sábado, 2 de julio de 2011

5-CARLO- “El amor de los infelices”

Tomamos una combi rumbo a la granja. Pensaba llegar y empezar a preguntar en el pueblo por Mauro. Carla aprovechó para contarme los aspectos más relevantes de su vida, la pobre la había pasado bastante mal cuando llegó a Buenos Aires. Su primer alojamiento había sido en una casa de chapa al lado de las vías de tren en retiro. Hacía pausas largas entre cada relato de su vida. Nuestro diálogo y el brillo del sol que se metía por la ventanilla me hacían ver sus ojos tristes, cansados, rotos por una vida plagada de dolor.

‒Lo malo de estar todo el tiempo en la calle es que uno pierde toda la ingenuidad de golpe. Sabés que feo es desconfiar siempre, loco. Me siento a gusto con vos, sos un tipo sensible, pero de alguna forma espero algo malo, pero te vuelvo a repetir, me caés bien. Es muy jodido explicarte lo que me pasa, a veces siento a mi amor con bronca y dolor.
‒Con bronca y dolor ‒repetí yo, mirando al piso.
‒Si, Carlo. Antes te escuchaba y decías que te molesta la histeria femenina. Yo daría la vida, aunque sea, por ser una secretaría tonta que imita el corte de pelo de alguna de sus compañeras. Quisiera levantarme a la mañana y que por alguna razón mi pene no esté hinchado, que decida irse solo, esconderse en mi vientre hasta sacarlo en un sorete. Daría lo que fuese por no tener que ver a las madres esconder a sus hijos para que no me vean. Pero yo soy el terror, el mal ejemplo, lo que los chicos no tienen que ver. A mí me parece mejor que no vean lo que yo vi, que no vean al tipo que me propuso un trío con su hija adolescente, ¿te conté esa?
‒No, pero me lo acabás de contar.
‒Es verdad. ¿Sabés lo que pasa Carlo? Mientras menos sepa la gente, mientras menos vea lo que pasa, indudablemente serán más felices. Y yo soy una infeliz, una infeliz que no puede dejar de ver lo que pasa. Mirá lo que estabas por hacer vos, querías llegar a la casa de tu suegro para encontrar a tu novia garchando con el amigo, estoy segura que no la amás. Nadie puede amar intentando saberlo todo, el amor es con los ojos cerrados, pero jamás bien abiertos.
‒No estoy seguro de lo que decís. Yo estoy enamorado de Tamara.
‒Mirá vos. Estás enamorado de Tamara y, en cuanto te dice que se queda unos días más en Córdoba, pensás que está con otro tipo.
‒Eso es otra cosa. Tengo algunos problemas.
‒Lo que pasa es que vos tenés los ojos bien abiertos Carlo y, ¿sabés qué? Sos un infeliz. No busco ofenderte con esto. Lo único que puede hacer un infeliz es luchar. Te digo más, la lucha es el amor de los infelices.

Dejamos aquel diálogo cuando el chofer puso la radio a todo volumen, era una radio local,  sólo se escuchaban chistes y publicidades. Bajamos de la combi en la entrada del pueblo, entramos a un kiosco preguntando por Mauro y nos dijeron que no les sonaba ese nombre. Se acercaba el mediodía y comenzamos a tener hambre. Nos instalamos en la parte de afuera de un restaurante que nos inspiró confianza, de todas formas no teníamos muchas opciones. El tipo que nos atendía era el dueño, nos recomendó algunas especialidades, era muy macanudo y aproveché para preguntarle por Mauro.

‒¿Quién, el que le cuida la casa al viejo Ruiz?
‒No lo sé. Hace dos años que no lo veo…

Le describí la apariencia física de Mauro y me dijo que estaba seguro que era él.

‒¡Se va a poner contento el loco! Es muy buena gente. Vive en la casa del viejo a unos cuatrocientos metros, pero durante el día no lo vas a encontrar porque también trabaja de ayudante en un loquero por acá cerca, si quieren los puedo llevar.

Comimos unos sorrentinos deliciosos y luego nos fuimos. Durante el viaje hablamos de Mauro. Yo le conté algunas de nuestras anécdotas en lo polvorines, él me dijo que nunca le había hablado de su pasado, sólo le había dicho que su llegada a la granja había sido simplemente para cambiar un poco de aire. Cuando llegamos, tocó dos bocinazos, y todos los internos que estaban en el jardín nos miraron, más atrás salió una señora y abrió la puerta de la tranquera. Se presentó como la directora de la institución. Le pregunté por mi amigo y me miró fijo, se tomó unos segundos para responderme y, finalmente, me dijo que estaba en la cocina ayudando a preparar el almuerzo. Me invitó a entrar. Carla decidió quedarse afuera con nuestro gentil amigo.

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