lunes, 27 de junio de 2011

4- CARLO- “Cambio de planes”

Me había tomado unos ansiolíticos para dormirme luego que el vaso quedara completamente vacío. El micro ya había hecho una gran parte del recorrido cuando me despertó la vos Carla diciéndome que quería que le diera mi teléfono. Le dije que si, sin ningún problema. Entrando a la ciudad de Córdoba, empecé a sentir miedo y otra vez las imágenes de Tamara con el tornero me empezaron a atormentar. Estaba arrepentido de haber viajado a Córdoba. Le conté a Carla por qué yo hacía ese viaje y se cagó de risa.

‒Sos un paranoico, loco. Quizás tu novia realmente está enganchada con el caballo. Nosotras las mujeres nos enamoramos de un montón de cosas. No te tendrías que comer tanto la cabeza, bombón ‒y me dio un beso en la boca. A diferencia de mi primo Santiago, Carla se sentía una mujer, pensaba como una mujer, y hasta aseguraba que en unos años se sacaría ese maldito pene, como solía nombrar a su pija. Me pedí un sándwich en el bar de la estación y el pibe de la barra me lo dio llamándome ganador. Nos fuimos con la comida y dos gaseosas a unos de los canteros  al lado de la parada de taxis. Mientras comíamos, supe que no tendría el valor de ir a ver a Tamara, por lo menos no en ese momento. No sabía muy bien si regresar a Buenos Aires o quedarme en la estación hasta tomar coraje e ir a lo de mi suegro. Carla me comentó que en la sierra tenía una amiga, que si quería la podía acompañar y, aprovechando que era una casa con todas las comodidades, podíamos bañarnos juntos, pero a mí no me interesaba conocer a los íntimos de Carla.

Continuamos comiendo en silencio. Ella no se quería alejar de mi, a mi no me importaba demasiado su presencia, salvo algunos momentos incómodos que pasaba cuando la gente nos veía besarnos. Nos miraban como si esperasen que se tratara de una broma para un programa de televisión. Algunos de los tacheros que dejaban la parada, me gritaban por la ventanilla del auto, “¡es un hombre culiado!” Ya con casi todas las posibilidades de ver a Tamara descartadas, pensé en un buen tipo que había vivido en mi barrio. Se había ido a vivir a las sierras de Córdoba, a la granja. Antes que dejara los polvorines, nos veíamos casi todos los fines de semana, pero un día se fue sin avisarle a nadie. Algunos decían que había tenido una revelación que le movilizó el alma, otros simplemente justificaban su viaje con su adicción a la marihuana, diciendo que en la granja era más fácil cultivar faso sin ser controlado. Mi mama decía que se había ido a hacer un retiro espiritual. Lo extraño era que Mauro se había ido, literalmente, sin decir absolutamente nada. Su partida fue el tema central de conversación durante varias salidas con mi grupo de amigos. Cada uno de los pibes tenía un punto de vista distinto sobre el tema, a mi el que más me interesaba era el del loco Ezequiel, que decía que Mauro podía ver como nadie los diferentes mundos paralelos que nos rodean. Sólo él sabía qué estaba pasando en otro mundo mientras él mismo estaba llevando acabo una acción en el suyo. El loco Ezequiel hablaba de Mauro como si fuera un extraterrestre con una imaginación e inteligencia suprema. También decía que Mauro ya había visto demasiado, y esto quizás lo había agotado. Era un lujo salir con el loco Ezequiel. Cada vez que lo escuchaba hablar, tenía la sensación de recibir las piezas que le faltaban a mi mente para amar de una forma más sana. Yo confiaba en el discurso del loco Ezequiel, pero había algo que le había pasado a Mauro que, a mi criterio, lo había hecho irse en vos baja a las sierras cordobesas.

Mauro laburaba con el loco Ezequiel, los dos se habían montado una pequeña empresa de construcción. Habían llegado a tercerizar todo el trabajo, lo que les dejaba gran margen de tiempo para dedicarse a su grupo de música, que era un dúo electro. Cada vez que lo veía, Mauro parecía contento, casi siempre estaba con su novia, una piba macanuda de la capital. Era difícil verlo a Mauro sin ella. Incluso en una oportunidad, había salido solo, y había comentado que él imaginaba siempre a su padre con un pucho en la boca, y el loco Ezequiel le dijo que a él lo imaginaba con su novia. Todos nos reímos y le dijimos que era un maricón. Lo cierto es que las cosas empezaron a andar mal en la empresa. Mauro contrataba gente que no sabía absolutamente nada de construcción para abaratar costos, hasta llevó a un sobrino de doce años a picar las paredes de una casa, como vio que el pibe trabajaba lento y se cansaba demasiado, le preguntó si no tenía algún amigo más grandote que quisiera ganar unos mangos. Al loco Ezequiel cada vez le costaba más levantarse temprano, salía con una pendeja de veinte años que se instalaba todos los días en su casa y le chupaba toda la energía. Sin un mango y con muchas esperanzas, decidieron ir con su música a Europa. Tal vez tocando en bares podrían ganar dinero haciendo lo que realmente les interesaba. La novia de Mauro había aceptado aquello, diciéndole que ella lo apoyaba en el proyecto porque lo amaba. Las cosas en Europa tampoco anduvieron bien. La primera ciudad fue Barcelona, ya que conocían a un amigo que les daba alojamiento. En la mayoría de los bares les pagaban con un bocadillo de jamón o con drogas. Dejaron Barcelona y se trasladaron a Berlín, donde hacían jornadas de siete horas tocando en la calle, tampoco así ganaban un mango. Los dos decidieron regresar a Argentina. Mauro confiaba en llegar y quedarse en la casa de su novia hasta volver a conseguir un trabajo. Pero la novia de Mauro, después de cinco años de terapia, había descubierto que mami y papi no eran tan buenos como ella pensaba. Entonces papi era malo, y era hombre, como Mauro, que se quedó viviendo una semana en lo de sus viejos antes de irse a la granja.

Carla me insistió para que la acompañara a la casa de su amiga. Pero yo ya había decidido lo que quería hacer:

‒Mejor vamos para la granja, tengo ganas de ver a un amigo.

jueves, 23 de junio de 2011

3-CARLO- “Olor de familia”

Carla se dispuso a luchar con su enorme lengua contra mi pene, que no lograba despertarse. Parecía apasionada por aquel miembro blando. Por momentos se empezaba a poner duro, pero el roce de su barba lo hacía volver a la posición inicial. Le pregunté si me dejaba colocarle un poco de merca en los pechos y tomarla, aceptó sin inconvenientes. Vacíe el vaso en sus gigantescas tetas de goma, y la tomé girando mi cabeza de un lado para el otro. Ella volvió a bajar  y siguió intentando que el amigo se despertara. Logré tener una erección. Le brillaban los ojos, se le dibujó una sonrisa hermosa, como si hubiera recibido una gran noticia. Después se levantó lentamente la pollera, se corrió la tanga para un costado, y se sentó encima de mi pene. Mientras la penetraba, ella hacía movimientos pélvicos sin emitir sonido. Acabé a los pocos minutos, inundado por un olor fuertísimo que se metía directamente en mis fosas nasales. Era denso, agrio, se había posado en mi cara como si tuviera vida propia. Conozco perfectamente la diferencia entre el olor a culo de una mina y un tipo. Aquella figura construida de caca, había empezado a traerme algunos recuerdos:

Cuando tenía catorce años, vivía con mi madre en los polvorines. La pobre se la pasaba todo el día cociendo ropa para pagar el alquiler y comprar algo de comida. Yo había dejado mis estudios para dedicarle todas las horas al trabajo, en casa hacía falta dinero. Un día mi mama me dijo que los próximos días llegaría un primo que vivía en Corrientes. Yo nunca lo había visto. Según mi madre era un buen pibe, que por alguna razón, no lograba conseguir laburo. La vieja le había dicho que fuese a nuestra casa, que mientras buscara un trabajo, podía ayudarla en sus tareas de costurera. La tarde que conocí a mi primo, quedé bastante sorprendido. Tenía una peluca rubia y los pechos operados. Usaba ropa de mujer, pero mantenía todas las expresiones de un hombre. Mi madre me lo presentó como Santiago, yo no me animaba a preguntarle qué sentía al tener un familiar travesti. A santiago lo veía cuando llegaba a mi casa después del laburo. Casi siempre estaba ayudando a mama, ella parecía contenta con su presencia. Solían estar siempre riéndose de una cosa y la otra. Ponían la televisión a todo volumen y se pasaban largas horas cociendo y hablando sobre la vida de los famosos. Fue la última vez que recuerdo haber visto a mi madre tan feliz. Una noche,  mientras yo dormía en el sofá cama que había en el comedor, vi a Santiago entrar a la cocina. Como si hubiera sabido que yo estaba despierto, fue hasta la cama, se sentó a mi lado, y me hizo un comentario acerca de la sed que tenía. Me dijo que en los polvorines se sentía muy bien, que mi madre era una gran mujer, con un coraje y un amor propio digno de imitar. También me preguntó si yo sabía que él era travesti, yo le respondí que no, que nunca habíamos hablado de él en mi casa. Después empezó a insistirme para que reanudara la escuela, dijo que si conseguía un buen empleo, él mismo se haría cargo de los gastos del departamento. Se tomó el vaso de agua y me dijo que si tenía algo para decirle, lo hiciera. Sentí que me leyó la mente cuando mis palabras salieron disparadas en un “qué lindos pechos tenés.” Santiago me hablaba con vos de hombre, de hecho, lo era. Pero lo que más me llamaba la atención eran sus tetotas y su lindo culo.

