Cerca de la una de la tarde nos encontramos con Mohamed en el pasillo al lado de la oficina del doctor chicharrón, (apodo con el cual suelen llamarlo a mi jefe) Me pidió fuego para encender su cigarrillo y me dijo:
‒¿Sabías quién se va de la empresa?
‒No.
‒Se va el doctor chicharrón.
‒¿De verdad deja la empresa?
‒Sí. La semana pasada mientras revisaba el armario encontró un sobre cerrado, no aguantó la tentación de abrirlo. Era el recibo de sueldo del idiota de Mudi. Aparentemente éste es mucho más elevado que el suyo y, como vos sabés bien, él es el jefe y normalmente debería ganar más, pero eso no importa AMIGO, lo más importante es que por fin se va del hotel esa pelota de grasa que me tiene los huevos llenos.
‒De todas formas a mí me preocupa más el que viene, que el que se va ‒dije yo, un poco desganado.
‒Mientras no sea ese estúpido máquina de tragar hamburguesas, cualquiera está bien AMIGO.
Volví a mis tareas con la cabeza puesta en el destino del doctor chicharrón. Seguramente un tipo que habla 4 idiomas a la perfección no tendrá problemas para encontrar un empleo, entonces, ¡a la mierda con eso! debería preocuparme por mí, por mi pasividad, por mi distracción. Necesitaba un poco de soledad, así que me fui al comedor de personal a buscarla. Cuando llegué estaban charlando el doctor chicharrón y Gutiérrez, un buen tipo que limpia los baños. La conversación pasaba de cómo iba a ser el pronóstico del tiempo a la cantidad de trabajo que habíamos soportado días atrás. Sin ningún tipo de sentido aparente a Gutiérrez se le ocurrió preguntarle cuándo había sido la última vez que había cogido, él le contestó muy serio, que nunca habla de su vida privada. Yo reí poniéndole un poco de gracia a su incómoda pregunta, el doctor chicharrón seguía serio, y yo seguía sin encontrar la soledad que había ido a buscar. Me alejé un poco, puse un par de monedas en la cafetera y sonó mi vip, “ir a la habitación 1812”.
Ahí andaba yo, moviéndome de una habitación a otra, revisando siempre la misma cara en los espejos de los ascensores, una cara teñida de cansancio, una cara algo triste con pequeños pelos que sobresalen de la nariz, cabellos blancos achicharrados como plástico quemado saliendo detrás de mis orejas, gestos de un actor que trabaja encerrado en una caja levadiza que transporta millonarios, teniendo de vez en cuando la grata sorpresa de un grano lleno de pus para estallarlo en los vidrios de la espera. O tal vez un pequeño pedo que recorra 18 pisos y me lleve con su aroma a las profundidades del ano de una mujer brasilera que me propone asistir al famoso congreso de “anos firmes, suelte todo” en Río de Janeiro. Me quedan sólo 2 pisos para que se abra la puerta de la realidad insultante y provocadora, pero ya está, ¡llegué! Y ahora el ascensor debe bajar, lo hace más rápido, las ideas y fantasías rasguñan mi cara como si tuviera 4 gatos en brazos, y deformo mi rostro con una inmensa sonrisa. Estoy afuera de la caja y el olor a pedo ya no es mío, las personas van y vienen, llego a la puerta y respiro hondo, levanto la cabeza, y como una computadora programada, empiezo una vez más; bonjour madame, bonjour monsieur, bonjour, bonjour, bonjour…
Estaba terminando el turno de trabajo cuando recibí una llamada de Mohamed que había terminado de trabajar por la tarde.
‒¡Hola argentino! estamos con el señor jefe en la cervecería de la estación de trenes, ¿Venís?
‒Ok, termino en media hora y voy para allá.
Me intrigaba demasiado cómo sería la actitud de Mohamed frente al doctor chicharrón fuera del hotel. Hacía un año y medio que yo trabajaba con ellos y puedo asegurar que Mohamed no dejó pasar ni un día para criticarlo duramente. En la cervecería estaban ambos muy compenetrados en una charla que me confundía enormemente.
‒Comprendo lo que decís, si Mudi gana más que vos es normal que te quieras ir, pero te prometo que yo voy a hablar con el director para que encuentre una solución ‒le decía Mohamed a mi jefe. Parecía otra persona. Yo estaba completamente desorientado, no podía aguantar la situación.
‒Tenemos que hablar con el director para que no se vaya ‒me dijo Mohamed, con cara de preocupado. Mi jefe lo miraba con gestos de agradecimiento, tenía los cachetes rojos como un tomate a causa de la gran cantidad de cerveza que había tomado. Poco tiempo después decidí irme a mi casa, saludé al doctor chicharrón sin saber que aquella sería la última vez que lo vería. Mohamed le propuso llevarlo hasta su departamento.
Al día siguiente llegué al hotel y le pregunté a Mohamed si ya había hablado con el director.
‒No hablé, ni pienso hacerlo, lo de ayer sólo fueron palabras de cerveza ‒me dijo.
La noticia me conmovió llegada la tarde. El doctor chicharrón salió despedido por el parabrisas de su auto tras chocar contra el muro de una iglesia mientras iba al hotel. No puedo sacar de mi cabeza la carita de su madre mientras lo velaban, una pequeña anciana con las expresiones más tiernas y conmovedoras que jamás haya visto. Después de saludar a su madre salí a la puerta y me lo encontré a Mohamed. Sus ojos estaban abiertos como un búho, me puso la mano en el hombro y dijo:
‒Se fue un gran hombre, un gran AMIGO.