Mauro preparó el fuego a la perfección, en un tiempo record. Había ido a cortar unas ramas con Carla y cuando volvieron le dijo: “Tu tarea ha sido la correcta, ahora el fuego lo encaro yo”. Entonces Carla se puso a acariciar a Tyson, uno de los perros del vecino que tenía la costumbre de pasar el alambrado e irse a lo de Mauro. Aproveché para contarle lo que me había dicho su novia y me dijo que era normal que de vez en cuando sufriera algunos delirios.
‒No anda muy bien, sabés. Pero yo la voy a ayudar. Se inventa historias. Mirá si yo la voy a amenazar.
‒Pero yo la noté muy preocupada ‒dije‒, parecía que estaba cagada en las patas.
‒Si, es una pena que le salte la chaveta así. Voy a tener que laburar duro ‒dijo, clavando la vista en las brasas. Me gustaría que me acompañes a buscar al viejo Ruiz. Llega en un par de horas. Cada vez que viene lo voy a buscar con el auto. El pobre se cansa muchísimo subiendo desde el pueblo hasta la casa.
‒Si Maurito, te acompaño.
Después miró a Carla y me dijo:
‒Hubiera apostado que el perro la iba a morder hasta destartalarla. Es un hijo de mil putas. Una vez, en navidad, el viejo prendió una batería que contenía sesenta y cinco bengalas. Cuando Tyson las vio, se fue rápido y se escondió detrás de un árbol. El viejo me había dicho: “Mirá que cagón resultó este perrito putito”. Antes que las bengalas salieran disparadas, Tyson dejó el árbol y se fue hasta la montaña de fuego. Metió el hocico y las mordió a todas hasta apagarlas. Luego, como si hubiera terminado bien la tarea, pasó el alambrado yéndose a su casa.
‒Ah… Ahora entiendo porque le falta un ojo.
‒Lo del ojo no fue por las bengalas. Dicen que uno de los tipos que vino de invitado a los juegos del viejo Ruiz, le tiró un ladrillazo mientras dormía.
‒¿De qué juegos hablás?
‒Apuestas. Al viejo le gusta más el escolazo que vivir de la hija. Acá arma mesas de póker y dados. Todos se van pelando de a poco hasta sacarse lo que no tienen. Antes de arrancar la mesa, arman grandes cañotas que les da hasta para traer algunas putas de Río Ceballos. Aparentemente el viejo le debía guita al tipo y el loco le cascoteó el ojo al pobre Tyson, que vaya mala suerte tuvo al estar en el jardín del viejo. De todas formas nunca hablé de esto con él. Una vez intenté indagar un poco más acerca de lo que había ocurrido pero sólo me dijo: “Hay muchos que no saben jugar”.
Carla no sólo jugaba contenta con nuestro amigo come fuego, sino que también discutía relajada en lo que, a simple vista, parecía una charla amena con la novia de Mauro. Me resultó algo raro verla tan tranquila después de haberse mostrado desesperada con las supuestas amenazas. Pensé que Mauro podía tener razón, que la tipa estaba realmente loca. Al fin y a cabo él se dedicaba a trabajar con enfermos mentales, y en este caso también se acostaba con ellos, como esos psicólogos que se acuestan con sus pacientes. Esperando al viejo, nos fuimos al restaurante a saludar a nuestro gentil amigo, que no tardó en decirme que si necesitaba drogas me quedara tranquilo, que él se encargaría de traérmelas al pueblo. Mauro caminó unos cien metros campo adentro, diciendo que volvía en cinco minutos. Cuando volvió le pregunté a dónde había ido. Dijo que tenía la costumbre de darle pasto en la boca a un caballo. “Yo le doy la comida y no lo monto, Carlín”. Lo miré. Era mi amigo Mauro, el mismo que me había acompañado en mi temprana edad.
El viejo era un tipo agradable. Sus padres le dejaron bastante dinero que lo fue perdiendo con el juego. Ahora sólo le quedaba la casa en Córdoba y una hija de la que estaba orgulloso. Llegamos a la casa. Carla y la novia de Mauro se habían dormido. Nos pusimos a fumar un porro sentados en el jardín. El viejo me contó que una vez ganó tanta guita en el casino de Mar Del Plata que lo tuvieron que sacar custodiado por personal de seguridad. A mi siempre me resultó mentira este tipo de historias. Me hacen acordar a los taxistas que dicen cogerse cuatro burguesitas por noche. Las pendejas que viven en Palermo no garchan con taxistas, no lo hacen. Las pendejas de Palermo cogen con cualquier otro pibito que tenga una buena mentirita guardada en el bolsillo de la camisa. Las pendejas de Palermo suben a un taxi con miedo a que el chófer las viole y las mande a casita con un par de golpes encima. En los polvorines, si alguno de los pibes se culiaba una minita de Palermo, era un tipo victorioso. Y no lo era porque quizás podía manotear algunas propiedades de papa doctor y mama abogada, sino porque de esa forma se estaba vengando. Se estaba vengando con la pija.
Mauro se quedó dormido en el pasto. En un momento abrió los ojos y se arrastró hasta la carpa donde volvió a quedarse frito con los pies para afuera. El viejo Ruiz empezó a reírse solo y le pregunté que le pasaba.
‒Mirá la que le hago ahora ‒me dijo, bajándose los pantalones.
Empezó a hacer fuerza en cuclillas. Tenía la cara a punto de estallar antes que un sorete largo como el machete de un policía saliera disparado. Tomó un pedazo de mierda con las manos y se lo frotó en la punta de la nariz a Mauro. No pasaron más de diez segundos para que Mauro despertara y, en un acto inconciente del sueño, se frotara aún más la mierda por la cara. Se fue corriendo hasta el baño. Regresó insultando al viejo y jurándole que tenía ganas de matarlo. Se fue calentando cada vez más hasta que intentó tirarle una trompada en la cara. Yo pude contener el golpe y el viejo se salvó de milagro. Después, el viejo miró a Mauro y le dijo: