondo con otra pregunta: ¿Te garchaste al tornero? Llora. Le pido ayuda, me dice que le cagué la vida. Es verdad; le cagué la vida. Y me cagué la vida. Voy hasta la casa. Carla duerme. Llego a verle un tatuaje hecho con tinta china que dice Ale. No quiero acercarme a ella. Siento el olor de su culo, de sus huevos, de su pija escondida. Siento la densidad de la miseria, del hongo podrido que me abraza acariciándome la nuca. Me tiro en el piso inclinando las piernas. Me paso las manos por las rodillas y un chorro de pis me moja el pantalón. Tengo frío. Raspo mis dientes y escucho el sonido de la puerta que se abre. El dueño del restaurante.
‒Escuchame Carlo. Me tenés que acompañar a la veterinaria.
Media botella de whisky en unos pocos minutos. Emprendimos camino a la veterinaria.
Era un local integrado a una vivienda, no muy lejos de la casa del viejo Ruiz. El frente estaba enrejado. Había un timbre. Esperamos unos minutos hasta que apareció el empleado. Mi compañero se mostraba coherente. No entiendo cómo mierda podía llevar tanta droga adentro y actuar así. Empezó a inventar una historia que, pienso ahora que lo escribo, cualquier campesino drogadicto debía ya conocer:
‒Primero creo que usted merece unas pequeñas disculpas de mi parte. Sé que el horario no es el más indicado para interrumpir su sueño. Resulta que a mi caballo se le quedaron las patas enganchadas en el alambrado. Hace varias horas que estamos intentando sacarlo y es imposible. Se pone muy nervioso. Patea sin parar. He recibido la ayuda de algunos vecinos, los cuales me sugirieron comprar ketamina para dormirlo. También necesitaría saber la dosis que tengo que suministrarle. No vaya a ser cosa que se me muera el animal ‒noté algo dubitativo al empleado antes que dijera:
‒Señor. Lamentablemente no me queda más ketamina. Puedo ofrecerle otro medicamento que produce resultados similares.
‒En este caso voy a llamar a uno de mis vecinos para explicarle su propuesta ‒Agarró su celular, apretó un botón, y le dijo hola a un supuesto Alfredo. Le contó la propuesta. Después pasó unos segundos escuchando al supuesto Alfredo con atención. Sólo se lo escuchaba decir: Dale, ta bien, si, perfecto. Colgó y miró fijo con cara de preocupado al empleado de la veterinaria.
‒Usted me va a saber disculpar, pero mi amigo Alfredo me acaba de decir que no queda otra. Que hay que darle con Keta nomás.
Lo único que conseguimos fueron unos ansiolíticos. Me tomé dos pastillas mientras volvíamos a la casa. Ya era de día. Mi compañero se quedó en el restaurante. Hice parte del recorrido solo. Los ansiolíticos paran el tren en la estación que ellos quieren, pero por lo menos lo paran. Llegué a la casa. Me tiré en el pasto cerca de Tayson. Tuve muchas ganas de abrazar a alguien. Luego me recosté al lado de Carla. Me dormí con la boca pegada en su espalda, viendo como los hilos de saliva cubrían su tatuaje. Y de tanta baba y tatuaje tumbero, la euforia: Y somos cuatro testículos, dos penes, y una concha soñada que se borra de mi mente con el pasaje del olor metálico de los cuerpos masculinos. Siento el músculo de mi otro macho que me da un agujero imaginario vaginal. Estoy adentro cuando veo una sombra pesada que cae cerca de mí. El viejo Ruiz mira a Carla. Está serio. Me distrae. Carla lo mira y le habla mientras yo la sigo penetrando.
‒Qué pasa viejito puto. ¿Me querés comer la colita o me queres comer la pijita? ‒el viejo le pone la mano en la boca y ella se la muerde‒. Dale viejo maricón. Pedile permiso a Carlo para comerme la colita. A ver, mostrame la garcha, abuelo. Me imagino que el abuelo tiene un billetín, ¿no?
El viejo Ruiz dijo que no. Hizo un gesto de tristeza que me partió el alma. Dejé de penetrar a Carla y salí al jardín. Me tumbé en el pasto y me quedé profundamente dormido.
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