Habíamos llegado al final de la calle, donde el trayecto marca sólo dos opciones; doblar a la izquierda y meterse en lo profundo de la villa 31 o girar a la derecha y seguir camino a la autopista. Mi compañero se mantenía serio, un poco tenso durante aquel recorrido. Cuando el micro pasó por puerto madero, inclinó su asiento, sacó su teléfono, y tuvo una conversación superficial con su esposa sobre en qué supermercado era mejor comprar. El primer pase con mi vaso fue un éxito. Me llevé el canuto a los labios para que el tipo creyera que estaba dando un buen trago de coca cola, luego lo deslicé hasta la nariz y esnifé una cantidad que me resultaba imposible medir.
En la parte de adelante se levantó una mujer para ir al baño. Ya con las luces bajas, pude observar su largo pelo, una remerita corta, y unos pechos maravillosos. No obstante aquellas lindas extremidades físicas, me vi algo intrigado al verle una nuez parecida a la del flaco Fito Páez. Me pregunté si las mujeres tienen o no nuez. Al bajar las escaleritas del micro que la llevaban al baño, la chica con nuez me miró y me hizo unas sonrisitas. Después de algunos intentos fallidos de lectura, me puse a escuchar música. Era hermosa esa postal oscura, con las luces blancas de los pequeños pueblos de la ruta. Mi compañero se había dormido, así que seguí tomando mucho más cómodo.
De vez en cuando espiaba los movimientos de la flaca. Mejor dicho, esperaba verla en movimiento, ya que sólo llegaba a ver el asiento. Yo estaba en la mitad del pasillo, me había tocado la parte de arriba. Ella estaba al inicio del corredor, justo frente al inmenso parabrisas. En un momento vi su cabeza que sobresalió. Me tiró un beso y me hizo un gesto con la mano para que fuera. Yo se lo devolví girando la mano, dándole a entender que lo haría más tarde. Seguí con mi vaso de Macdonals un rato más. Me quedé pensando un buen rato en la posibilidad de cambiar de empleo. Vender pochochos me estaba agotando, encima no me dejaba un mango.
Si seguía con Tamara me iba a tener que poner las pilas. Ella estaba terminando sus estudios de psicología y yo sólo vivía para vender pochochos y gastar la guita en falopa. Sabía que en algún momento debía largarla. A Tamara no le decía nada, me resultaba difícil contarle que tomaba. Pasaba por situaciones bastante desagradables. Un día la madre nos invitó a cenar. Nos dijo que prepararía un vacío al horno, ya que sabía que me gustaba. La cena empezó conmigo adjudicando un fuerte mal estomacal, hablándoles sin parar de mis perspectivas de vida, mi motivación extrema para afrontar las vueltas del tiempo, mis sueños. Nombraba centenares de cosas por hacer, cada palabra la bajaba a sus oídos como una verdad irrevocable. Finalmente fingí recibir un llamado de mi vieja diciéndome que había perdido las llaves y me fui a lo de mi dealer.
Corrí la tapa de plástico del vaso, ya me había tomado más de la mitad. Sentía una pequeña vibración en la frente, parecida a cuando uno se le duerme la mano. Comencé a temerle a la escasez de merca que quedaba en el vaso, tenía ganas de caminar, ganas de hablar con alguien. Me fui al asiento vacío, al lado de la chica. Después de saludarla, noté que tenía una sombra de barba bastante marcada.
‒Antes te vi la nuez y me hice algunas preguntas. Ahora que te veo la barba, me doy cuanta que sos travesti.
‒¡Jejeje! ¡Boludo las minas no tienen nuez!
Carla vivía en Buenos Aires. Me dijo que una vez por mes necesitaba ir a Córdoba porque extrañaba a algunos de sus amigos. Había nacido en la capital cordobesa y se mudó a los veintitrés años.
‒¿Por qué no te quedaste a vivir en Córdoba, es una linda ciudad, no?
‒¡Estás loco! Vos te crees que es fácil ser puto en Córdoba. ¿Me convidás un trago de coca cola?
‒No es coca cola, es un vaso con merca. ¿Querés?
‒¡Qué hijo de putas! No, gracias loco. Yo no tomo.
En un momento, me miró sacando la lengua, llevó su mano abierta hasta mis huevos y comenzó a frotarme la pija con el dedo pulgar.
‒A ver cómo viene esa pija…
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