sábado, 30 de julio de 2011

7-CARLO- “El juego del viejo Ruiz”

Mauro preparó el fuego a la perfección, en un tiempo record. Había ido a cortar unas ramas con Carla y cuando volvieron le dijo: “Tu tarea ha sido la correcta, ahora el fuego lo encaro yo”. Entonces Carla se puso a acariciar a Tyson, uno de los perros del vecino que tenía la costumbre de pasar el alambrado e irse a lo de Mauro. Aproveché para contarle lo que me había dicho su novia y me dijo que era normal que de vez en cuando sufriera algunos delirios.

‒No anda muy bien, sabés. Pero yo la voy a ayudar. Se inventa historias. Mirá si yo la voy a amenazar.
‒Pero yo la noté muy preocupada ‒dije‒, parecía que estaba cagada en las patas.
‒Si, es una pena que le salte la chaveta así. Voy a tener que laburar duro ‒dijo, clavando la vista en las brasas. Me gustaría que me acompañes a buscar al viejo Ruiz. Llega en un par de horas. Cada vez que viene lo voy a buscar con el auto. El pobre se cansa muchísimo subiendo desde el pueblo hasta la casa.
‒Si Maurito, te acompaño.

Después miró a Carla y me dijo:

‒Hubiera apostado que el perro la iba a morder hasta destartalarla. Es un hijo de mil putas. Una vez, en navidad, el viejo prendió una batería que contenía sesenta y cinco bengalas. Cuando Tyson las vio, se fue rápido y se escondió detrás de un árbol. El viejo me había dicho: “Mirá que cagón resultó este perrito putito”. Antes que las bengalas salieran disparadas, Tyson dejó el árbol y se fue hasta la montaña de fuego. Metió el hocico y las mordió a todas hasta apagarlas. Luego, como si hubiera terminado bien la tarea, pasó el alambrado yéndose a su casa.
‒Ah… Ahora entiendo porque le falta un ojo.
‒Lo del ojo no fue por las bengalas. Dicen que uno de los tipos que vino de invitado a los juegos del viejo Ruiz, le tiró un ladrillazo mientras dormía.
‒¿De qué juegos hablás?
‒Apuestas. Al viejo le gusta más el escolazo que vivir de la hija. Acá arma mesas de póker y dados. Todos se van pelando de a poco hasta sacarse lo que no tienen. Antes de arrancar la mesa, arman grandes cañotas que les da hasta para traer algunas putas de Río Ceballos. Aparentemente el viejo le debía guita al tipo y el loco le cascoteó el ojo al pobre Tyson, que vaya mala suerte tuvo al estar en el jardín del viejo. De todas formas nunca hablé de esto con él. Una vez intenté indagar un poco más acerca de lo que había ocurrido pero sólo me dijo: “Hay muchos que no saben jugar”.

Carla no sólo jugaba contenta con nuestro amigo come fuego, sino que también discutía relajada en lo que, a simple vista, parecía una charla amena con la novia de Mauro. Me resultó algo raro verla tan tranquila después de haberse mostrado desesperada con las supuestas amenazas. Pensé que Mauro podía tener razón, que la tipa estaba realmente loca. Al fin y a cabo él se dedicaba a trabajar con enfermos mentales, y en este caso también se acostaba con ellos, como esos psicólogos que se acuestan con sus pacientes. Esperando al viejo, nos fuimos al restaurante a saludar a nuestro gentil amigo, que no tardó en decirme que si necesitaba drogas me quedara tranquilo, que él se encargaría de traérmelas al pueblo. Mauro caminó unos cien metros campo adentro, diciendo que volvía en cinco minutos. Cuando volvió le pregunté a dónde había ido. Dijo que tenía la costumbre de darle pasto en la boca a un caballo. “Yo le doy la comida y no lo monto, Carlín”. Lo miré. Era mi amigo Mauro, el mismo que me había acompañado en mi temprana edad.

