Carla se dispuso a luchar con su enorme lengua contra mi pene, que no lograba despertarse. Parecía apasionada por aquel miembro blando. Por momentos se empezaba a poner duro, pero el roce de su barba lo hacía volver a la posición inicial. Le pregunté si me dejaba colocarle un poco de merca en los pechos y tomarla, aceptó sin inconvenientes. Vacíe el vaso en sus gigantescas tetas de goma, y la tomé girando mi cabeza de un lado para el otro. Ella volvió a bajar y siguió intentando que el amigo se despertara. Logré tener una erección. Le brillaban los ojos, se le dibujó una sonrisa hermosa, como si hubiera recibido una gran noticia. Después se levantó lentamente la pollera, se corrió la tanga para un costado, y se sentó encima de mi pene. Mientras la penetraba, ella hacía movimientos pélvicos sin emitir sonido. Acabé a los pocos minutos, inundado por un olor fuertísimo que se metía directamente en mis fosas nasales. Era denso, agrio, se había posado en mi cara como si tuviera vida propia. Conozco perfectamente la diferencia entre el olor a culo de una mina y un tipo. Aquella figura construida de caca, había empezado a traerme algunos recuerdos:
Cuando tenía catorce años, vivía con mi madre en los polvorines. La pobre se la pasaba todo el día cociendo ropa para pagar el alquiler y comprar algo de comida. Yo había dejado mis estudios para dedicarle todas las horas al trabajo, en casa hacía falta dinero. Un día mi mama me dijo que los próximos días llegaría un primo que vivía en Corrientes. Yo nunca lo había visto. Según mi madre era un buen pibe, que por alguna razón, no lograba conseguir laburo. La vieja le había dicho que fuese a nuestra casa, que mientras buscara un trabajo, podía ayudarla en sus tareas de costurera. La tarde que conocí a mi primo, quedé bastante sorprendido. Tenía una peluca rubia y los pechos operados. Usaba ropa de mujer, pero mantenía todas las expresiones de un hombre. Mi madre me lo presentó como Santiago, yo no me animaba a preguntarle qué sentía al tener un familiar travesti. A santiago lo veía cuando llegaba a mi casa después del laburo. Casi siempre estaba ayudando a mama, ella parecía contenta con su presencia. Solían estar siempre riéndose de una cosa y la otra. Ponían la televisión a todo volumen y se pasaban largas horas cociendo y hablando sobre la vida de los famosos. Fue la última vez que recuerdo haber visto a mi madre tan feliz. Una noche, mientras yo dormía en el sofá cama que había en el comedor, vi a Santiago entrar a la cocina. Como si hubiera sabido que yo estaba despierto, fue hasta la cama, se sentó a mi lado, y me hizo un comentario acerca de la sed que tenía. Me dijo que en los polvorines se sentía muy bien, que mi madre era una gran mujer, con un coraje y un amor propio digno de imitar. También me preguntó si yo sabía que él era travesti, yo le respondí que no, que nunca habíamos hablado de él en mi casa. Después empezó a insistirme para que reanudara la escuela, dijo que si conseguía un buen empleo, él mismo se haría cargo de los gastos del departamento. Se tomó el vaso de agua y me dijo que si tenía algo para decirle, lo hiciera. Sentí que me leyó la mente cuando mis palabras salieron disparadas en un “qué lindos pechos tenés.” Santiago me hablaba con vos de hombre, de hecho, lo era. Pero lo que más me llamaba la atención eran sus tetotas y su lindo culo.
En mi temprana edad de nueve años, me empecé a interesar por el sexo. Todos los pibes del barrio, en nuestras expediciones nocturnas, se encargaban de contar historias sexuales. Me llamaban “sin techo”, yo tenía libertad para llegar a cualquier hora a mi casa. A mi vieja no le preocupaba demasiado, para mi era la gloria. Hablaban de la francesa, una minita que, decían, le gustaba chuparle la pija a los pibes aún vírgenes. Hablaban de Pamela, la chica que ella misma contaba cómo se metía una lapicera de doce colores en la concha. También estaba la vieja, un putón de treinta años que era fácil de garchar. Sandrita, una prima santafesina de unos de los pibes, que cuando venía a Buenos Aires le tiraba la goma a otro pibe del grupo, por lo menos esto es lo que él decía. No eran necesarias las pruebas, simplemente se confiaba o se desconfiaba. La mayoría de las veces, salía con nosotros el lingera Alfredo, que un día lo había parado la policía y el loco se puso en bolas antes que lo revisaran. Les había dicho “revíseme todo, oficial”. El lingera Alfredo vivía en una casa hecha con chapas y madera, una de las más deprimentes del barrio. Fue allí donde un día, mientras mirábamos una película porno, me di cuenta que había tenido un orgasmo. Les había mostrado la pija a los pibes y ellos explotaron en un aplauso. Luego Alfredo fue a buscar una damajuana de vino y comenzamos a brindar, había sido una tarde perfecta. Cada vez que me encontraba con algunas de las chicas del barrio me volvía loco. Veía a la francesa como un gran pedazo de carne con un corte en donde uno se podía meter. Se entraba a un pantano donde el oxígeno era una ola de baba pegajosa. Si uno abría la boca dentro del pantano, tenía el placer de degustar la más exquisita sustancia acaramelada.
Apenas terminé de halagarle las tetas a mi primo, dijo:
‒Nene, mirá que yo también tengo pitito, así que sería bueno que sepas diferenciar entre pitito y conchita.
Yo le dije que era obvio que lo sabía, aunque en realidad, mi intriga por la vagina me hacía pensar en ella como una mezcla entre ambos. Por aquel entonces pensaba que los hombres sólo tenían un testículo. Luego Santiago me dio una extensa charla sobre educación sexual con un ejemplo que me mantuvo paralizado en la cama por un rato: Primero me dijo que pusiera uno de mis dedos en el frenillo de mi pene y lo corriera hasta cubrir el dedo. Después me dijo que lo oliera.
‒Retené el olor en tu mente, retenelo hasta lo más profundo. Ahora sacá el dedo de tu nariz. ¿Te acordás del olor?
‒Si.
‒Bueno, ahora olé de la misma forma mi dedo ‒me dijo, después de sacárselo del culo y ponérmelo en la nariz.
‒¿Te acordás del olor?
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