En mi temprana edad de nueve años, me empecé a interesar por el sexo. Todos los pibes del barrio, en nuestras expediciones nocturnas, se encargaban de contar historias sexuales. Me llamaban “sin techo”, yo tenía libertad para llegar a cualquier hora a mi casa. A mi vieja no le preocupaba demasiado, para mi era la gloria. Hablaban de la francesa, una minita que, decían, le gustaba chuparle la pija a los pibes aún vírgenes. Hablaban de Pamela, la chica que ella misma contaba cómo se metía una lapicera de doce colores en la concha. También estaba la vieja, un putón de treinta años que era fácil de garchar. Sandrita, una prima santafesina de unos de los pibes, que cuando venía a Buenos Aires le tiraba la goma a otro pibe del grupo, por lo menos esto es lo que él decía. No eran necesarias las pruebas, simplemente se confiaba o se desconfiaba. La mayoría de las veces, salía con nosotros el lingera Alfredo, que un día lo había parado la policía y el loco se puso en bolas antes que lo revisaran. Les había dicho “revíseme todo, oficial”. El lingera Alfredo vivía en una casa hecha con chapas y madera, una de las más deprimentes del barrio. Fue allí donde un día, mientras mirábamos una película porno, me di cuenta que había tenido un orgasmo. Les había mostrado la pija a los pibes y ellos explotaron en un aplauso. Luego Alfredo fue a buscar una damajuana de vino y comenzamos a brindar, había sido una tarde perfecta. Cada vez que me encontraba con algunas de las chicas del barrio me volvía loco. Veía a la francesa como un gran pedazo de carne con un corte en donde uno se podía meter. Se entraba a un pantano donde el oxígeno era una ola de baba pegajosa. Si uno abría la boca dentro del pantano, tenía el placer de degustar la más exquisita sustancia acaramelada.

Apenas terminé de halagarle las tetas a mi primo, dijo:

‒Nene, mirá que yo también tengo pitito, así que sería bueno que sepas diferenciar entre pitito y conchita.


Yo le dije que era obvio que lo sabía, aunque en realidad, mi intriga por la vagina me hacía pensar  en ella como una mezcla entre ambos. Por aquel entonces pensaba que los hombres sólo tenían un testículo. Luego Santiago me dio una extensa charla sobre educación sexual con un ejemplo que me mantuvo paralizado en la cama por un rato: Primero me dijo que pusiera uno de mis dedos en el frenillo de mi pene y lo corriera hasta cubrir el dedo. Después me dijo que lo oliera.

‒Retené el olor en tu mente, retenelo hasta lo más profundo. Ahora sacá el dedo de tu nariz. ¿Te acordás del olor?
‒Si.
‒Bueno, ahora olé de la misma forma mi dedo ‒me dijo, después de sacárselo del culo y ponérmelo en la nariz.
‒¿Te acordás del olor?

lunes, 20 de junio de 2011

2-CARLO- “La nuez”

Habíamos llegado al final de la calle, donde el trayecto marca sólo dos opciones; doblar a la izquierda y meterse en lo profundo de la villa 31 o girar a la derecha y seguir camino a la autopista. Mi compañero se mantenía serio, un poco tenso durante aquel recorrido. Cuando el micro pasó por puerto madero, inclinó su asiento, sacó su teléfono, y tuvo una conversación superficial con su esposa sobre en qué supermercado era mejor comprar. El primer pase con mi vaso fue un éxito. Me llevé el canuto a los labios para que el tipo creyera que estaba dando un buen trago de coca cola, luego lo deslicé hasta la nariz y esnifé una cantidad que me resultaba imposible medir.

En la parte de adelante se levantó una mujer para ir al baño. Ya con las luces bajas, pude observar su largo pelo, una remerita corta, y unos pechos maravillosos. No obstante aquellas lindas extremidades físicas, me vi algo intrigado al verle una nuez parecida a la del flaco Fito Páez. Me pregunté si las mujeres tienen o no nuez. Al bajar las escaleritas del micro que la llevaban al baño, la chica con nuez me miró y me hizo unas sonrisitas. Después de algunos intentos fallidos de lectura, me puse a escuchar música. Era hermosa esa postal oscura, con las luces blancas de los pequeños pueblos de la ruta. Mi compañero se había dormido, así que seguí tomando mucho más cómodo.

De vez en cuando espiaba los movimientos de la flaca. Mejor dicho, esperaba verla en movimiento, ya que sólo llegaba a ver el asiento. Yo estaba en la mitad del pasillo, me había tocado la parte de arriba. Ella estaba al inicio del corredor, justo frente al inmenso parabrisas. En un momento vi su cabeza que sobresalió. Me tiró un beso y me hizo un gesto con la mano para que fuera. Yo se lo devolví girando la mano, dándole a entender que lo haría más tarde. Seguí con mi vaso de Macdonals un rato más. Me quedé pensando un buen rato en la posibilidad de cambiar de empleo. Vender pochochos me estaba agotando, encima no me dejaba un mango.

Si seguía con Tamara me iba a tener que poner las pilas. Ella estaba terminando sus estudios de psicología y yo sólo vivía para vender pochochos y gastar la guita en falopa. Sabía que en algún momento debía largarla. A Tamara no le decía nada, me resultaba difícil contarle que tomaba. Pasaba por situaciones bastante desagradables. Un día la madre nos invitó a cenar. Nos dijo que prepararía un vacío al horno, ya que sabía que me gustaba. La cena empezó conmigo adjudicando un fuerte mal estomacal, hablándoles sin parar de mis perspectivas de vida, mi motivación extrema para afrontar las vueltas del tiempo, mis sueños. Nombraba centenares de cosas por hacer, cada palabra la bajaba a sus oídos como una verdad irrevocable. Finalmente fingí recibir un llamado de mi vieja diciéndome que había perdido las llaves y me fui a lo de mi dealer.

Corrí la tapa de plástico del vaso, ya me había tomado más de la mitad. Sentía una pequeña vibración en la frente, parecida a cuando uno se le duerme la mano. Comencé a temerle a la escasez de merca que quedaba en el vaso, tenía ganas de caminar, ganas de hablar con alguien. Me fui al asiento vacío, al lado de la chica. Después de saludarla, noté que tenía una sombra de barba bastante marcada.

‒Antes te vi la nuez y me hice algunas preguntas. Ahora que te veo la barba, me doy cuanta que sos travesti.
‒¡Jejeje! ¡Boludo las minas no tienen nuez!

Carla vivía en Buenos Aires. Me dijo que una vez por mes necesitaba ir a Córdoba porque extrañaba a algunos de sus amigos. Había nacido en la capital cordobesa y se mudó a los veintitrés años.

‒¿Por qué no te quedaste a vivir en Córdoba, es una linda ciudad, no?
‒¡Estás loco! Vos te crees que es fácil ser puto en Córdoba. ¿Me convidás un trago de coca cola?
‒No es coca cola, es un vaso con merca. ¿Querés?
‒¡Qué hijo de putas! No, gracias loco. Yo no tomo.

En un momento, me miró sacando la lengua, llevó su mano abierta hasta mis huevos y comenzó a frotarme la pija con el dedo pulgar.

‒A ver cómo viene esa pija…

sábado, 18 de junio de 2011

1-CARLO- "El bien común"


Tamara estaba por volver. Después de irse unos días a la casa de su viejo en Córdoba, me llamó:
‒Amor, escuchame. Al final me quedo tres días más porque papa me regaló un caballo.
‒¿Un caballo? ¿De dónde sacó la guita?
‒Fue un regalo que le hizo Rubén, su mejor amigo. Es un potrillo. Cuando me ve, siento que me reconoce, no me puedo ir ahora, necesito pasar unos días con él, es algo muy fuerte lo que me pasa…
‒Ah, entonces te hizo un regalo de un regalo.
‒Vos sabés que Rubén es como de la familia, así que esas formalidades carecen de significado.

Yo conocía a Rubén. Mi suegro lo había invitado a un asado en su casa, cuando yo había pasado unas vacaciones. Laburaba en una tornería en las afueras de la ciudad. A penas lo vi, no me cayó nada bien. Usaba una boina de gaucho y miraba a la gente de reojo, parecía uno de esos pampeanos oligarcas que van a estudiar a Buenos aires, incluso le miró varias veces el culo a Tamara. Mi suegro me decía que el tipo no había dejado títere con cabeza en el barrio. Hablaba todo el tiempo sobre sus cualidades de macho, como si se lo hubiera empernado.

Colgué con Tamara y las imágenes que pasaban por mi cabeza me cagaban a palos. Me imaginaba a Rubén con un pene tan largo como el de un caballo partiéndola al medio. La hija de puta traspiraba gotas gordas mientras el podrido tornero le entraba cada vez más duro. Empecé a maquinarme y no podía bajar de ese lugar: “Que mierda vas a tener un caballo conchuda. Acá el único caballo es ese picudo que te está dando bomba y no la podés creer.” Pensé en ir a Córdoba, agarrar a Tamara infraganti y de paso decirle a mi suegro que, si le gustaba tanto, le chupase la pija a Rubén. Estaba sólo en la casa de mi vieja, ella todavía no había llegado, nunca se sabía a qué hora podía llegar mama.

Cuando era pibe me gustaba mirar Brigada A. Me hacía reír mucho como Mario Baracus, aquel corpulento hombre, le temía a los aviones. Cada vez que la brigada debía desplazarse en avión, a Mario había que hipnotizarlo o desmayarlo de la forma que sea. A mi me pasaba algo similar con los micros. Era difícil encarar un viaje sin estar bajo algún efecto que me evitara observar el recorrido simple y peligroso de aquel gran carro de acero. Claro está, yo no tenía la misma suerte que Mario: La hipnosis no funcionaba conmigo, lo más práctico era comprar algo de falopa.

Pasé por lo de mi dealer Giuseppe. Me dijo que me sentara y me convidó un saque de su reserva. Luego sacó cuatro bolsitas que estaban escondidas dentro de un juguete del hijo, se las pagué y me fui caminando a Retiro. El micro salía en una hora, así que tuve tiempo de milonguear un rato más antes de partir. Me senté en una de las butacas de la parte interna de la estación, observando las frías plataformas de los viajes internacionales. Nunca me pude imaginar haciendo recorridos tan largos. Tenía la mirada clavada en esa dirección. Mi campo visual no despertaba demasiada importancia, como para quedarse media hora mirando fijo las plataformas, pero me mantuve estático, concentrando en el podrido pozo de la ausencia de ideas. Un tipo se me sentó al lado y me preguntó algo acerca de los horarios. Le respondí rápido esquivándole la mirada, me paré y me fui al baño.

Subí al micro. Me tocó un asiento contra la ventanilla. Mi compañero era un tipo de unos cincuenta años, bien vestido, parecía esos padres de pibas jóvenes, que van al restaurante todos juntitos, en familia. Al sentarse, supe que no podía sacar la bolsa y tomar delante de él. Temí que se asustara, que hiciera un escándalo y me haga pasar una noche de mierda, con el corazón chiflando de complicaciones. Entonces ahí no más lo vi. Estaba tirado en el piso al lado del tipo que controlaba los pasajes, con las letras doradas, entero, con el canuto ancho, un diseño exclusivo. Le pedí permiso a mi compañero, bajé llegando más rápido que algunos basureros que merodeaban la zona, lo agarré y subí para volver a instalarme en mi asiento. Al fondo la villa 31 y, pegado a mi mano, un vaso de Macdonals con su pajita, y con toda mi merluza adentro. Miré el vaso y pensé: “Estos yanquis putos saben bastante sobre el bien común”