El viejo era un tipo agradable. Sus padres le dejaron bastante dinero que lo fue perdiendo con el juego. Ahora sólo le quedaba la casa en Córdoba y una hija de la que estaba orgulloso. Llegamos a la casa. Carla y la novia de Mauro se habían dormido. Nos pusimos a fumar un porro sentados en el jardín. El viejo me contó que una vez ganó tanta guita en el casino de Mar Del Plata que lo tuvieron que sacar custodiado por personal de seguridad. A mi siempre me resultó mentira este tipo de historias. Me hacen acordar a los taxistas que dicen cogerse cuatro burguesitas por noche. Las pendejas que viven en Palermo no garchan con taxistas, no lo hacen. Las pendejas de Palermo cogen con cualquier otro pibito que tenga una buena mentirita guardada en el bolsillo de la camisa. Las pendejas de Palermo suben a un taxi con miedo a que el chófer las viole y las mande a casita con un par de golpes encima. En los polvorines, si alguno de los pibes se culiaba una minita de Palermo, era un tipo victorioso. Y no lo era porque quizás podía manotear algunas propiedades de papa doctor y mama abogada, sino porque de esa forma se estaba vengando. Se estaba vengando con la pija.

Mauro se quedó dormido en el pasto. En un momento abrió los ojos y se arrastró hasta la carpa donde volvió a quedarse frito con los pies para afuera. El viejo Ruiz empezó a reírse solo y le pregunté que le pasaba.

‒Mirá la que le hago ahora ‒me dijo, bajándose los pantalones.

Empezó a hacer fuerza en cuclillas. Tenía la cara a punto de estallar antes que un sorete largo como el machete de un policía saliera disparado. Tomó un pedazo de mierda con las manos y se lo frotó en la punta de la nariz a Mauro. No pasaron más de diez segundos para que Mauro despertara y, en un acto inconciente del sueño, se frotara aún más la mierda por la cara. Se fue corriendo hasta el baño. Regresó insultando al viejo y jurándole que tenía ganas de matarlo. Se fue calentando cada vez más hasta que intentó tirarle una trompada en la cara. Yo pude contener el golpe y el viejo se salvó de milagro. Después, el viejo miró a Mauro y le dijo:

‒AL final vos tampoco sabés jugar, Mauro.

lunes, 25 de julio de 2011

6-Carlo- “Soluciones”

Terminamos de comer y Mauro nos dijo que fuéramos a su casa. El dueño del restaurante se fue diciendo que tal vez pasaría más tarde. Nos subimos al auto de Mauro, era un Fiat duna hecho mierda: No tenía capot, los amortiguadores estaban destruidos, hacía un ruido insoportable. Mauro nos contó que se lo había ganado en una partida de dados en un pueblo vecino. Las patentes estaban carcomidas por el óxido, era imposible leer los números con claridad.

‒Cuando lleguemos a casa les presento a una amiga, hace unos días que está parando conmigo. Con la loca estoy saliendo hace casi un mes, la conocí una noche en la capital. Las primeras veces que me la garché no quería que la viera desnuda, tiene algunos problemas con su cuerpo, es bulímica y anoréxica.
‒¡Las más rápidas para garchar! ¡Con tal de obtener un poco de autoestima se garchan hasta a un mono! ‒dijo Carla y todos estallamos de la risa.
‒¡Ojo! A mi me vino bastante bien que la loca tuviera problemas con su cuerpo, vos te imaginás que yo tampoco soy Brat Pit, tengo unos granos en el culo del tamaño de una bombita de velador, ¿sabías que bajé 5 kilos?
‒¡Bien ahí! Che, ¿Te acordás cuando garchabas con las zapatillas puestas para que no saliera el olor a pata?
‒Jajajaja! ¡Qué hijo de puta!
 ‒¿Cuándo vas a ir para Buenos Aires, loco?
‒¡En cualquier momento señor! Tengo ganas de ver a los pibes, no sabés el gusto que me da tenerte por acá, Carlo ‒dijo Mauro, con un cierto dejo de tristeza.
‒Qué bueno que hayas conseguido un buen lugar para parar ‒dije.
‒Tengo una linda casa, se la cuido al viejito Ruiz, un gran tipo. Ahí estoy joya, no tengo demasiados problemas. El viejo viene sólo una vez por mes, el resto del año lo banca su hija en Buenos Aires. Dice que Córdoba es hermoso únicamente sabiendo que existe Buenos Aires.

