Me había tomado unos ansiolíticos para dormirme luego que el vaso quedara completamente vacío. El micro ya había hecho una gran parte del recorrido cuando me despertó la vos Carla diciéndome que quería que le diera mi teléfono. Le dije que si, sin ningún problema. Entrando a la ciudad de Córdoba, empecé a sentir miedo y otra vez las imágenes de Tamara con el tornero me empezaron a atormentar. Estaba arrepentido de haber viajado a Córdoba. Le conté a Carla por qué yo hacía ese viaje y se cagó de risa.
‒Sos un paranoico, loco. Quizás tu novia realmente está enganchada con el caballo. Nosotras las mujeres nos enamoramos de un montón de cosas. No te tendrías que comer tanto la cabeza, bombón ‒y me dio un beso en la boca. A diferencia de mi primo Santiago, Carla se sentía una mujer, pensaba como una mujer, y hasta aseguraba que en unos años se sacaría ese maldito pene, como solía nombrar a su pija. Me pedí un sándwich en el bar de la estación y el pibe de la barra me lo dio llamándome ganador. Nos fuimos con la comida y dos gaseosas a unos de los canteros al lado de la parada de taxis. Mientras comíamos, supe que no tendría el valor de ir a ver a Tamara, por lo menos no en ese momento. No sabía muy bien si regresar a Buenos Aires o quedarme en la estación hasta tomar coraje e ir a lo de mi suegro. Carla me comentó que en la sierra tenía una amiga, que si quería la podía acompañar y, aprovechando que era una casa con todas las comodidades, podíamos bañarnos juntos, pero a mí no me interesaba conocer a los íntimos de Carla.
Continuamos comiendo en silencio. Ella no se quería alejar de mi, a mi no me importaba demasiado su presencia, salvo algunos momentos incómodos que pasaba cuando la gente nos veía besarnos. Nos miraban como si esperasen que se tratara de una broma para un programa de televisión. Algunos de los tacheros que dejaban la parada, me gritaban por la ventanilla del auto, “¡es un hombre culiado!” Ya con casi todas las posibilidades de ver a Tamara descartadas, pensé en un buen tipo que había vivido en mi barrio. Se había ido a vivir a las sierras de Córdoba, a la granja. Antes que dejara los polvorines, nos veíamos casi todos los fines de semana, pero un día se fue sin avisarle a nadie. Algunos decían que había tenido una revelación que le movilizó el alma, otros simplemente justificaban su viaje con su adicción a la marihuana, diciendo que en la granja era más fácil cultivar faso sin ser controlado. Mi mama decía que se había ido a hacer un retiro espiritual. Lo extraño era que Mauro se había ido, literalmente, sin decir absolutamente nada. Su partida fue el tema central de conversación durante varias salidas con mi grupo de amigos. Cada uno de los pibes tenía un punto de vista distinto sobre el tema, a mi el que más me interesaba era el del loco Ezequiel, que decía que Mauro podía ver como nadie los diferentes mundos paralelos que nos rodean. Sólo él sabía qué estaba pasando en otro mundo mientras él mismo estaba llevando acabo una acción en el suyo. El loco Ezequiel hablaba de Mauro como si fuera un extraterrestre con una imaginación e inteligencia suprema. También decía que Mauro ya había visto demasiado, y esto quizás lo había agotado. Era un lujo salir con el loco Ezequiel. Cada vez que lo escuchaba hablar, tenía la sensación de recibir las piezas que le faltaban a mi mente para amar de una forma más sana. Yo confiaba en el discurso del loco Ezequiel, pero había algo que le había pasado a Mauro que, a mi criterio, lo había hecho irse en vos baja a las sierras cordobesas.
Mauro laburaba con el loco Ezequiel, los dos se habían montado una pequeña empresa de construcción. Habían llegado a tercerizar todo el trabajo, lo que les dejaba gran margen de tiempo para dedicarse a su grupo de música, que era un dúo electro. Cada vez que lo veía, Mauro parecía contento, casi siempre estaba con su novia, una piba macanuda de la capital. Era difícil verlo a Mauro sin ella. Incluso en una oportunidad, había salido solo, y había comentado que él imaginaba siempre a su padre con un pucho en la boca, y el loco Ezequiel le dijo que a él lo imaginaba con su novia. Todos nos reímos y le dijimos que era un maricón. Lo cierto es que las cosas empezaron a andar mal en la empresa. Mauro contrataba gente que no sabía absolutamente nada de construcción para abaratar costos, hasta llevó a un sobrino de doce años a picar las paredes de una casa, como vio que el pibe trabajaba lento y se cansaba demasiado, le preguntó si no tenía algún amigo más grandote que quisiera ganar unos mangos. Al loco Ezequiel cada vez le costaba más levantarse temprano, salía con una pendeja de veinte años que se instalaba todos los días en su casa y le chupaba toda la energía. Sin un mango y con muchas esperanzas, decidieron ir con su música a Europa. Tal vez tocando en bares podrían ganar dinero haciendo lo que realmente les interesaba. La novia de Mauro había aceptado aquello, diciéndole que ella lo apoyaba en el proyecto porque lo amaba. Las cosas en Europa tampoco anduvieron bien. La primera ciudad fue Barcelona, ya que conocían a un amigo que les daba alojamiento. En la mayoría de los bares les pagaban con un bocadillo de jamón o con drogas. Dejaron Barcelona y se trasladaron a Berlín, donde hacían jornadas de siete horas tocando en la calle, tampoco así ganaban un mango. Los dos decidieron regresar a Argentina. Mauro confiaba en llegar y quedarse en la casa de su novia hasta volver a conseguir un trabajo. Pero la novia de Mauro, después de cinco años de terapia, había descubierto que mami y papi no eran tan buenos como ella pensaba. Entonces papi era malo, y era hombre, como Mauro, que se quedó viviendo una semana en lo de sus viejos antes de irse a la granja.
Carla me insistió para que la acompañara a la casa de su amiga. Pero yo ya había decidido lo que quería hacer:
‒Mejor vamos para la granja, tengo ganas de ver a un amigo.