En una de las curvas levantó la mano y nos señaló la casa del viejo Ruiz. Luego miró a Carla por el espejo retrovisor.

‒Y vos Carlita, ¡Qué lindos pechos tenés! ¿Qué andás haciendo por acá?
‒Soy una pequeña granjita de rehabilitación ambulante. Voy viajando, intentando recuperar cocainómanos ‒volvimos a reírnos a carcajadas.

Cuando entramos vi a la novia de Mauro sentada. Nos saludó algo sorprendida, con una alegría exagerada como si nos conociéramos de toda la vida. Mauro la miró fijo y, luego de disculparse un momento, se fue con ella a un cuarto. Cerraron la puerta y se quedaron unos minutos. No llegué a escuchar nada de lo que decían, salvo a Mauro decir “Si yo te puedo dar una mano, te la doy. Quedate tranquila…”
Más tarde nos pusimos de acuerdo en que teníamos hambre. Mauro se ofreció para hacer un asado y le pidió a Carla que lo acompañe. Nos quedamos solos con la novia de Mauro.

‒¿Cómo te llamabas che? ‒pregunté. Sin responderme, se acercó a unas de las ventanas.
‒Dame un segundo por favor. ‒Me dijo, y le di más de uno, nunca es uno. Después me miró y dijo:
‒Flaco, no sé de donde conocés a este enfermo de mierda, está loco. Escuchá lo que pasó: Garchamos unas cuantas veces, pero la última el forro se me quedó adentro. Por suerte me lo saqué si tener que ir al hospital. Me sirvió mucho el prospecto de los tampones, donde explica como hacer en caso que el hilo quede adentro. Mauro se puso como loco, me obligó a tomar una pastilla y no acepté. Después le dije que ni en pedo iba a abortar, entonces se puso más loco y empezó a decirme que me tenía que quedar en su casa hasta mi próxima menstruación, que si me iba era capaz de molerme a palos. El hijo de puta me encierra en la habitación y él duerme en esa carpa, ¿la vés? ‒y señaló por la ventana de la pieza‒. Por la noche lo veo alumbrarse a cada rato la cara con una linterna.
‒No deberías tenerle miedo. Es un buen tipo ‒le dije, para tranquilizarla.
‒Te vuelvo a repetir, está completamente loco.
‒¿Y por qué querrías tener un hijo de un loco?
‒Yo nunca me sometería a un aborto, flaco. Si lo tengo que hacer en un lugar que cumpla mínimamente con las condiciones higiénicas, tengo que gastarme un dineral. Me saldría más barato pagarle los estudios al pibe que abortar en un centro clandestino. Después hay otras alternativas, pero es una carnicería. Loco, te pido un favor, necesito encontrar una solución, necesito que hables con Mauro, que intentes convencerlo para que me deje ir. No soporto más sus amenazas.
‒Dale, en algún momento voy a hablar con él. Ahora intentá descansar.

domingo, 17 de julio de 2011

5-Carlo- “Solidaridad”

Era una casa pequeña, la directora me dijo que a Mauro le gustaba preparar la comida para todos y me hizo acordar que era así. Atravesamos un gran parque que nos llevó hasta un quincho. Cuando entramos, Mauro estaba cortando unas verduras en la mesada, apenas lo vi le pegué un grito, giró y nos dimos un gran abrazo, estaba muy contento de verme. Había una mesa larga de madera donde ya esperaban la comida no más de diez internos, Mauro los miró y comenzó a hablarles casi a los gritos:

‒Algunos de ustedes, respetables cabezas de coco, se preguntarán quién es este hombre ‒y me señaló con la mano abierta‒. Este hombre que hoy ha llegado hasta lo profundo de nuestra comunidad se llama Carlo. Les pido por favor que presten atención porque el tiempo que tenemos antes que se terminen de hacer los fideos es importante. Si yo les digo… ‒hizo una pausa y siguió‒, Juan, ¿ustedes que me pueden responder? ‒Los internos no parecían engancharse con la pregunta de Mauro, pero un tipo pelirrojo que estaba al final del caballete le dijo:

‒Perón, si vos decís Juan, yo pienso en Perón.

Mauro se quedó mirándolo unos segundos y fue hasta su lugar, se le puso detrás y empezó a besarle dulcemente su cráneo todo rapado. Luego le empezó a frotar las manos por la pelada. Otro de los internos se puso a llorar y a gritar un nombre propio que me cuesta recordar cuál era. Los besos de Mauro se fueron convirtiendo lentamente en lengüetazos por todo la cabeza. El tipo tenía los ojos cerrados, me dio la impresión que practicaba de forma reiterada este tipo de cosas con él. Después de dejarle la cabeza toda ensalivada, Mauro se volvió hacia atrás y, mientras hacía circular la saliva con los dedos, se puso a cantar la marcha peronista. A medida que cantaba me clavaba la vista para que yo colabore, pero como yo no la sabía toda, me puse a copiar su cántico. Cuando terminó, inclinó nuevamente su cabeza y se puso a frotar sus cachetes contra la pelada húmeda del tipo al mismo tiempo que decía en vos baja:

‒Quiero que le cuentes a Calo cuando estuviste con el general, quiero que lo hagas. Si no lo hacés, no va a haber más tabaco, ¿me entendés? ¿me entendés? Quiero que le cuentes a mi amigo cómo el general te besaba la cabeza como lo hago yo. ¿Quién te pone más saliva, el general o yo? Pero todo esto que te pido, no tendrá sentido llevarlo a cabo sin antes callar a esta víctima del llanto y, por supuesto, sin comer los fideos. ¿A usted como le gusta la pasta, amigo Carlo?

Me senté con el resto de la gente. El interno que lloraba se calmó, noté que todas esperaban ansiosos la llegada de la comida. Mauro apagó el fuego y le pidió a un tipo que le alcanzara el colador. Pensé en ir hasta la entrada y buscar a Carla, hacía bastante calor, la pobre quizás quería tomar algo. Me levanté acercándome a Mauro mientras colaba los fideos y le dije que estaba acompañado, y le conté todo lo que había pasado en el viaje. Me dijo que dejara de tomar merca, que no me ayudaría en nada. Después comenzó a ponerle una cantidad descomunal de aceite a los fideos, cortó un pedazo de manteca, lo puso dentro de la olla, giró, y se puso a dar unos pasos de baile tarareando una canción de compay segundo. Uno de los tipos que estaba en la mesa le preguntó a qué hora iban a comer.

‒Me duele que me hagas esa pregunta. La semana pasada estuvimos hablando del tiempo y creo que entendiste la importancia de masticarlo hasta que parezca un guiso licuado dentro de tu boca. Me duele, realmente me duele invertir mis energías acá para que venga un simulador que dice entender las cosas y, finalmente, no entiende nada. Vamos a comer a la hora en que vos no pienses más en las horas, espero que te quede claro. De todas formas, si no te queda claro, quiero decirte que yo estoy acá para ayudar, y voy a dejar todo para que mi colaboración dé buenos frutos. ¿Y vos che, qué esperás para contarle a mi amigo tus aventuras con el general?

Luego se acercó una vez más hacia él, se puso en cuclillas y lo abrazó fuerte a la altura del estómago, los dos se pusieron a llorar. Se quedaron cerca de cinco minutos abrazados, acongojados por el llanto. Más tarde entró la directora y me hizo un comentario sobre lo contenida que se sentía la gente con Mauro. La tipa se sentó y Mauro le agradeció por acompañarlos en el almuerzo. Les pregunté si la podía llamar a Carla y me dijo que no había inconvenientes. Fui hasta la entrada y la vi sentada en el umbral, la dije que entrara y, que si aún tenía hambre, podría comer algo. Cuando regresamos al quincho Mauro estaba sirviéndoles la comida, todos estaban contentos.

sábado, 2 de julio de 2011

5-CARLO- “El amor de los infelices”

Tomamos una combi rumbo a la granja. Pensaba llegar y empezar a preguntar en el pueblo por Mauro. Carla aprovechó para contarme los aspectos más relevantes de su vida, la pobre la había pasado bastante mal cuando llegó a Buenos Aires. Su primer alojamiento había sido en una casa de chapa al lado de las vías de tren en retiro. Hacía pausas largas entre cada relato de su vida. Nuestro diálogo y el brillo del sol que se metía por la ventanilla me hacían ver sus ojos tristes, cansados, rotos por una vida plagada de dolor.

‒Lo malo de estar todo el tiempo en la calle es que uno pierde toda la ingenuidad de golpe. Sabés que feo es desconfiar siempre, loco. Me siento a gusto con vos, sos un tipo sensible, pero de alguna forma espero algo malo, pero te vuelvo a repetir, me caés bien. Es muy jodido explicarte lo que me pasa, a veces siento a mi amor con bronca y dolor.
‒Con bronca y dolor ‒repetí yo, mirando al piso.
‒Si, Carlo. Antes te escuchaba y decías que te molesta la histeria femenina. Yo daría la vida, aunque sea, por ser una secretaría tonta que imita el corte de pelo de alguna de sus compañeras. Quisiera levantarme a la mañana y que por alguna razón mi pene no esté hinchado, que decida irse solo, esconderse en mi vientre hasta sacarlo en un sorete. Daría lo que fuese por no tener que ver a las madres esconder a sus hijos para que no me vean. Pero yo soy el terror, el mal ejemplo, lo que los chicos no tienen que ver. A mí me parece mejor que no vean lo que yo vi, que no vean al tipo que me propuso un trío con su hija adolescente, ¿te conté esa?
‒No, pero me lo acabás de contar.
‒Es verdad. ¿Sabés lo que pasa Carlo? Mientras menos sepa la gente, mientras menos vea lo que pasa, indudablemente serán más felices. Y yo soy una infeliz, una infeliz que no puede dejar de ver lo que pasa. Mirá lo que estabas por hacer vos, querías llegar a la casa de tu suegro para encontrar a tu novia garchando con el amigo, estoy segura que no la amás. Nadie puede amar intentando saberlo todo, el amor es con los ojos cerrados, pero jamás bien abiertos.
‒No estoy seguro de lo que decís. Yo estoy enamorado de Tamara.
‒Mirá vos. Estás enamorado de Tamara y, en cuanto te dice que se queda unos días más en Córdoba, pensás que está con otro tipo.
‒Eso es otra cosa. Tengo algunos problemas.
‒Lo que pasa es que vos tenés los ojos bien abiertos Carlo y, ¿sabés qué? Sos un infeliz. No busco ofenderte con esto. Lo único que puede hacer un infeliz es luchar. Te digo más, la lucha es el amor de los infelices.

Dejamos aquel diálogo cuando el chofer puso la radio a todo volumen, era una radio local,  sólo se escuchaban chistes y publicidades. Bajamos de la combi en la entrada del pueblo, entramos a un kiosco preguntando por Mauro y nos dijeron que no les sonaba ese nombre. Se acercaba el mediodía y comenzamos a tener hambre. Nos instalamos en la parte de afuera de un restaurante que nos inspiró confianza, de todas formas no teníamos muchas opciones. El tipo que nos atendía era el dueño, nos recomendó algunas especialidades, era muy macanudo y aproveché para preguntarle por Mauro.

‒¿Quién, el que le cuida la casa al viejo Ruiz?
‒No lo sé. Hace dos años que no lo veo…

Le describí la apariencia física de Mauro y me dijo que estaba seguro que era él.

‒¡Se va a poner contento el loco! Es muy buena gente. Vive en la casa del viejo a unos cuatrocientos metros, pero durante el día no lo vas a encontrar porque también trabaja de ayudante en un loquero por acá cerca, si quieren los puedo llevar.

Comimos unos sorrentinos deliciosos y luego nos fuimos. Durante el viaje hablamos de Mauro. Yo le conté algunas de nuestras anécdotas en lo polvorines, él me dijo que nunca le había hablado de su pasado, sólo le había dicho que su llegada a la granja había sido simplemente para cambiar un poco de aire. Cuando llegamos, tocó dos bocinazos, y todos los internos que estaban en el jardín nos miraron, más atrás salió una señora y abrió la puerta de la tranquera. Se presentó como la directora de la institución. Le pregunté por mi amigo y me miró fijo, se tomó unos segundos para responderme y, finalmente, me dijo que estaba en la cocina ayudando a preparar el almuerzo. Me invitó a entrar. Carla decidió quedarse afuera con nuestro gentil amigo.